Hoy
presentamos un cuento de Jorge Luis Borges:
Episodio
del enemigo
“Tantos
años huyendo y esperando y ahora el enemigo estaba en mi casa. Desde la ventana
lo vi subir penosamente por el áspero camino del cerro. Se ayudaba con un
bastón, con un torpe bastón que en sus viejas manos no podía ser un arma sino
un báculo. Me costó percibir lo que esperaba: el débil golpe contra la puerta.
Miré, no sin nostalgia, mis manuscritos, el borrador a medio concluir y el
tratado de Artemidoro sobre los sueños, libro un tanto anómalo ahí, ya que no
se griego. Otro día perdido, pensé. Tuve que forcejear con la llave. Temí que
el hombre se desplomara, pero dio unos pasos inciertos, soltó el bastón, que no
volví a ver, y cayó en mi cama, rendido. Mi ansiedad lo había imaginado muchas
veces, pero sólo entonces noté que se parecía, de un modo casi fraternal, al
último retrato de Lincoln. Serían las cuatro de la tarde.
Me
incliné sobre él para que me oyera.
–Uno
cree que los años pasan para uno –le dije–, pero pasan también para los demás.
Aquí nos encontramos al fin y lo que antes ocurrió no tiene sentido.
Mientras
yo hablaba, se había desabrochado el sobretodo. La mano derecha estaba en el
bolsillo del saco. Algo me señalaba y yo sentí que era un revólver.
Me
dijo entonces con voz firme:
–Para
entrar en su casa, he recurrido a la compasión. Le tengo ahora a mi merced y no
soy misericordioso.
Ensayé
unas palabras. No soy un hombre fuerte y sólo las palabras podían salvarme.
Atiné a decir:
–En
verdad que hace tiempo maltraté a un niño, pero usted ya no es aquel niño ni yo
aquel insensato. Además, la venganza no es menos vanidosa y ridícula que el
perdón.
–Precisamente
porque ya no soy aquel niño –me replicó–, tengo que matarlo. No se trata de una
venganza, sino de un acto de justicia. Sus argumentos, Borges, son meras
estratagemas de su terror para que no lo mate. Usted ya no puede hacer nada.
–Puedo
hacer una cosa le contesté.
–¿Cuál?
–me preguntó.
–Despertarme.
Y
así lo hice”.
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