Ante
la pregunta, ¿Qué pasó en la Vuelta de Obligado? ¿Por qué es considerado el día
de la Soberanía Nacional?, recurrimos a una publicación del historiador Felipe
Pigna, de su sitio El Historiador para respondernos esas preguntas.
Leemos
en artículo:
La Vuelta de Obligado
El
20 de noviembre de 1845, siendo el general Juan Manuel de Rosas responsable de
las Relaciones Exteriores de la Confederación Argentina, tuvo lugar el
enfrentamiento con fuerzas anglofrancesas conocido como la Vuelta de Obligado,
cerca de San Pedro. La escuadra agresora intentaba obtener la libre navegación
del río Paraná para auxiliar a Corrientes, provincia opositora al gobierno de
Rosas. Esto permitiría que la sitiada Montevideo pudiera comerciar tanto con
Paraguay como con las provincias del litoral. El encargado de la defensa del
territorio nacional fue el general Lucio N. Mansilla, quien tendió de costa a
costa barcos “acorderados” sujetos por cadenas. La escuadra invasora contaba
con fuerzas muy superiores a las locales. A pesar de la heroica resistencia de
Mansilla y sus hombres, la flota extranjera rompió las cadenas y se adentró en
el Río Paraná.
Fuente:
Extracto para El Historiador del libro Los mitos de la historia argentina 2, de
Felipe Pigna, Buenos Aires, Planeta. 2004.
Quizás
uno de los aspectos más notables e indiscutidamente positivos del régimen de
Rosas haya sido el de la defensa de la integridad territorial de lo que hoy es
nuestro país. Debió enfrentar conflictos armados con Uruguay, Bolivia, Brasil,
Francia e Inglaterra. De todos ellos salió airoso en la convicción –que
compartía con su clase social- de que el Estado era su patrimonio y no podía
entregarse a ninguna potencia extranjera. No había tanto una actitud
nacionalista fanática que se transformaría en xenofobia ni mucho menos, sino
una política pragmática que entendía como deseable que los ingleses manejasen
nuestro comercio exterior, pero que no admitía que se apropiaran de un solo
palmo de territorio nacional que les diera ulteriores derechos a copar el
Estado, fuente de todos los negocios y privilegios de nuestra burguesía
terrateniente.
En
el Parlamento británico se debatía en estos términos el pedido brasileño y de
algunos comerciantes ingleses para intervenir militarmente en el Plata a fin de
proteger sus intereses: “El duque de Richmond presenta una petición de los
banqueros, mercaderes y tratantes de Liverpool, solicitando la adopción de
medidas para conseguir la libre navegación de el Río de la Plata. También
presenta una petición del mismo tenor de los banqueros, tenderos y tratantes de
Manchester. El conde de Aberdeen (jefe del gobierno) dijo que se sentiría muy feliz
contribuyendo por cualquier medio a su alcance a la libertad de la navegación
en el Río de la Plata, o de cualquier otro río del mundo, a fin de facilitar y
extender el comercio británico. Pero no era asunto tan fácil abrir lo que allí
habían cerrado las autoridades legales. Este país (la Argentina) se encuentra
en la actualidad preocupado en el esfuerzo de restaurar la paz en el Río de la
Plata, y abrigo la esperanza de que con este resultado se obtendrá un
mejoramiento del presente estado de cosas y una gran extensión de nuestro
comercio en esas regiones; pero perderíamos más de lo que posiblemente
podríamos ganar, si al tratar con este Estado, nos apartáramos de los
principios de la justicia. Pueden estar equivocados en su política comercial y
pueden obstinarse siguiendo un sistema que nosotros podríamos creer
impertinente e injurioso para sus intereses tanto como para los nuestros, pero
estamos obligados a respetar los derechos de las naciones independientes, sean
débiles, sean fuertes”.
El
canciller Arana decía ante la legislatura: “¿Con qué título la Inglaterra y la
Francia vienen a imponer restricciones al derecho eminente de la Confederación
Argentina de reglamentar la navegación de sus ríos interiores? ¿Y cuál es la
ley general de las naciones ante la cual deben callar los derechos del poder
soberano del Estado, cuyos territorios cruzan las aguas de estos ríos? ¿Y que
la opinión de los abogados de Inglaterra, aunque sean los de la Corona, se
sobrepondrá a la voluntad y las prerrogativas de una nación que ha jurado no
depender de ningún poder extraño? Pero los argentinos no han de pasar por estas
demasías; tienen la conciencia de sus derechos y no ceden a ninguna pretensión
indiscreta. El general Rosas les ha enseñado prácticamente que pueden desbaratar
las tramas de sus enemigos por más poderosos que sean. Nuestro Código
internacional es muy corto. Paz y amistad con los que nos respetan, y la guerra
a muerte a los que se atreven a insultarlo”.
Se
ve que Su Graciosa Majestad decía una cosa y hacía otra, porque en la mañana
del 20 de noviembre de 1845 pudieron divisarse claramente las siluetas de
cientos de barcos. El puerto de Buenos Aires fue bloqueado nuevamente, esta vez
por las dos flotas más poderosas del mundo, la francesa y la inglesa, históricas
enemigas que debutan como aliadas, como no podía ser de otra manera, en estas
tierras.
La
precaria defensa argentina estaba armada según el ingenio criollo. Tres enormes
cadenas atravesaban el imponente Paraná de costa a costa sostenidas en 24 barquitos,
diez de ellos cargados de explosivos. Detrás de todo el dispositivo, esperaba
heroicamente a la flota más poderosa del mundo una goleta nacional.
Aquella
mañana el general Lucio N. Mansilla, cuñado de Rosas y padre del genial
escritor Lucio Víctor, arengó a las tropas: “¡Vedlos, camaradas, allí los
tenéis! Considerad el tamaño del insulto que vienen haciendo a la soberanía de
nuestra Patria, al navegar las aguas de un río que corre por el territorio de
nuestra República, sin más título que la fuerza con que se creen poderosos.
¡Pero se engañan esos miserables, aquí no lo serán! Tremole el pabellón azul y
blanco y muramos todos antes que verlo bajar de donde flamea”.
Mientras
las fanfarrias todavía tocaban las estrofas del himno, desde las barrancas del
Paraná nuestras baterías abrieron fuego sobre el enemigo. La lucha, claramente
desigual, duró varias horas hasta que por la tarde la flota franco-inglesa
desembarcó y se apoderó de las baterías. La escuadra invasora pudo cortar las
cadenas y continuar su viaje hacia el norte. En la acción de la Vuelta de
Obligado murieron doscientos cincuenta argentinos y medio centenar de invasores
europeos.
Al
conocer los pormenores del combate, San Martín escribía desde su exilio
francés: “Bien sabida es la firmeza de carácter del jefe que preside a la
República Argentina; nadie ignora el ascendiente que posee en la vasta campaña
de Buenos Aires y el resto de las demás provincias, y aunque no dudo que en la
capital tenga un número de enemigos personales, estoy convencido, que bien sea
por orgullo nacional, temor, o bien por la prevención heredada de los españoles
contra el extranjero; ello es que la totalidad se le unirán (…). Por otra
parte, es menester conocer (como la experiencia lo tiene ya mostrado) que el
bloqueo que se ha declarado no tiene en las nuevas repúblicas de América la
misma influencia que lo sería en Europa; éste sólo afectará a un corto número
de propietarios, pero a la mesa del pueblo que no conoce las necesidades de
estos países le será bien diferente su continuación. Si las dos potencias en
cuestión quieren llevar más adelante sus hostilidades, es decir, declarar la
guerra, yo no dudo que con más o menos pérdidas de hombres y gastos se apoderen
de Buenos Aires (…) pero aun en ese caso estoy convencido, que no podrán
sostenerse por largo tiempo en la capital; el primer alimento o por mejor decir
el único del pueblo es la carne, y es sabido con qué facilidad pueden retirarse
todos los ganados en muy pocos días a muchas leguas de distancia, igualmente que
las caballadas y todo medio de transporte, en una palabra, formar un desierto
dilatado, imposible de ser atravesado por una fuerza europea; estoy persuadido
será muy corto el número de argentinos que quiera enrolarse con el extranjero,
en conclusión, con siete u ocho mil hombres de caballería del país y 25 o 30
piezas de artillería volante, fuerza que con una gran facilidad puede mantener
el general Rosas, son suficientes para tener un cerrado bloqueo terrestre a
Buenos Aires”.
Juan
Bautista Alberdi, claro enemigo del Restaurador, comentaba desde su exilio
chileno: “En el suelo extranjero en que resido, en el lindo país que me hospeda
sin hacer agravio a su bandera, beso con amor los colores argentinos y me
siento vano al verlos más ufanos y dignos que nunca. Guarden sus lágrimas los
generosos llorones de nuestras desgracias aunque opuesto a Rosas como hombre de
partido, he dicho que escribo con colores argentinos: Rosas no es un simple
tirano a mis ojos; si en su mano hay una vara sangrienta de hierro, también veo
en su cabeza la escarapela de Belgrano. No me ciega tanto el amor de partido
para no conocer lo que es Rosas bajo ciertos aspectos. Sé, por ejemplo, que
Simón Bolívar no ocupó tanto el mundo con su nombre como el actual gobernador
de Buenos Aires; sé que el nombre de Washington es adorado en el mundo pero no
más conocido que el de Rosas; sería necesario no ser argentino para desconocer
la verdad de estos hechos y no envanecerse de ellos”.
El
encargado de negocios norteamericano en Buenos Aires, William A. Harris, le
escribió a su gobierno: “Esta lucha entre el débil y el poderoso es ciertamente
un espectáculo interesante y sería divertido si no fuese porque (…) se
perjudican los negocios de todas las naciones”.
Dice
el historiador H. S. Ferns: “Los resultados políticos y económicos de esa
acción fueron, por desgracia, insignificantes. Desde el punto de vista
comercial la aventura fue un fiasco. Las ventas fueron pobres y algunos barcos
volvieron a sus puntos de partida tan cargado como habían salido, pues los
sobrecargos no pudieron colocar nada”.
Los
ingleses levantaron el bloqueo en 1847, mientras que los franceses lo hicieron
un año después. La firme actitud de Rosas durante estos episodios le valió la
felicitación del general San Martín y un apartado especial en su testamento:
“El sable que me ha acompañado en toda la guerra de la independencia de la
América del Sur le será entregado al general Juan Manuel de Rosas, como prueba
de la satisfacción que, como argentino, he tenido al ver la firmeza con que ha
sostenido el honor de la República contra las injustas pretensiones de los
extranjeros que trataban de humillarla”.
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