Hace unos días unos amigos compatieron en un grupo de WhatsApp que integro, una reflexión sobre el uso del celular en clase, quizás porque ese grupo está conformado por amigos cuyo principal característica común es que todos somos docentes universitarios ("nuestra edad" podría ser otro de esos atributos); y que ese tema suele ser materia de conversación en alguna de los almuerzos que solemos compartir, agotados por ciertos la otra temática a debatir en nuestros ecléticos encuentros gastronómicos, y que por más amistad que haya suelen encrispar el ánimo de mas de uno.
Luego de reflexionar, en soledad y en grupo, he decidido compatirlo con ustedes ese texto, a fin de que los acuerdos y disensos que nacen en su lectura nos permita comprender la mirada del otro, frente a la complejidad que se nos ha vuelto la vida con esa necesidad constante de estar "conectados" con nuestro mundo virtual.
El texto que me había llegado estaba fragmentado, sabía que era de un periodista y escritor uruguayo, Leonardo
Haberkorn. Así fui llegando primero a una nota aparecida en Infobae, y de ahí al texto original en el Blog del periodista que fuera publicada los primeros días del mes de diciembre del 2015. Para mi sorpresa, Leonardo
Haberkorn, es apenas unos años menor que yo; la versión original se reproduce a continuación:
Con
mi música y la Fallaci a otra parte
Después
de muchos, muchos años, hoy di clase en la universidad por última vez.
No
dictaré clases allí el semestre que viene y no sé si volveré algún día a dictar
clases en una licenciatura en comunicación.
Me
cansé de pelear contra los celulares, contra WhatsApp y Facebook. Me ganaron.
Me rindo. Tiro la toalla.
Me
cansé de estar hablando de asuntos que a mí me apasionan ante muchachos que no
pueden despegar la vista de un teléfono que no cesa de recibir selfies.
Claro,
es cierto, no todos son así.
Pero
cada vez son más.
Hasta
hace tres o cuatro años la exhortación a dejar el teléfono de lado durante 90
minutos -aunque más no fuera para no ser maleducados- todavía tenía algún
efecto. Ya no. Puede ser que sea yo, que me haya desgastado demasiado en el
combate. O que esté haciendo algo mal. Pero hay algo cierto: muchos de estos
chicos no tienen conciencia de lo ofensivo e hiriente que es lo que hacen.
Además,
cada vez es más difícil explicar cómo funciona el periodismo ante gente que no
lo consume ni le ve sentido a estar informado.
Esta
semana en clase salió el tema Venezuela. Solo una estudiante en 20 pudo decir
lo básico del conflicto. Lo muy básico. El resto no tenía ni la más mínima
idea. Les pregunté si sabían qué uruguayo estaba en medio de esa tormenta.
Obviamente, ninguno sabía. Les pregunté si conocían quién es Almagro. Silencio.
A las cansadas, desde el fondo del salón, una única chica balbuceó: ¿no era el canciller?
Así
con todo.
¿Qué
es lo que pasa en Siria? Silencio.
¿De
qué partido tradicionalmente es aliado el PIT-CNT? Silencio.
¿Qué
partido es más liberal, o está más a la "izquierda" en Estados
Unidos, los demócratas o los republicanos? Silencio.
¿Saben
quién es Vargas Llosa? ¡Sí!
¿Alguno
leyó alguno de sus libros? No, ninguno.
Conectar
a gente tan desinformada con el periodismo es complicado. Es como enseñar
botánica a alguien que viene de un planeta donde no existen los vegetales.
En
un ejercicio en el que debían salir a buscar una noticia a la calle, una
estudiante regresó con esta noticia: todavía existen kioscos que venden diarios
y revistas.
En
la Naranja Mecánica, al protagonista le mantenían los ojos abiertos con unas
pinzas, para que viera una sucesión interminable de imágenes, veloces, rápidas,
violentas.
Con
la nueva generación no se necesitan las pinzas.
Una
sucesión interminable de imágenes de amigos sonrientes les bombardea el
cerebro. El tiempo se les va en eso. Una clase se dispersaba por un video que
uno le iba mostrando a otro. Pregunté de qué se trataba, con la esperanza de
que sirviera como aporte o disparador de algo. Era un video en Facebook de un
cachorrito de león que jugaba.
El
resultado de producir así, al menos en los trabajos que yo recibo, es muy
pobre. La atención tiene que estar muy dispersa para que escriban mal hasta su
propio nombre, como pasa.
Llega
un momento en que ser periodista te juega en contra. Porque uno está entrenado
en ponerse en los zapatos del otro, cultiva la empatía como herramienta básica
de trabajo. Y entonces ve que a estos muchachos -que siguen teniendo la
inteligencia, la simpatía y la calidez de siempre- los estafaron, que la culpa
no es solo de ellos. Que la incultura, el desinterés y la ajenidad no les
nacieron solos. Que les fueron matando la curiosidad y que, con cada maestra
que dejó de corregirles las faltas de ortografía, les enseñaron que todo da más
o menos lo mismo.
Entonces,
cuando uno comprende que ellos también son víctimas, casi sin darse cuenta va
bajando la guardia.
Y
lo malo termina siendo aprobado como mediocre; lo mediocre pasa por bueno; y lo
bueno, las pocas veces que llega, se celebra como si fuera brillante.
No
quiero ser parte de ese círculo perverso.
Nunca
fui así y no lo seré.
Lo
que hago, siempre me gustó hacerlo bien. Lo mejor posible.
Justamente,
porque creo en la excelencia, todos los años llevo a clase grandes ejemplos del
periodismo, esos que le encienden el alma incluso a un témpano. Este año,
proyectando la película El Informante, sobre dos héroes del periodismo y de la
vida, vi a gente dormirse en el salón y a otros chateando en WhatsApp o
Facebook.
¡Yo
la vi más de 200 veces y todavía hay escenas donde tengo que aguantarme las
lágrimas!
También
les llevé la entrevista de Oriana Fallaci a Galtieri. Toda la vida resultó.
Ahora se te va una clase entera en preparar el ambiente: primero tenés que
contarles quién era Galtieri, qué fue la guerra de las Malvinas, en qué momento
histórico la corajuda periodista italiana se sentó frente al dictador.
Les
expliqué todo. Les pasé el video de la Plaza de Mayo repleta de una multitud
enloquecida vivando a Galtieri, cuando dijo: "¡Si quieren venir, que
vengan! ¡Les presentaremos batalla!". Normalmente,
a esta altura, todos los años ya había conseguido que la mayor parte de la
clase siguiera el asunto con fascinación. Este
año no. Caras absortas. Desinterés. Un pibe despatarrado mirando su Facebook.
Todo el año estuvo igual.
Llegamos
a la entrevista. Leímos los fragmentos más duros e inolvidables.
Silencio.
Silencio.
Silencio.
Ellos
querían que terminara la clase.
Yo
también.
Páginas consultadas:
No hay comentarios:
Publicar un comentario