Ray
Douglas Bradbury (Waukegan, Illinois, 22 de agosto de 1920 - Los Ángeles,
California, 5 de junio de 2012) fue un escritor estadounidense de misterio del
género fantástico, terror y ciencia ficción. Principalmente conocido por su
obra Crónicas marcianas (1950) y la novela distópica Fahrenheit 451 (1953), entre otras.
Dragón
La
noche soplaba en el escaso pasto del páramo. No había ningún otro movimiento.
Desde hacía años, en el casco del cielo, inmenso y tenebroso, no volaba ningún
pájaro. Tiempo atrás, se habían desmoronado algunos pedruscos convirtiéndose en
polvo. Ahora, sólo la noche temblaba en el alma de los dos hombres, encorvados
en el desierto, junto a la hoguera solitaria; la oscuridad les latía
calladamente en las venas, les golpeaba silenciosamente en las muñecas y en las
sienes.
Las
luces del fuego subían y bajaban por los rostros despavoridos y se volcaban en
los ojos como jirones anaranjados. Cada uno de los hombres espiaba la
respiración débil y fría y los parpadeos de lagarto del otro. Al fin, uno de
ellos atizó el fuego con la espada.
-¡No,
idiota, nos delatarás!
-¡Qué
importa! -dijo el otro hombre-. El dragón puede olernos a kilómetros de
distancia. Dios, hace frío. Quisiera estar en el castillo.
-Es
la muerte, no el sueño, lo que buscamos…
-¿Por
qué? ¿Por qué? ¡El dragón nunca entra en el pueblo!
-¡Cállate,
tonto! Devora a los hombres que viajan solos desde nuestro pueblo al pueblo
vecino.
-¡Que
se los devore y que nos deje llegar a casa!
-¡Espera,
escucha!
Los
dos hombres se quedaron quietos.
Aguardaron
largo tiempo, pero sólo sintieron el temblor nervioso de la piel de los
caballos, como tamboriles de terciopelo negro que repicaban en las argollas de
plata de los estribos, suavemente, suavemente.
-Ah…
-el segundo hombre suspiró-. Qué tierra de pesadillas. Todo sucede aquí.
Alguien apaga el Sol; es de noche. Y entonces, yentonces, ¡oh, Dios, escucha!
Dicen que este dragón tiene ojos de fuego y un aliento de gas blanquecino; se
le ve arder a través de los páramos oscuros. Corre echando rayos y azufre,
quemando el pasto. Las ovejas aterradas, enloquecen y mueren. Las mujeres dan a
luz criaturas monstruosas. La furia del dragón es tan inmensa que los muros de
las torres se conmueven y vuelven al polvo. Las víctimas, a la salida del Sol,
aparecen dispersas aquí y allá, sobre los cerros. ¿Cuántos caballeros, pregunto
yo, habrán perseguido a este monstruo y habrán fracasado, como fracasaremos
también nosotros?
-¡Suficiente,
te digo!
-¡Más
que suficiente! Aquí, en esta desolación, ni siquiera sé en qué año estamos.
-Novecientos
años después de Navidad.
-No,
no -murmuró el segundo hombre con los ojos cerrados-. En este páramo no hay
Tiempo, hay sólo Eternidad. Pienso a veces que si volviéramos atrás, el pueblo
habría desaparecido, la gente no habría nacido todavía, las cosas estarían
cambiadas, los castillos no tallados aún en las rocas, los maderos no cortados
aún en los bosques; no preguntes cómo sé; el páramo sabe y me lo dice. Y aquí
estamos los dos, solos, en la comarca del dragón de fuego. ¡Que Dios nos
ampare!
-¡Si
tienes miedo, ponte tu armadura!
-¿Para
qué? El dragón sale de la nada; no sabemos dónde vive. Se desvanece en la
niebla; quién sabe a dónde va. Ay, vistamos nuestra armadura, moriremos
ataviados.
Enfundado
a medias en el corselete de plata, el segundo hombre se detuvo y volvió la cabeza.
En el
extremo de la oscura campiña, henchido de noche y de nada, en el corazón mismo
del páramo, sopló una ráfaga arrastrando ese polvo de los relojes que usaban
polvo para contar el tiempo. En el corazón del viento nuevo había soles negros
y un millón de hojas carbonizadas, caídas de un árbol otoñal, más allá del
horizonte. Era un viento que fundía paisajes, modelaba los huesos como cera
blanda, enturbiaba y espesaba la sangre, depositándola como barro en el
cerebro. El viento era mil almas moribundas, siempre confusas y en tránsito,
una bruma en una niebla de la oscuridad; y el sitio no era sitio para el hombre
y no había año ni hora, sino sólo dos hombres en un vacío sin rostro de heladas
súbitas, tempestades y truenos blancos que se movían por detrás de un cristal
verde; el inmenso ventanal descendente, el relámpago. Una ráfaga de lluvia
anegó la hierba; todo se desvaneció y no hubo más que un susurro sin aliento y
los dos hombres que aguardaban a solas con su propio ardor, en un tiempo frío.
-Mira…
-murmuró el primer hombre-. Oh, mira, allá.
A
kilómetros de distancia, precipitándose, un cántico y un rugido: el dragón.
Los
hombres vistieron las armaduras y montaron los caballos en silencio. Un
monstruoso ronquido quebró la medianoche desierta y el dragón, rugiendo, se
acercó y se acercó todavía más. La deslumbrante mirilla amarilla apareció de
pronto en lo alto de un cerro y, en seguida, desplegando un cuerpo oscuro,
lejano, impreciso, pasó por encima del cerro y se hundió en un valle.
-¡Pronto!
Espolearon
las cabalgaduras hasta un claro.
-¡Pasará
por aquí!
Los
guanteletes empuñaron las lanzas y las viseras cayeron sobre los ojos de los
caballos.
-¡Señor!
-Sí;
invoquemos su nombre.
En
ese instante, el dragón rodeó un cerro. El monstruoso ojo ambarino se clavó en
los hombres, iluminando las armaduras con destellos y resplandores bermejos.
Hubo un terrible alarido quejumbroso y, con ímpetu demoledor, la bestia
prosiguió su carrera.
-¡Dios
misericordioso!
La
lanza golpeó bajo el ojo amarillo sin párpado y el hombre voló por el aire. El
dragón se le abalanzó, lo derribó, lo aplastó y el monstruo negro lanzó al otro
jinete a unos treinta metros de distancia, contra la pared de una roca.
Gimiendo, gimiendo siempre, el dragón pasó, vociferando, todo fuego alrededor y
debajo: un sol rosado, amarillo, naranja, con plumones suaves de humo
enceguecedor.
-¿Viste?
-gritó una voz-. ¿No te lo había dicho?
-¡Sí!
¡Sí! ¡Un caballero con armadura! ¡Lo atropellamos!
-¿Vas
a detenerte?
-Me
detuve una vez; no encontré nada. No me gusta detenerme en este páramo. Me pone
la carne de gallina. No sé que siento.
-Pero
atropellamos algo.
El
tren silbó un buen rato; el hombre no se movió.
Una
ráfaga de humo dividió la niebla.
-Llegaremos
a Stokel a horario. Más carbón, ¿eh, Fred?
Un
nuevo silbido, que desprendió el rocío del cielo desierto. El tren nocturno, de
fuego y furia, entró en un barranco, trepó por una ladera y se perdió a lo
lejos sobre la tierra helada, hacia el norte, desapareciendo para siempre y
dejando un humo negro y un vapor que pocos minutos después se disolvieron en el
aire quieto.
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