El Pueblo de los Gatos es un cuento breve que Haruki Murakami (1949) incluye como relato en la excelente novela que es 1Q84, el autor sitúa a uno de los protagonistas, Tengo, partiendo en un tren desde Tokio y leyendo un libro de cuentos cortos donde se encuentra esta historia fantástica escrita por un autor alemán en algún momento entre la primera y segunda guerra mundial.
El Pueblo de los Gatos
El joven viajaba solo,
a su gusto, con una única maleta como equipaje. No tenía un destino. Se subía
al tren, viajaba y, cuando encontraba un lugar que le atraía, se apeaba.
Buscaba alojamiento, visitaba el pueblo y permanecía allí cuanto quería. Si se hartaba,
volvía a subirse al tren. Así era como pasaba siempre sus vacaciones.
Desde la
ventana del tren se veía un hermoso río serpenteante, a lo largo del cual se
extendían elegantes colinas verdes. En la falda de aquellas colinas había un pueblecillo
en el que se respiraba un ambiente de calma. Tenía un viejo puente de piedra. Aquel
paisaje lo cautivó. Allí quizá podría probar deliciosos platos de trucha de arroyo.
Cuando el tren sede tuvo en la estación, el joven se apeó con su maleta. Ningún
otro pasajero se bajó allí. El tren partió inmediatamente después de que se
hubiera bajado.
En la estación no había empleados. Debía ser una estación poco
transitada. El joven atravesó el puente de piedra y caminó hasta el pueblo.
Estaba completamente en silencio. No se veía a nadie. Todos los comercios
tenían las persianas bajadas y en el ayuntamiento no había ni un alma. En la
recepción del único hotel del pueblo tampoco había nadie. Llamó al timbre, pero
nadie acudió. Parecía un pueblo deshabitado. A lo mejor todos estaban echando
la siesta. Pero todavía eran las diez y media de la mañana. Demasiado temprano
para echar una siesta. O quizá, por algún motivo, la gente había abandonado el
pueblo y se había marchado. En cualquier caso, hasta la mañana siguiente no
llegaría el próximo tren, así que no le quedaba más remedio que pasar allí la
noche. Para matar el tiempo, se paseó por el pueblo sin rumbo fijo.
Pero en
realidad aquél era el pueblo de los gatos. Cuando el sol se ponía, numerosos
gatos atravesaban el puente de piedra y acudían a la ciudad. Gatos de
diferentes tamaños y diferentes especies. Aunque más grandes que un gato
normal, seguían siendo gatos. Sorprendido al ver aquello, el joven subió
deprisa al campanario que había en medio del pueblo y se escondió. Como si
fuera algo rutinario, los gatos abrieron las persianas de las tiendas, o se
sentaron delante de los escritorios del ayuntamiento, y cada uno empezó su
trabajo. Al cabo de un rato, un grupo aún más numeroso de gatos atravesó el puente
y fue a la ciudad. Unos entraban en los comercios y hacían la compra, iban al ayuntamiento
y despachaban papeleo burocrático o comían en el restaurante del hotel. Otros
bebían cerveza en las tabernas y cantaban alegres canciones gatunas. Unos
tocaban el acordeón y otros bailaban al compás. Al poseer visión nocturna, apenas
necesitaban luz, pero gracias a que aquella noche la luna llena iluminaba hasta
el último rincón del pueblo, el joven pudo observarlo todo desde lo alto del
campanario. Cerca del amanecer, los gatos cerraron las tiendas, ultimaron sus
respectivos trabajos y ocupaciones y fueron regresando a su lugar de origen
atravesando el puente.
Al amanecer los gatos ya se habían ido y el pueblo se
había quedado desierto de nuevo, entonces el joven bajó, se metió en una cama
del hotel y durmió todo cuanto quiso. Cuando le entró el hambre, se comió el
pan y el pescado que habían sobrado en la cocina del hotel. Luego, cuando a su
alrededor todo empezó a oscurecer, volvió a esconderse en lo alto del
campanario y observó hasta el albor el comportamiento de los gatos. El tren
paraba en la estación antes del mediodía y antes del atardecer. Si se subía en
el de la mañana, podría continuar su viaje, y si se subía en el de la tarde, podría
regresar al lugar del que procedía. Ningún pasajero se apeaba ni nadie cogía el
tren en aquella estación. Y sin embargo el ferrocarril siempre se detenía
cumplidamente y partía un minuto después. Por lo tanto, si así lo deseara, podría subirse al tren y
abandonar el pueblo de los gatos en cualquier momento. Pero no quiso. Era
joven, sentía una profunda curiosidad y estaba lleno de ambición y de ganas de
vivir aventuras. Deseaba seguir observando aquel enigmático pueblo de los
gatos. Quería saber, si era posible, desde cuándo había ocupado los gatos aquel
pueblo, cómo funcionaba el pueblo y qué demonios hacían ahí aquellos animales.
Nadie más, aparte de él, debía haber sido testigo de aquel misterioso espectáculo.
A la tercera noche, se armó cierto revuelo en la plaza que había bajo el
campanario.«¿Qué es eso ¿No os huele a humano?», soltó uno de los gatos. «Pues
ahora que lo dices, últimamente tengo la impresión de que huele raro», asintió
olfateando uno de ellos. «La verdad es que yo también lo he notado», añadió
otro. «¡Qué raro! Porque no creo que haya venido ningún ser humano», comentó
otro de los gatos. «Si, tienes razón. No es posible que un ser humano haya
entrado en el pueblo de los gatos». «Pero no cabe duda de que huele a uno de
ellos.»
Los gatos formaron varios grupos e inspeccionaron hasta el último rincón
del pueblo, como una patrulla vecinal. Cuando se lo toman en serio, los gatos
tienen un olfato excelente. No tardaron mucho en darse cuenta de que el olor
procedía de lo alto del campanario. El joven oía cómo sus blandas patas subían
ágilmente por las escaleras del campanario. «¡Esto es el fin!», pensó. Los
gatos parecían muy excitados y enfadados por el olor a humano. Tenían las uñas
grandes y aguzadas y los dientes blancos y afilados. Además, aquel era un
pueblo en el que los seres humanos no debían adentrarse. No sabía qué suerte le
esperaría cuando lo encontraran, pero no creía que fueran a permitirle irse de
allí habiendo descubierto el secreto.
Tres de los gatos subieron hasta el
campanario y se pusieron a olfatear. «¡Qué extraño!», dijo uno sacudiendo sus
largos bigotes. «Aunque huele a humano, no hay nadie». «¡Sí que es raro»,
comentó otro. «En todo caso, aquí no hay nadie. Busquemos en otra parte».«¡Esto
es de locos!». Movieron extrañados la cabeza y se fueron. Los gatos bajaron las
escaleras sin hacer ruido y se esfumaron en medio de la oscuridad nocturna. El
joven soltó un suspiro de alivio; a él también le parecía de locos. Los gatos y
él habían estado literalmente a un palmo de distancia en un lugar angosto. No habría
podido escapárseles. Y sin embargo, parecían no haberlo visto. El joven examinó
sus manos. «Las estoy viendo. No me he vuelto invisible. ¡Qué raro! En
cualquier caso, por la mañana iré hasta la estación y me marcharé de este
pueblo en el primer tren. Quedarme aquí es demasiado peligroso. La suerte no
puede durar siempre».
Pero al día siguiente, el tren de la mañana no se detuvo
en la estación. Pasó delante de sus ojos sin disminuir siquiera la velocidad.
Lo mismo ocurrió con el tren de la tarde. Se veía al conductor en su asiento y
los rostros de los pasajeros al lado de las ventanillas. Pero el tren no dio señales
de que fuera a pararse. Era como si la silueta del joven que esperaba el tren
no se reflejara en los ojos de la gente. O como si fuera la estación la que no
se reflejara. Cuando el tren de la tarde desapareció a lo lejos, a su alrededor
se hizo un silencio absoluto, como nunca antes había sentido. Entonces, el sol
empezó aponerse. «Va siendo hora de que los gatos aparezcan.» El joven supo que
se había perdido. «Este no es el pueblo de los gatos», se dio cuenta al fin.
Aquel era el lugar en el que debía perderse. Un lugar ajeno a este mundo que
habían dispuesto para él. Y el tren jamás volvería a detenerse en aquella
estación para llevarlo a su mundo de origen.
Páginas consultadas:
Haruki Murakami, 1Q84 (Libros 1 y 2) Editorial Tusquets, Buenos Aires, 2011. (pags 506 -509)
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