Horacio
Quiroga (Salto, 1878 - Buenos Aires, 1937) fue un narrador y poeta uruguayo
radicado en Argentina, considerado uno de los mayores cuentistas
latinoamericanos de todos los tiempos, de prosa vívida y naturalista, su obra
se sitúa entre la declinación del modernismo y la emergencia de las
vanguardias. Sus relatos a menudo retratan a la naturaleza bajo rasgos temibles
y horrorosos, como enemiga del ser humano. Fue comparado con el estadounidense
Edgar Allan Poe.
Las
tragedias marcaron la vida de Quiroga: su padre murió en un accidente de caza,
y su padrastro y posteriormente su primera esposa se suicidaron; además,
Quiroga mató accidentalmente de un disparo a su amigo Federico Ferrando. Aquejado
por un cáncer gástrico, internado en el Hospital de Clínicas de la Ciudad de
Buenos Aires, se suicida a los 58 años, ingiriendo una poción de cianuro.
Sus
principales relatos fueron publicados en distintos libros: Cuentos de amor, de
locura y de muerte, Cuentos de la selva y El salvaje, y la obra teatral Las
sacrificadas. Le siguieron nuevas recopilaciones de cuentos, como Anaconda, El
desierto, La gallina degollada y otros cuentos y el que es quizás su mejor
libro de relatos, Los desterrados, la novela Pasado amor, y en 1935 publicó su
último libro de cuentos, Más allá. Colaboró en diferentes periódicos y
revistas: Caras y Caretas, Fray Mocho, La Novela Semanal y La Nación, entre
otros.
A
la deriva
El
hombre pisó algo blanduzco, y en seguida sintió la mordedura en el pie. Saltó
adelante, y al volverse con un juramento vio una yararacusú que arrollada sobre
sí misma esperaba otro ataque.
El
hombre echó una veloz ojeada a su pie, donde dos gotitas de sangre engrosaban
dificultosamente, y sacó el machete de la cintura. La víbora vio la amenaza, y
hundió más la cabeza en el centro mismo de su espiral; pero el machete cayó de
lomo, dislocándole las vértebras.
El
hombre se bajó hasta la mordedura, quitó las gotitas de sangre, y durante un
instante contempló. Un dolor agudo nacía de los dos puntitos violetas, y
comenzaba a invadir todo el pie. Apresuradamente se ligó el tobillo con su
pañuelo y siguió por la picada hacia su rancho.
El
dolor en el pie aumentaba, con sensación de tirante abultamiento, y de pronto
el hombre sintió dos o tres fulgurantes puntadas que como relámpagos habían
irradiado desde la herida hasta la mitad de la pantorrilla. Movía la pierna con
dificultad; una metálica sequedad de garganta, seguida de sed quemante, le
arrancó un nuevo juramento.
Llegó
por fin al rancho, y se echó de brazos sobre la rueda de un trapiche. Los dos
puntitos violeta desaparecían ahora en la monstruosa hinchazón del pie entero.
La piel parecía adelgazada y a punto de ceder, de tensa. Quiso llamar a su
mujer, y la voz se quebró en un ronco arrastre de garganta reseca. La sed lo
devoraba.
—¡Dorotea!
-alcanzó a lanzar en un estertor-. ¡Dame caña!
Su
mujer corrió con un vaso lleno, que el hombre sorbió en tres tragos. Pero no
había sentido gusto alguno.
—¡Te
pedí caña, no agua! -rugió de nuevo. ¡Dame caña!
—¡Pero
es caña, Paulino! -protestó la mujer espantada.
—¡No,
me diste agua! ¡Quiero caña, te digo!
La
mujer corrió otra vez, volviendo con la damajuana. El hombre tragó uno tras
otro dos vasos, pero no sintió nada en la garganta.
—Bueno;
esto se pone feo -murmuró entonces, mirando su pie lívido y ya con lustre
gangrenoso. Sobre la honda ligadura del pañuelo, la carne desbordaba como una
monstruosa morcilla.
Los
dolores fulgurantes se sucedían en continuos relampagueos, y llegaban ahora a
la ingle. La atroz sequedad de garganta que el aliento parecía caldear más,
aumentaba a la par. Cuando pretendió incorporarse, un fulminante vómito lo
mantuvo medio minuto con la frente apoyada en la rueda de palo.
Pero
el hombre no quería morir, y descendiendo hasta la costa subió a su canoa.
Sentóse en la popa y comenzó a palear hasta el centro del Paraná. Allí la
corriente del río, que en las inmediaciones del Iguazú corre seis millas, lo
llevaría antes de cinco horas a Tacurú-Pucú. El hombre, con sombría energía,
pudo efectivamente llegar hasta el medio del río; pero allí sus manos dormidas
dejaron caer la pala en la canoa, y tras un nuevo vómito —de sangre esta vez—
dirigió una mirada al sol que ya trasponía el monte.
La
pierna entera, hasta medio muslo, era ya un bloque deforme y durísimo que
reventaba la ropa. El hombre cortó la ligadura y abrió el pantalón con su
cuchillo: el bajo vientre desbordó hinchado, con grandes manchas lívidas y
terriblemente doloroso. El hombre pensó que no podría jamás llegar él solo a
Tacurú-Pucú, y se decidió a pedir ayuda a su compadre Alves, aunque hacía mucho
tiempo que estaban disgustados.
La
corriente del río se precipitaba ahora hacia la costa brasileña, y el hombre
pudo fácilmente atracar. Se arrastró por la picada en cuesta arriba, pero a los
veinte metros, exhausto, quedó tendido de pecho.
—¡Alves!
-gritó con cuanta fuerza pudo; y prestó oído en vano.
—¡Compadre
Alves! ¡No me niegue este favor! -clamó de nuevo, alzando la cabeza del suelo.
En el silencio de la selva no se oyó un solo rumor. El hombre tuvo aún valor
para llegar hasta su canoa, y la corriente, cogiéndola de nuevo, la llevó
velozmente a la deriva.
El
Paraná corre allí en el fondo de una inmensa hoya, cuyas paredes, altas de cien
metros, encajonan fúnebremente el río. Desde las orillas bordeadas de negros
bloques de basalto, asciende el bosque, negro también. Adelante, a los
costados, detrás, la eterna muralla lúgubre, en cuyo fondo el río arremolinado
se precipita en incesantes borbollones de agua fangosa. El paisaje es agresivo,
y reina en él un silencio de muerte. Al atardecer, sin embargo, su belleza
sombría y calma cobra una majestad única.
El
sol había caído ya cuando el hombre, semitendido en el fondo de la canoa, tuvo
un violento escalofrío. Y de pronto, con asombro, enderezó pesadamente la
cabeza: se sentía mejor. La pierna le dolía apenas, la sed disminuía, y su
pecho, libre ya, se abría en lenta inspiración.
El
veneno comenzaba a irse, no había duda. Se hallaba casi bien, y aunque no tenía
fuerzas para mover la mano, contaba con la caída del rocío para reponerse del
todo. Calculó que antes de tres horas estaría en Tacurú-Pucú.
El
bienestar avanzaba, y con él una somnolencia llena de recuerdos. No sentía ya
nada ni en la pierna ni en el vientre. ¿Viviría aún su compadre Gaona en
Tacurú-Pucú? Acaso viera también a su ex patrón mister Dougald, y al recibidor
del obraje.
¿Llegaría
pronto? El cielo, al poniente, se abría ahora en pantalla de oro, y el río se
había coloreado también. Desde la costa paraguaya, ya entenebrecida, el monte
dejaba caer sobre el río su frescura crepuscular, en penetrantes efluvios de
azahar y miel silvestre. Una pareja de guacamayos cruzó muy alto y en silencio
hacia el Paraguay.
Allá
abajo, sobre el río de oro, la canoa derivaba velozmente, girando a ratos sobre
sí misma ante el borbollón de un remolino. El hombre que iba en ella se sentía
cada vez mejor, y pensaba entretanto en el tiempo justo que había pasado sin
ver a su ex patrón Dougald. ¿Tres años? Tal vez no, no tanto. ¿Dos años y nueve
meses? Acaso. ¿Ocho meses y medio? Eso sí, seguramente. De pronto sintió que
estaba helado hasta el pecho. ¿Qué sería? Y la respiración también...
Al
recibidor de maderas de mister Dougald, Lorenzo Cubilla, lo había conocido en
Puerto Esperanza un viernes santo... ¿Viernes? Sí, o jueves...
El
hombre estiró lentamente los dedos de la mano.
—Un
jueves...
Y
cesó de respirar.
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