Haruki Murakami (Kioto, 1949) es uno de los pocos autores japoneses que
han dado el salto de escritor de prestigio a autor con grandes ventas en
todo el mundo. Ha recibido numerosos premios, entre ellos el Noma, el
Tanizaki, el Yomiuri, el Franz Kafka, el Jerusalem Prize o el Hans
Christian Andersen, y su nombre suena reiteradamente como candidato al
Nobel de Literatura. En España, ha merecido el Premio Arcebispo Juan de
San Clemente, la Orden de las Artes y las Letras, concedida por el
Gobierno español, y el Premi Internacional Catalunya 2011.
Sobre encontrarse a la chica 100% perfecta una bella mañana
de abril
Una
bella mañana de abril, en una callecita lateral del elegante barrio de Harajuku
en Tokio, me crucé con la chica 100% perfecta.
A
decir verdad, no era tan guapa. No sobresalía de ninguna manera. Su ropa no era
nada especial. En la nuca su cabello tenía las marcas de recién haber
despertado. Tampoco era joven –debía andar alrededor de los treinta, ni si
quiera cerca de lo que comúnmente se considera una “chica”. Aún así, a quince
metros sé que ella es la chica 100% perfecta para mí. Desde el momento que la
vi algo retumbó en mi pecho y mi boca quedó seca como un desierto. Quizá tú
tienes tu propio tipo de chica favorita: digamos, las de tobillos delgados, o
grandes ojos, o delicados dedos, o sin tener una buena razón te enloquecen las
chicas que se toman su tiempo en terminar su merienda. Yo tengo mis propias
preferencias, por supuesto. A veces en un restaurante me descubro mirando a la
chica de la mesa de al lado porque me gusta la forma de su nariz.
Pero
nadie puede asegurar que su chica 100% perfecta corresponde a un tipo
preconcebido. Por mucho que me gusten las narices, no puedo recordar la forma
de la de ella –ni siquiera si tenía una. Todo lo que puedo recordar de forma
segura es que no era una gran belleza. Extraño.
–Ayer
me crucé en la calle con la chica 100% perfecta –le digo a alguien.
–¿Sí?
–dice él– ¿Estaba guapa?
–No
realmente.
–De
tu tipo entonces.
–No
lo sé. Me parece que no puedo recordar nada de ella, la forma de sus ojos o el
tamaño de su pecho.
–Raro.
–Sí.
Raro.
–Bueno,
como sea –me dice ya aburrido–, ¿qué hiciste? ¿Le hablaste? ¿La seguiste?
–Nah,
sólo me crucé con ella en la calle.
Ella
caminaba de este a oeste y yo de oeste a este. Era una bella mañana de abril.
Ojalá
hubiera hablado con ella. Media hora sería suficiente: sólo para preguntarle
acerca de ella misma, contarle algo acerca de mí, y –lo que realmente me
gustaría hacer– explicarle las complejidades del destino que nos llevaron a
cruzarnos uno con el otro en esa calle en Harajuku en una bella mañana de abril
de 1981. Algo que seguro nos llenaría de tibios secretos, como un antiguo reloj
construido cuando la paz reinaba en el mundo.
Después
de hablar, almorzaríamos en algún lugar, quizá veríamos una película de Woody
Allen, entrar en el bar de un hotel para tomar unos cócteles. Con un poco de
suerte, terminaríamos en la cama.
La
posibilidad toca en la puerta de mi corazón.
Ahora
la distancia entre nosotros es de apenas 15 metros.
¿Cómo
acercarme? ¿Qué debería decirle?
–Buenos
días, señorita, ¿podría compartir conmigo media hora para conversar?
Ridículo.
Sonaría como un vendedor de seguros.
–Discúlpeme,
¿sabría usted si hay en el barrio alguna lavandería 24 horas?
No,
simplemente ridículo. No cargo nada que lavar, ¿quién me creería en una línea
como esa?
Quizá
simplemente sirva la verdad: Buenos días, tú eres la chica 100% perfecta para
mí.
No,
no se lo creería. Aunque lo dijera es posible que no quisiera hablar conmigo.
Perdóname, podría decir, es posible que yo sea la chica 100% perfecta para ti,
pero tú no eres el chico 100% perfecto para mí. Podría suceder, y de
encontrarme en esa situación me rompería en mil pedazos, jamás me recuperaría
del golpe, tengo treinta y dos años, y de eso se trata madurar.
Pasamos
frente a una florería. Un tibio airecito toca mi piel. La acera está húmeda y
percibo el olor de las rosas. No puedo hablar con ella. Ella trae un suéter
blanco y en su mano derecha estruja un sobre blanco con una sola estampilla.
Así que ella le ha escrito una carta a alguien, a juzgar por su mirada
adormecida quizá pasó toda la noche escribiendo. El sobre puede guardar todos
sus secretos.
Doy
algunas zancadas y giro: ella se pierde en la multitud.
Ahora,
por supuesto, sé exactamente qué tendría que haberle dicho. Tendría que haber
sido un largo discurso, pienso, demasiado tarde como para decirlo ahora. Se me
ocurren las ideas cuando ya no son prácticas.
Bueno,
no importa, hubiera empezado “Érase una vez” y terminado con “Una historia
triste, ¿no crees?”
Érase
una vez un muchacho y una muchacha. El muchacho tenía dieciocho y la muchacha
dieciséis. Él no era notablemente apuesto y ella no era especialmente bella.
Eran solamente un ordinario muchacho solitario y una ordinaria muchacha
solitaria, como todos los demás. Pero ellos creían con todo su corazón que en
algún lugar del mundo vivía el muchacho 100% perfecto y la muchacha 100%
perfecta para ellos. Sí, creían en el milagro. Y ese milagro sucedió.
Un
día se encontraron en una esquina de la calle.
–Esto
es maravilloso –dijo él–. Te he estado buscando toda mi vida. Puede que no
creas esto, pero eres la chica 100% perfecta para mí.
–Y
tú –ella le respondió– eres el chico 100% perfecto para mí, exactamente como te
he imaginado en cada detalle. Es como un sueño.
Se
sentaron en la banca de un parque, se tomaron de las manos y contaron sus
historias hora tras hora. Ya no estaban solos. Qué cosa maravillosa encontrar y
ser encontrado por tu otro 100% perfecto. Un milagro, un milagro cósmico.
Sin
embargo, mientras se sentaron y hablaron una pequeña, pequeñísima astilla de
duda echó raíces en sus corazones: ¿estaba bien si los sueños de uno se cumplen
tan fácilmente?
Y
así, tras una pausa en su conversación, el chico le dijo a la chica: Vamos a
probarnos, sólo una vez. Si realmente somos los amantes 100% perfectos,
entonces alguna vez en algún lugar, nos volveremos a encontrar sin duda alguna
y cuando eso suceda y sepamos que somos los 100% perfectos, nos casaremos ahí y
entonces, ¿cómo ves?
–Sí
–ella dijo– eso es exactamente lo que debemos hacer.
Y
así partieron, ella al este y él hacia el oeste.
Sin
embargo, la prueba en que estuvieron de acuerdo era absolutamente innecesaria,
nunca debieron someterse a ella porque en verdad eran el amante 100% perfecto
el uno para el otro y era un milagro que se hubieran conocido. Pero era
imposible para ellos saberlo, jóvenes como eran. Las frías, indiferentes olas
del destino procederían a agitarlos sin piedad.
Un
invierno, ambos, el chico y la chica se enfermaron de influenza, y tras pasar
semanas entre la vida y la muerte, perdieron toda memoria de los años primeros.
Cuando despertaron sus cabezas estaban vacías como la alcancía del joven D. H.
Lawrence.
Eran
dos jóvenes brillantes y determinados, a través de esfuerzos continuos pudieron
adquirir de nuevo el conocimiento y la sensación que los calificaba para volver
como miembros hechos y derechos de la sociedad. Bendito el cielo, se
convirtieron en ciudadanos modelo, sabían transbordar de una línea del
subterráneo a otra, eran capaces de enviar una carta de entrega especial en la
oficina de correos. De hecho, incluso experimentaron otra vez el amor, a veces
el 75% o aún el 85% del amor.
El
tiempo pasó veloz y pronto el chico tuvo treinta y dos, la chica treinta.
Una
bella mañana de abril, en búsqueda de una taza de café para empezar el día, el
chico caminaba de este a oeste, mientras que la chica lo hacía de oeste a este,
ambos a lo largo de la callecita del barrio de Harajuku de Tokio. Pasaron uno
al lado del otro justo en el centro de la calle. El débil destello de sus
memorias perdidas brilló tenue y breve en sus corazones. Cada uno sintió retumbar
su pecho. Y supieron:
Ella
es la chica 100% perfecta para mí.
Él
es el chico 100% perfecto para mí.
Pero
el resplandor de sus recuerdos era tan débil y sus pensamientos no tenían ya la
claridad de hace catorce años. Sin una palabra, se pasaron de largo, uno al
otro, desapareciendo en la multitud. Para siempre.
Una
historia triste, ¿no crees?
Sí,
eso es, eso es lo que tendría que haberle dicho.
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