Hoy, en
la antesala del parcial postergado, un cuento breve de Adolfo Bioy Casares,
para distender la jornada.
El caso
de los viejitos voladores
Un
diputado, que en estos años viajó con frecuencia al extranjero, pidió a la
cámara que nombrara una comisión investigadora. El legislador había advertido,
primero sin alegría, por último con alarma, que en aviones de diversas líneas
cruzaba el espacio en todas direcciones, de modo casi continuo, un puñado de
hombres muy viejos, poco menos que moribundos. A uno de ellos, que vio en un
vuelo de mayo, de nuevo lo encontró en uno de junio. Según el diputado, lo
reconoció “porque el destino lo quiso”.
En
efecto, al anciano se lo veía tan desmejorado que parecía otro, más pálido, más
débil, más decrépito. Esta circunstancia llevó al diputado a entrever una
hipótesis que daba respuesta a sus preguntas.
Detrás
de tan misterioso tráfico aéreo, ¿no habría una organización para el robo y la
venta de órganos de viejos? Parece increíble, pero también es increíble que
exista para el robo y la venta de órganos de jóvenes. ¿Los órganos de los
jóvenes resultan más atractivos, más convenientes? De acuerdo: pero las dificultades
para conseguirlos han de ser mayores. En el caso de los viejos podrá contarse,
en alguna medida, con la complicidad de la familia.
En
efecto, hoy todo viejo plantea dos alternativas: la molestia o el geriátrico.
Una invitación al viaje procura, por regla general, la aceptación inmediata,
sin averiguaciones previas. A caballo regalado no se le mira la boca.
La
comisión bicameral, para peor, resultó demasiado numerosa para actuar con la
agilidad y eficacia sugeridas. El diputado, que no daba el brazo a torcer,
consiguió que la comisión delegara su cometido a un investigador profesional.
Fue así como El caso de los viejos voladores llegó a esta oficina.
Lo
primero que hice fue preguntar al diputado en aviones de qué líneas viajó en
mayo y en junio.
“En
Aerolíneas y en Líneas Aéreas Portuguesas” me contestó. Me presenté en ambas
compañías, requerí las listas de pasajeros y no tardé en identificar al viejo
en cuestión. Tenía que ser una de las dos personas que figuraban en ambas
listas; la otra era el diputado.
Proseguí
las investigaciones, con resultados poco estimulantes al principio (la
contestación variaba entre “Ni idea” y “El hombre me suena”), pero finalmente
un adolescente me dijo “Es una de las glorias de nuestra literatura”. No sé
cómo uno se mete de investigador: es tan raro todo. Bastó que yo recibiera la
respuesta del menor, para que todos los interrogados, como si se hubieran
parado en San Benito, me contestaran: “¿Todavía no lo sabe? Es una de las
glorias de nuestra literatura”.
Fui
a la Sociedad de Escritores donde un socio joven confirmó en lo esencial la
información. En realidad me preguntó:
-¿Usted
es arqueólogo?
-No,
¿Por qué?
-¿No
me diga que es escritor?
-Tampoco.
-Entonces
no lo entiendo. Para el común de los mortales, el señor del que me habla tiene
un interés puramente arqueológico. Para los escritores, él y algunos otros como
él, son algo muy real y, sobre todo, muy molesto.
-Me
parece que usted no le tiene simpatía.
-¿Cómo
tener simpatía por un obstáculo? El señor en cuestión no es más que un
obstáculo. Un obstáculo insalvable para todo escritor joven. Si llevamos un
cuento, un poema, un ensayo a cualquier periódico, nos postergan
indefinidamente, porque todos los espacios están ocupados por colaboraciones de
ese individuo o de individuos como él. A ningún joven le dan premios o le hacen
reportajes, porque todos los premios y todos los reportajes son para el señor o
similares.
Resolví
visitar al viejo. No fue fácil. En su casa, invariablemente, me decían que no
estaba. Un día me preguntaron para qué deseaba hablar con él. “Quisiera
preguntarle algo”, contesté. “Acabáramos”, dijeron y me comunicaron con el
viejo. Este repitió la pregunta de si yo era periodista. Le dije que no. “¿Está
seguro? preguntó.
“Segurísimo”
dije. Me citó ese mismo día en su casa.
-Quisiera
preguntarle, si usted me lo permite, ¿por qué viaja tanto?
-¿Usted
es médico? -me preguntó-. Sí, viajo demasiado y sé que me hace mal, doctor.
-¿Por qué viaja? ¿Por qué le han prometido operaciones que le devolverán la
salud?
-¿De
qué operaciones me está hablando?
-Operaciones
quirúrgicas.
-¿Cómo
se le ocurre? Viajaría para salvarme de que me las hicieran.
-Entonces,
¿por qué viaja?
-Porque
me dan premios.
-Ya
un escritor joven me dijo que usted acapara todos los premios.
-Si.
Una prueba de la falta de originalidad de la gente. Uno le da un premio y todos
sienten que ellos también tienen que darle un premio.
-¿No
piensa que es una injusticia con los jóvenes?
-Si
los premios se los dieran a los que escriben bien, sería una injusticia premiar
a los jóvenes, porque no saben escribir. Pero no me premian porque escriba
bien, sino porque otros me premiaron.
-La
situación debe de ser muy dolorosa para los jóvenes.
-Dolorosa
¿Por qué? Cuando nos premian, pasamos unos días sonseando vanidosamente. Nos
cansamos. Por un tiempo considerable no escribimos. Si los jóvenes tuvieran un
poco de sentido de la oportunidad, llevarían en nuestra ausencia sus
colaboraciones a los periódicos y por malas que sean tendrían siquiera una
remota posibilidad de que se las aceptaran. Eso no es todo. Con estos premios
el trabajo se nos atrasa y no llevamos en fecha el libro al editor. Otro claro
que el joven despabilado puede aprovechar para colocar su mamotreto. Y todavía
guardo en la manga otro regalo para los jóvenes, pero mejor no hablar, para que
la impaciencia no los carcoma.
-A
mí puede decirme cualquier cosa.
-Bueno,
se lo digo: ya me dieron cinco o seis premios. Si continúan con este ritmo
¿usted cree que voy a sobrevivir? Desde ya le participo que no. ¿Usted sabe
cómo le sacan la frisa al premiado? Creo que no me quedan fuerzas para aguantar
otro premio.
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