Nacido en una familia acomodada, Adolfo Bioy Casares, recibe una educación
esmerada y se interesa, desde bien joven, por la literatura. Su familia cuenta
con una gran biblioteca que le sirve para acercarse a la literatura argentina y
a los clásicos de la literatura universal, incluso en sus lenguas originales,
como el inglés y el francés.
Muchas de sus obras son llevadas al cine y sus novelas
y cuentos se traducen en numerosas lenguas. Se le considera el maestro del
cuento y de la literatura fantástica. La impecable construcción de sus relatos
y la claridad de su lenguaje son los rasgos más característicos de su
narrativa.
Retrato
del héroe
Algunos
al héroe lo llaman holgazán. Él se reserva, en efecto, para altas y temerarias
empresas. Llegará a las islas felices y cortará las manzanas de oro, encontrará
el Santo Graal y del brazo que emerge de las tranquilas aguas del lago
arrebatará la espada del rey Arturo. A estos sueños los interrumpe el vuelo de
una reina. El héroe sabe que tal aparición no le ofrece una gloriosa aventura,
ni siquiera una mera aventura -desdeña la acepción francesa del término- pero
tampoco ignora que los héroes no eluden entreveros que acaban en la victoria y
en la muerte. Porque no se parece a nuestros héroes criollos, no sobrevive para
contar la anécdota. ¿Quiénes la cuentan? Los sobrevivientes, los rivales que él
venció. Naturalmente, le guardan inquina y se vengan llamándolo zángano.
Postrimerías
Cuando
entró en el edificio, buscó las escaleras, para subir. Encontrarlas era
difícil. Preguntaba por ellas, y algunos le contestaban: “No hay.” Otros le
daban la espalda. Acababa siempre por encontrarlas y por subir otro piso. La
circunstancia de que muchas veces las escaleras fueran endebles, arduas y
estrechas, aumentaba su fe. En un piso había una ciudad, con plazas y calles
bien trazadas. Nevaba, caía la noche. Algunas casas -eran todas de tamaño
reducido- estaban iluminadas vivamente. Por las ventanas veía a hombres y
mujeres de dos pies de estatura. No podía quedarse entre esos enanos. Descubrió
una amplia escalinata de piedra, que lo llevó a otro piso. Éste era un
antecomedor, donde mozos, con chaqueta blanca y modales pésimos, limpiaban
juegos de té. Sin volverse, le dijeron que había más pisos y que podía subir.
Llegó a una terraza con vastos parques crepusculares, hermosos, pero un poco
tristes. Una mujer, con vestido de terciopelo rojo, lo miró espantada y huyó
por el enorme paisaje, meciéndose la cabellera, gimiendo. Él entendió que
cuantos vivían allí estaban locos. Pudo subir otro piso. En una arquitectura
propia del interior de un buque, en la que abundaban maderas y hierros pintados
de blanco, halló una escalera de caracol. Subió por ella a un altillo donde
estaban los peroles que daban el agua caliente a los pisos de abajo. Dijo:
“Sobre el fuego está el cielo” y, seguro de su destino, se agarró de un caño,
para subir más. El caño se dobló; hubo un escape de vapor, que le rozó el
brazo. Esto lo disuadió de seguir subiendo. Pensó: “En el cielo me quemaré.” Se
preguntó a cuál de los horribles pisos inferiores debería descender. En todos
él se había sentido fuera de lugar. Esto no probaba que no fuese la morada que
le correspondía, porque justamente el infierno es un sitio donde uno se cree
fuera de lugar.
El
Amigo del Agua
El
señor Algaroti vivía solo. Pasaba sus días entre pianos en venta, que por lo
visto nadie compraba, en un local de la calle Bartolomé Mitre. A la una de la
tarde y a las nueve de la noche, en una cocinita empotrada en la pared,
preparaba el almuerzo y la cena que a su debido tiempo comía con desgano. A las
once de la noche, en un cuarto sin ventanas, en el fondo del local, se acostaba
en un catre en el que dormía, o no, hasta las siete. A esa hora desayunaba con
mate amargo y poco después limpiaba el local, se bañaba, se rasuraba, levantaba
la cortina metálica de la vidriera y sentado en un sillón, cuyo filoso respaldo
dolorosamente se hendía en su columna vertebral, pasaba otro día a la espera de
improbables clientes.
Acaso
hubiera una ventaja en esa vida desocupada; acaso le diera tiempo al señor
Algaroti para fijar la atención en cosas que para otros pasan inadvertidas. Por
ejemplo, en los murmullos del agua que cae de la canilla al lavatorio. La idea
de que el agua estuviera formulando palabras le parecía, desde luego, absurda.
No por ello dejó de prestar atención y descubrió entonces que el agua le decía:
“Gracias por escucharme”. Sin poder creer lo que estaba oyendo, aún oyó estas
palabras: “Quiero decirle algo que le será útil”. A cada rato, apoyado en el
lavatorio, abría la canilla. Aconsejado por el agua llevó, como por un sueño,
una vida triunfal. Se cumplían sus deseos más descabellados, ganó dinero en
cantidades enormes, fue un hombre mimado por la suerte. Una noche, en una
fiesta, una muchacha locamente enamorada lo abrazó y cubrió de besos. El agua
le previno: “Soy celosa. Tendrás que elegir entre esa mujer y yo”. Se casó con
la muchacha. El agua no volvió a hablarle.
Por
una serie de equivocadas decisiones, perdió todo lo que había ganado, se hundió
en la miseria, la mujer lo abandonó. Aunque por aquel tiempo ya se había
cansado de ella, el señor Algaroti estuvo muy abatido. Se acordó entonces de su
amiga y protectora, el agua, y repetidas veces la escuchó en vano mientras caía
de la canilla al lavatorio. Por fin llegó un día en que, esperanzado, creyó que
el agua le hablaba. No se equivocó. Pudo oír que el agua le decía: “No te
perdono lo que pasó con aquella mujer. Yo te previne que soy celosa. Esta es la
última vez que te hablo”.
Como
estaba arruinado, quiso vender el local de la calle Bartolomé Mitre. No lo
consiguió. Retomó, pues, la vida de antes. Pasó los días esperando clientes que
no llegaban, sentado entre pianos, en el sillón cuyo filoso respaldo se hendía
en su columna vertebral. No niego que de vez en cuando se levantara para ir
hasta el lavatorio y escuchar, inútilmente, el agua que soltaba la canilla
abierta.
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