El
siguiente es un artículo publicado en el diario El País de España, y nos
interpela respecto de la mediocridad que impera en las sociedades actuales, Alain
Deneault es filósofo y escritor, profesor de Sociología en la Universidad de
Québec y autor de Paraísos fiscales. Una estafa legalizada (2017). Este texto
es un extracto de su libro Mediocracia. Cuando los mediocres toman el poder,
que por estos días se publicará en España.
Leemos
en el artículo
Cuando
los mediocres toman el poder
La
división y la industrialización del trabajo manual e intelectual han
contribuido al advenimiento de una 'mediocracia', sostiene el filósofo Alain
Deneault en su último libro
Deje
a un lado esos complicados volúmenes: le serán más útiles los manuales de
contabilidad. No esté orgulloso, no sea ingenioso ni dé muestras de soltura:
puede parecer arrogante. No se apasione tanto: a la gente le da miedo. Y, lo
más importante, evite las “buenas ideas”: muchas de ellas acaban en la
trituradora. Esa mirada penetrante suya da miedo: abra más los ojos y relaje
los labios. Sus reflexiones no solo han de ser endebles, además deben
parecerlo. Cuando hable de sí mismo, asegúrese de que entendamos que no es
usted gran cosa. Eso nos facilitará meterlo en el cajón apropiado. Los tiempos
han cambiado. Nadie ha tomado la Bastilla, ni ha prendido fuego al Reichstag,
el Aurora no ha disparado una sola descarga. Y, sin embargo, se ha lanzado el
ataque y ha tenido éxito: los mediocres han tomado el poder.
¿Qué
es lo que mejor se le da a una persona mediocre? Reconocer a otra persona
mediocre. Juntas se organizarán para rascarse la espalda, se asegurarán de
devolverse los favores e irán cimentando el poder de un clan que seguirá
creciendo, ya que enseguida darán con la manera de atraer a sus semejantes. Lo
que de verdad importa no es evitar la estupidez, sino adornarla con la
apariencia del poder. “Si la estupidez […] no se asemejase perfectamente al progreso,
el ingenio, la esperanza y la mejoría, nadie querría ser estúpido”, señaló
Robert Musil.
Siéntase
cómodo al ocultar sus defectos tras una actitud de normalidad; afirme siempre
ser pragmático y esté siempre dispuesto a mejorar, pues la mediocridad no acusa
ni la incapacidad ni la incompetencia. Deberá usted saber cómo utilizar los
programas, cómo rellenar el formulario sin protestar, cómo proferir
espontáneamente y como un loro expresiones del tipo “altos estándares de
gobernanza corporativa y valores de excelencia” y cómo saludar a quien sea
necesario en el momento oportuno. Sin embargo –y esto es lo fundamental–, no
debe ir más allá.
El
término mediocridad designa lo que está en la media, igual que superioridad e
inferioridad designan lo que está por encima y por debajo. No existe la
medidad. Pero la mediocridad no hace referencia a la media como abstracción,
sino que es el estado medio real, y la mediocracia, por lo tanto, es el estado
medio cuando se ha garantizado la autoridad. La mediocracia establece un orden
en el que la media deja de ser una síntesis abstracta que nos permite entender
el estado de las cosas y pasa a ser el estándar impuesto que estamos obligados
a acatar. Y si reivindicamos nuestra libertad no servirá más que para demostrar
lo eficiente que es el sistema.
La
división y la industrialización del trabajo –tanto manual como intelectual– han
contribuido en gran medida al advenimiento del poder mediocre. El
perfeccionamiento de cada tarea para que resulte útil a un conjunto inasible ha
convertido en “expertos” a charlatanes que enuncian frases oportunas con
mínimas porciones de verdad, mientras que a los trabajadores se les rebaja al
nivel de herramientas para quienes “la actividad vital […] no es sino un medio
de asegurar su propia existencia”.
[…]
Laurence J. Peter y Raymond Hull fueron de los primeros en atestiguar la
proliferación de la mediocridad a lo largo y ancho de todo un sistema. Su
tesis, El principio de Peter, que desarrollaron en los años posteriores a la
Segunda Guerra Mundial, resulta implacable en su claridad: los procesos
sistémicos favorecen que aquellos con niveles medios de competencia asciendan a
posiciones de poder, apartando en su camino tanto a los supercompetentes como a
los totalmente incompetentes. Se dan ejemplos impresionantes de este fenómeno
en los colegios, donde se despedirá a un profesor que no sea capaz de seguir un
horario ni sepa nada sobre su asignatura, pero también se rechazará a un
rebelde que aplique cambios importantes a los protocolos de enseñanza para
lograr que una clase de alumnos con dificultades obtenga mejores calificaciones
–tanto en comprensión lectora como en aritmética– que los alumnos de las clases
normales. Asimismo, se desharán de un profesor poco convencional cuyos alumnos
completen el trabajo de dos o tres años en solamente uno. Según los autores de
El principio de Peter, en este último caso al profesor se le castigó por haber
alterado el sistema oficial de calificaciones, pero sobre todo por haber
causado “un estado de ansiedad extrema al profesor que habría de encargarse al
año siguiente del grupo que ya había realizado todo ese trabajo”. Así es el
proceso que va dando lugar a los “analfabetos secundarios”, por emplear la
expresión acuñada por Hans Magnus Enzensberger. Este nuevo sujeto, producido en
masa por instituciones educativas y centros de investigación, se precia de
poseer todo un acervo de conocimiento útil que, sin embargo, no lo lleva a
cuestionarse sus fundamentos intelectuales […]
La
norma de la mediocridad lleva a desarrollar una imitación del trabajo que
propicia la simulación de un resultado. El hecho de fingir se convierte en un
valor en sí mismo. La mediocracia lleva a todo el mundo a subordinar cualquier
tipo de deliberación a modelos arbitrarios promovidos por instancias de
autoridad. Hoy figuran entre sus ejemplos el político que explica a los
votantes que se tienen que someter a los designios de los accionistas de Wall
Street; o el profesor universitario que considera que el trabajo de un alumno
es “demasiado teórico y demasiado científico” cuando sobrepasa las premisas que
se habían expuesto previamente en un PowerPoint; o el productor cinematográfico
que insiste en adjudicarle a un famoso un papel protagonista en un documental
sobre un tema con el que este no tiene ninguna relación; o el experto que
demuestra su “racionalidad” argumentando largamente a favor de un crecimiento
económico (irracional). Zinoviev ya era consciente de las posibilidades del
trabajo simulado como fuerza psicológica para alterar las mentes:
"La
imitación del trabajo al parecer solo precisa de un resultado, o más bien de la
mera posibilidad de justificar el tiempo que se ha invertido: la comprobación y
la evaluación de los resultados las llevan a cabo personas que han participado
de la simulación, que guardan relación con ella y tienen interés en
perpetuarla".
Cabría
pensar que un rasgo común entre quienes comparten este poder sería el de una
sonrisa cómplice. Al creerse más listos que todos los demás, se complacen con
frases cargadas de sabiduría tales como: “Hay que seguir el juego”. El juego
–una expresión cuya absoluta vaguedad encaja perfectamente con el pensamiento
del mediocre– requiere que, según el momento, uno acate obsequiosamente las
reglas establecidas con el solo propósito de ocupar una posición relevante en
el tablero social, o bien que eluda con ufanía tales reglas –sin dejar nunca de
guardar las apariencias–, gracias a múltiples actos de colusión que pervierten
la integridad del proceso.
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