Para comenzar esta semana de mayo, acercamos cuatro cuentos breves de Eduardo Galeano.
Los
emigrantes, ahora
Desde
siempre, las mariposas y las golondrinas y los flamencos vuelan huyendo del frío,
año tras año, y nadan las ballenas en busca de otra mar y los salmones y las
truchas en busca de sus ríos. Ellos viajan miles de leguas, por los libres
caminos del aire y del agua.
No
son libres, en cambio, los caminos del éxodo humano.
En
inmensas caravanas, marchan los fugitivos de la vida imposible.
Viajan
desde el sur hacia el norte y desde el sol naciente hacia el poniente.
Les
han robado su lugar en el mundo. Han sido despojados de sus trabajos y sus
tierras. Muchos huyen de las guerras, pero muchos más huyen de los salarios
exterminados y de los suelos arrasados.
Los
náufragos de la globalización peregrinan inventando caminos, queriendo casa,
golpeando puertas: las puertas que se abren, mágicamente, al paso del dinero,
se cierran en sus narices. Algunos consiguen colarse. Otros son cadáveres que
la mar entrega a las orillas prohibidas, o cuerpos sin nombre que yacen bajo
tierra en el otro mundo adonde querían llegar.
Sebastião
Salgado los ha fotografiado, en cuarenta países, durante varios años. De su
largo trabajo, quedan trescientas imágenes. Y las trescientas imágenes de esta
inmensa desventura humana caben, todas, en un segundo. Suma solamente un
segundo toda la luz que ha entrado en la cámara, a lo largo de tantas
fotografías: apenas una guiñada en los ojos del sol, no más que un instantito
en la memoria del tiempo.
La
trama del tiempo
Tenía
cinco años cuando se fue.
Creció
en otro país, habló otra lengua.
Cuando
regresó, ya había vivido mucha vida.
Felisa
Ortega llegó a la ciudad de Bilbao, subió a lo alto del monte Artxanda y anduvo
el camino, que no había olvidado, hacia la casa que había sido su casa.
Todo
le parecía pequeño, encogido por los años; y le daba vergüenza que los vecinos
escucharan los golpes de tambor que le sacudían el pecho.
No
encontró su triciclo, ni los sillones de mimbre de colores, ni la mesa de la
cocina donde su madre, que le leía cuentos, había cortado de un tijeretazo al
lobo que la hacía llorar. Tampoco encontró el balcón, desde donde había visto
los aviones alemanes que iban a bombardear Guernica.
Al
rato, los vecinos se animaron a decírselo: no, esta casa no era su casa. Su
casa había sido aniquilada. Ésta que ella estaba viendo se había construido
sobre las ruinas.
Entonces,
alguien apareció, desde el fondo del tiempo. Alguien que dijo:
-Soy
Elena.
Se
gastaron abrazándose.
Mucho
habían corrido, juntas, en aquellas arboledas de la infancia.
Y
dijo Elena:
-Tengo
algo para ti.
Y
le trajo una fuente de porcelana blanca, con dibujos azules.
Felisa
la reconoció. Su madre ofrecía, en esa fuente, las galletitas de avellanas que
hacía para todos.
Elena
la había encontrado, intacta, entre los escombros, y se la había guardado
durante cincuenta y ocho años.
La
ruta de los salmones
A
poco de nacer, los salmones abandonan sus ríos y se marchan a la mar.
En
aguas lejanas pasan la vida, hasta que emprenden el largo viaje de regreso.
Desde
la mar, remontan los ríos. Guiados por alguna brújula secreta, nadan a
contracorriente, sin detenerse nunca, saltando a través de las cascadas y de
los pedregales. Al cabo de muchas leguas, llegan al lugar donde nacieron.
Vuelven
para parir y morir.
En
las aguas saladas, han crecido mucho y han cambiado de color. Llegan
convertidos en peces enormes, que del rosa pálido han pasado al naranja rojizo,
o al azul de plata, o al verdinegro.
El
tiempo ha transcurrido, y los salmones ya no son los que eran. Tampoco su lugar
es el que era. Las aguas transparentes de su reino de origen y destino están
cada vez menos transparentes, y cada vez se ve menos el fondo de grava y rocas.
Los salmones han cambiado y su lugar también ha cambiado. Pero ellos llevan
millones de años creyendo que el regreso existe, y que no mienten los pasajes
de ida y vuelta.
El
paso del tiempo
Seis siglos después de su fundación, Roma decidió que el año empezaría el primer día de enero.
Hasta
entonces, cada año nacía el 15 de marzo.
No
hubo más remedio que cambiar la fecha, por razón de guerra.
España
ardía. La rebelión, que desafiaba el poderío imperial y devoraba miles y más
miles de legionarios, obligó a Roma a cambiar la cuenta de sus días y los
ciclos de sus asuntos de Estado.
Largos
años duró el alzamiento, hasta que por fin la ciudad de Numancia, la capital de
los rebeldes hispanos, fue sitiada, incendiada y arrasada.
En
una colina rodeada de campos de trigo, a orillas del río Duero, yacen sus
restos. Casi nada ha quedado de esta ciudad que cambió, para siempre, el
calendario universal.
Pero
a la medianoche de cada 31 de diciembre, cuando alzamos las copas, brindamos
por ella, aunque no lo sepamos, para que sigan naciendo los libres y los años.
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