El
presente es un artículo de Carles Ramió publicado en El Blog del esPúblico
El
directivo público como gestor del conflicto organizativo.
Una
organización pública posee elementos “líquidos” que son fundamentales de cara
el buen rendimiento de sus resultados. Uno de estos ingredientes líquidos es el
del poder. La dimensión de poder y conflicto atiende a la circunstancia que
todas las organizaciones públicas son complejas y que todos los empleados
públicos (de forma grupal o individual) poseen capacidad de influencia o de
poder para intervenir de forma directa o indirecta en los procesos de toma de
decisiones. Se está aquí haciendo referencia al poder informal, a personas y
grupos que no aparecen en los organigramas y que no poseen un poder formal pero
que, en cambio, tienen capacidad de influencia tácita directa o indirecta en la
toma de decisiones. Un líder formal, político o profesional, tiene que conocer
y entender las redes de poder informales ya que representan el poder real de la
organización. Un directivo público no se puede limitar a dirigir y controlar
solo a los responsables formales, sino que tiene que dirigir a la organización
real. El enfoque de poder y conflicto tiene como mensaje principal que el poder
en una organización pública está distribuido de forma muy plural y que, por
ello, posee fuertes tendencias centrífugas que dificultan el buen gobierno de
la organización. Lamentablemente esto es así y hay que reconocer que es difícil
gobernar las redes informales que persiguen, en muchas ocasiones, objetivos
distintos a los institucionales. Pero estas tendencias centrífugas se pueden
contrarrestar con fuerzas centrípetas de la mano de una sólida, coherente,
integrada y positiva cultura administrativa. La cultura administrativa, si
existe, aporta un sentido colectivo de la identidad que implica que todos los
empleados se sienten miembros de un colectivo profesional, que forman parte de la
institución pública en global. Esta identidad colectiva facilita que, en muchas
ocasiones, los actores informales renuncien a sus propios intereses egoístas a
favor de los intereses y objetivos globales de la institución. Por este motivo
es tan importante que exista una potente cultura administrativa.
La
imagen de la organización como un sistema político parte de la diversidad de
actores organizativos, así como de la pluralidad de intereses y objetivos y de
la distribución del poder entre las distintas unidades e individuos de la
organización. Las organizaciones son realidades plurales, son agregados de
personas, concepciones, intereses y objetivos. Una organización abarca muchas
racionalidades, y la racionalidad está siempre basada en un interés y cambia de
acuerdo con la perspectiva desde la que se mira. Podemos afirmar que desde esta
perspectiva la racionalidad es siempre política. De esta manera se abandona la
idea de la organización unitaria que tenía un solo objetivo o una pluralidad de
objetivos compatibles entre sí, en la que sólo una instancia (la directiva)
poseía el poder y en la que todos los actores invertían sus energías en la
consecución de unos objetivos claros y definidos. El poder es el concepto
básico de esta perspectiva de análisis organizativo.
Una de
las conclusiones más claras que se deriva de la aplicación del enfoque político
de la Teoría de la Organización es la coexistencia de una dualidad
organizativa: la configurada por la diferenciación entre la organización
formal, definida y sustentada por un diseño organizativo y por las normas, y la
organización informal, como resultado de la interacción entre los distintos
actores organizativos investidos de algún grado de poder. La organización
informal, por su parte, hace referencia a aquellos usos, costumbres y
tradiciones que emanan directamente de los grupos sociales. De la interacción
cotidiana entre las personas de un mismo complejo administrativo se originan
unas esperanzas, aspiraciones e intereses más o menos comunes que desprenden un
efecto aglutinante. La interacción intergrupal genera relaciones, posiciones,
cohesiones, antagonismos, estatus y mecanismos de comportamiento propios y
originales del grupo social analizado. Desde otra perspectiva, se puede definir
a la organización informal como el conjunto de manifestaciones sociales no
previstas por la organización formal, de tal modo que la organización real
sería el resultado de la interacción entre los niveles organizativos formal e
informal. Del mismo modo, lo que se conoce como cultura organizativa es el
resultado de la combinación de las pautas formales e informales de la
organización. La organización informal tiene sus orígenes en la psicología de
los individuos y la naturaleza social de los grupos:
– El
trabajo en una organización requiere la interacción entre las personas; además,
el hombre necesita un mínimo de interacción con otros individuos dentro de un
sistema informal de relaciones.
– Las
personas tienen unos intereses y unos objetivos propios que puestos en relación
con los de otras personas generan esperanzas, aspiraciones e intereses más o
menos comunes que configuran grupos más o menos cohesionados.
– La
irreductible tendencia de personas a salvaguardar espacios que, siendo mínimos,
proporcionan una autonomía individual.
– La
personalidad y la preparación de las personas pueden franquear las barreras de
la rígida asignación de tareas.
–
Generación de vínculos personales entre los individuos derivados de la
interacción en la realización del trabajo. Los grupos informales se van
originando naturalmente por medio de adhesiones espontáneas entre los
individuos. Esta adhesión no sólo se produce por la convergencia de intereses y
objetivos técnicos y profesionales sino también por afinidades personales.
Las
distintas relaciones de poder, derivadas de los distintos intereses, generan
conflicto organizativo. El directivo público debe asumir el rol de gestor del
conflicto y debe desplegar unas competencias políticas que son fundamentales de
cara al buen desempeño de la organización. Pero hay que destacar en este punto
que no solo la organización informal genera lógicas de conflicto sino también
la propia dimensión formal. El conflicto es un elemento natural de todas las
organizaciones y no hay que tener el convencimiento superficial que el
conflicto es negativo. Más bien al contrario, el conflicto es la esencia de la
gestión pública y, más en concreto, de la buena gestión. Los distintos actores
formales (y también informales) generan tendencias naturales que generan conflicto.
Por ejemplo: ¿cómo es posible que no exista conflicto entre un responsable de
un servicio público directo con el interventor (controlador)? Si ambos
persiguen con solvencia y con profesionalidad sus propios objetivos el
conflicto es inevitable. Si no hay conflicto significa que los dos o uno de los
dos no asumen su rol profesional. La ausencia de conflicto indica, en la
mayoría de las ocasiones, una gestión profesional deficiente. El primero
persigue la máxima flexibilidad para lograr servicios públicos innovadores,
eficaces y eficientes. El segundo busca la homogeneización de los procesos para
respetar plenamente la legalidad económica formal. Y entre ambos se produce un
juego de confrontación, de conflicto que puede dar lugar a un buen rendimiento
institucional por partida doble: por una parte alcanzar unos servicios públicos
innovadores, eficaces y eficientes y, por otra parte, que este modo de gestión
respete plenamente la legalidad aprovechando con sensatez el coeficiente de
elasticidad que siempre permite la normativa. Resulta que con el conflicto se
logran y se hacen compatibles dos objetivos que, al principio, parecían
contradictorios. Pero en este escenario es crucial el papel que juega el
superior jerárquico de los dos protagonistas del conflicto. La función de este
superior, de este directivo, consiste precisamente en gestionar este conflicto
atendiendo a dos objetivos: a) que el conflicto no se transforme en patológico
y estructural; b) evitar que el poder se desequilibre de forma clara y constante
en uno de los dos actores. Por una parte, hay que evitar que el conflicto
degenere en una tensión de carácter personal prolongada. Cuando la tensión
entre dos o más actores llega a su clímax puede cristalizarse a nivel personal
de una forma enfermiza: el gran objetivo del responsable del servicio directo
es boicotear y hacer la vida imposible al interventor o viceversa. Entonces es
cuando el conflicto es claramente negativo y ello se debe a que el directivo
superior no ha estado atento a esta degeneración y/o no ha realizado ninguna
acción para evitarlo. Forma parte de la rutina de un directivo el estar atento
a este tipo de conflictos y forma parte de las competencias atemperar los
ánimos, calmar los excesos y explicar que estas tensiones son inevitables e
incluso buscadas por la institución y que sus sinergias son positivas. Solo
despersonalizando las tensiones y objetivando los logros de estos conflictos se
adormecen las pasiones y se canaliza el conflicto de forma positiva. Por otra
parte, hay que tener en cuenta que el poder tiende a desequilibrarse y la otra
función del líder es ir equilibrando de forma constante las distintas fuerzas:
si en la lucha siempre gana el interventor vamos a recibir la felicitación de
los auditores externos y del tribunal de cuentas, pero las políticas y
servicios públicos va a tener gusto a pescado hervido. Si en la lucha siempre
gana el responsable de un servicio directo podemos ganar el premio de
innovación en gestión pública pero cuando vengan los auditores o el tribunal de
cuentas vamos a temblar para que no nos denuncien a la fiscalía. El conflicto
solo es útil y genera sinergias positivas a nivel institucional si está
equilibrado en términos de poder, y esta es la segunda función del líder. Esta
función directiva es, a mi entender crucial de cara a la buena gestión y a la
innovación.
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