Roberto
“el Negro” Fontanarrosa nació en Rosario un 26 de noviembre de 1944 y falleció un 19 de julio de 2007, fue excelente
humorista gráfico y escritor argentino. Su capacidad para retratar las
costumbres de los argentinos se ve en cada una de sus obras, elegí este cuento
para contrarrestar el sabor amargo por la imposibilidad de disfrutar un
partido de fútbol en armonía como nos merecemos, más allá de las simpatías
partidarias que podamos abrigar.
Viejo con árbol
A un
costado de la cancha había yuyales y, más allá, el terraplén del ferrocarril.
Al otro costado, descampado y un árbol bastante miserable. Después las otras
dos canchas, la chica y la principal. Y ahí, debajo de ese árbol, solía
ubicarse el viejo.
Había
aparecido unos cuantos partidos atrás, casi al comienzo del campeonato, con su
gorra, la campera gris algo raída, la camisa blanca cerrada hasta el cuello y
la radio portátil en la mano. Jubilado seguramente, no tendría nada que hacer
los sábados por la tarde y se acercaba al complejo para ver los partidos de la
Liga. Los muchachos primero pensaron que sería casualidad, pero al tercer
sábado en que lo vieron junto al lateral ya pasaron a considerarlo hinchada
propia. Porque el viejo bien podía ir a ver los otros dos partidos que se
jugaban a la misma hora en las canchas de al lado, pero se quedaba ahí, debajo
del árbol, siguiéndolos a ellos.
Era el
único hincha legítimo que tenían, al margen de algunos pibes chiquitos; el hijo
de Norberto, los dos de Gaona, el sobrino del Mosca, que desembarcaban en el
predio con las mayores y corrían a meterse entre los cañaverales apenas bajaban
de los autos.
—Ojo
con la vía -alertaba siempre Jorge mientras se cambiaban.
—No
pasan trenes, casi -tranquilizaba Norberto. Y era verdad, o pasaba uno cada
muerte de obispo, lentamente y metiendo ruido.
—¿No
vino la hinchada? -ya preguntaban todos al llegar nomás, buscando al viejo-.
¿No vino la barra brava?
Y se
reían. Pero el viejo no faltaba desde hacía varios sábados, firme debajo del
árbol, casi elegante, con un cierto refinamiento en su postura erguida, la mano
derecha en alto sosteniendo la radio minúscula, como quien sostiene un ramo de
flores. Nadie lo conocía, no era amigo de ninguno de los muchachos.
—La
vieja no lo debe soportar en la casa y lo manda para acá -bromeó alguno.
—Por
ahí es amigo del referí —dijo otro. Pero sabían que el viejo hinchaba para
ellos de alguna manera, moderadamente, porque lo habían visto aplaudir un par
de partidos atrás, cuando le ganaron a Olimpia Seniors.
Y ahí,
debajo del árbol, fue a tirarse el Soda cuando decidió dejarle su lugar a
Eduardo, que estaba de suplente, al sentir que no daba más por el calor. Era
verano y ese horario para jugar era una locura. Casi las tres de la tarde y el
viejo ahí, fiel, a unos metros, mirando el partido. Cuando Eduardo entró a la
cancha —casi a desgano, aprovechando para desperezarse— cuando levantó el brazo
pidiéndole permiso al referí, el Soda se derrumbó a la sombra del arbolito y
quedó bastante cerca, como nunca lo había estado: el viejo no había cruzado
jamás una palabra con nadie del equipo.
El Soda
pudo apreciar entonces que tendría unos setenta años, era flaquito, bastante
alto, pulcro y con sombra de barba. Escuchaba la radio con un auricular y en la
otra mano sostenía un cigarrillo con plácida distinción.
—¿Está
escuchando a Central Córdoba, maestro? —medio le gritó el Soda cuando recuperó
el aliento, pero siempre recostado en el piso. El viejo giró para mirarlo. Negó
con la cabeza y se quitó el auricular de la oreja.
—No
-sonrió. Y pareció que la cosa quedaba ahí. El viejo volvió a mirar el partido,
que estaba áspero y empatado-. Música -dijo después, mirándolo de nuevo.
-¿Algún
tanguito? —probó el Soda.
—Un
concierto. Hay un buen programa de música clásica a esta hora.
El Soda
frunció el entrecejo. Ya tenía una buena anécdota para contarles a los
muchachos y la cosa venía lo suficientemente interesante como para continuarla.
Se levantó resoplando, se bajó las medias y caminó despacio hasta pararse al
lado del viejo.
—Pero
le gusta el fútbol —le dijo—. Por lo que veo.
El
viejo aprobó enérgicamente con la cabeza, sin dejar de mirar el curso de la
pelota, que iba y venía por el aire, rabiosa.
—Lo he
jugado. Y, además, está muy emparentado con el arte —dictaminó después—. Muy
emparentado.
El Soda
lo miró, curioso. Sabía que seguiría hablando, y esperó.
—Mire
usted nuestro arquero —efectivamente el viejo señaló a De León, que estudiaba
el partido desde su arco, las manos en la cintura, todo un costado de la
camiseta cubierto de tierra—. La continuidad de la nariz con la frente. La
expansión pectoral. La curvatura de los muslos. La tensión en los dorsales —se
quedó un momento en silencio, como para que el Soda apreciara aquello que él le
mostraba—. Bueno… Eso, eso es la escultura…
El Soda
adelantó la mandíbula y osciló levemente la cabeza, aprobando dubitativo.
—Vea
usted —el viejo señaló ahora hacia el arco contrario, al que estaba por llegar
un córner— el relumbrón intenso de las camisetas nuestras, amarillo cadmio y
una veladura naranja por el sudor. El contraste con el azul de Prusia de las
camisetas rivales, el casi violeta cardenalicio que asume también ese azul por
la transpiración, los vivos blancos como trazos alocados. Las manchas ágiles
ocres, pardas y sepias y Siena de los mulos, vivaces, dignas de un Bacon.
Entrecierre los ojos y aprécielo así… Bueno… Eso, eso es la pintura.
Aún
estaba el Soda con los ojos entrecerrados cuando al viejo arreció.
—Observe,
observe usted esa carrera intensa entre el delantero de ellos y el cuatro
nuestro. El salto al unísono, el giro en el aire, la voltereta elástica, el
braceo amplio en busca del equilibrio… Bueno… Eso, eso es la danza…
El Soda
procuraba estimular sus sentidos, pero sólo veía que los rivales se venían con
todo, porfiados, y que la pelota no se alejaba del área defendida por De León.
—Y
escuche usted, escuche usted… —lo acicateó el viejo, curvando con una mano el
pabellón de la misma oreja donde había tenido el auricular de la radio y
entusiasmado tal vez al encontrar, por fin, un interlocutor válido—… la
percusión grave de la pelota cuando bota contra el piso, el chasquido de la
suela de los botines sobre el césped, el fuelle quedo de la respiración
agitada, el coro desparejo de los gritos, las órdenes, los alertas, los
insultos de los muchachos y el pitazo agudo del referí… Bueno… Eso, eso es la
música…
El Soda
aprobó con la cabeza. Los muchachos no iban a creerle cuando él les contara
aquella charla insólita con el viejo, luego del partido, si es que les quedaba
algo de ánimo, porque la derrota se cernía sobre ellos como un ave oscura e
implacable.
—Y vea
usted a ese delantero… —señaló ahora el viejo, casi metiéndose en la cancha,
algo más alterado—… ese delantero de ellos que se revuelca por el suelo como si
lo hubiese picado una tarántula, mesándose exageradamente los cabellos,
distorsionando el rostro, bramando falsamente de dolor, reclamando
histriónicamente justicia… Bueno… Eso, eso es el teatro.
El Soda
se tomó la cabeza.
—¿Qué
cobró? —balbuceó indignado.
—¿Cobró
penal? —abrió los ojos el viejo, incrédulo. Dio un paso al frente, metiéndose
apenas en la cancha—. ¿Qué cobrás? —gritó después, desaforado—. ¿Qué cobrás,
referí y la reputísima madre que te parió?
El Soda
lo miró atónito. Ante el grito del viejo parecía haberse olvidado
repentinamente del penal injusto, de la derrota inminente y del mismo calor. El
viejo estaba lívido mirando al área, pero enseguida se volvió hacia el Soda
tratando de recomponerse, algo confuso, incómodo.
—…¿Y
eso? —se atrevió a preguntarle el Soda, señalándolo.
—Y eso…
—vaciló el viejo, tocándose levemente la gorra—… Eso es el fútbol.
Este es la adaptación que se hizo de este video para la televisión
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