La observación de los pájaros es otro cuento de Roberto
Fontanarrosa (1944 - 2007), extraído
del libro "La mesa de los galanes", Ediciones De La Flor 1995.
"La
observación de los pájaros"
Uno
abre la puerta y sale a la calle con un infierno escarbándole las entrañas.
Afuera, la siesta del domingo transcurre silenciosa y quieta, como si no pasara
nada. Y no pasa nada, hermano, no pasa nada. Si después de todo, es apenas un
partido más. Un partido más entre los miles de partidos que han jugado los
clásicos equipos rosarinos. ¿O acaso uno piensa o alguien se acuerda de cómo
salieron en el primer partido del año 75? ¿O en el segundo? Ni uno mismo lo
sabe. Ni se acuerda. Son emociones momentáneas, pasajeras. Intensas pero
fugaces. Un dolor profundo, una alegría enceguecedora pero que al día siguiente
ya se va, desaparece sin dejar huellas físicas visibles, como la varicela.
Seguro que no hay casi nadie en la cancha. Casi vacío el Parque. Mañana dirá el
diario que el partido concitó poco público. Que la campaña irregular de los
sempiternos rivales, la promesa de un mal partido y la amenaza de un nuevo
empate alejó a las parcialidades, por supuesto. No tiene importancia el
partido. Si se pierde, habrá un chisporroteo urticante durante un rato, alguna
cargada extemporánea, una mirada sobradora, pero nada más. Nada más. Pero será
un empate. Quedan 45 minutos apenas, si es que ya ha empezado el segundo
tiempo. 45 minutos. Pero ¿cómo es posible que tarden tanto en pasar 45 minutos?
¿Cómo puede ser que se transformen en una eternidad inacabable? La cosa es no
mirar el reloj. No mirarlo nunca. Entonces, de pronto, cuando uno en un reflejo
natural y entendible de animal urbano mira el cuadrante, ya han pasado 40
minutos o 43, no queda nada. Dos minutos apenas, un suspiro, una minucia de
tiempo, un preámbulo mísero al gesto altivo del árbitro que levanta la mano
derecha y muestra a los jugadores, a la tribuna y al mundo, que adiciona dos
minutos solamente, que le importa un carajo que haya habido ocho de demora por
choques y turbamultas y que está dispuesto a cortar el clásico lo antes posible
con la tranquilidad de haber sacado el partido sin problemas mayores ni
expulsiones injustas. Es así. Pero lo más jodido son los primeros 20 del
segundo tiempo, eso es lo jodido, uno cavila. Allí todavía los equipos quieren
llevarse los dos puntos y el local especialmente, carajo, se lanzará al ataque
obligado por su condición de dueño de casa. ¡Y los nuestros son tan boludos que
siempre se desconcentran en los primeros minutos! Entran dormidos, no
encuentran las marcas, les meten goles imbéciles tras un rebote. Goles
boludos... ¿Qué es eso? ¿Qué es eso? ¡Un bocinazo! ¡Hay un gol! ¡Alguien
festeja! Si se escucha otra bocina no quedan dudas, ya se celebra... Pero no
hay nada. Vuelve el silencio.
Uno
camina y percibe un golpeteo sordo, un tam-tam opresivo desde el lado de
adentro del pecho. La boca pastosa ¿cómo mierda pueden tardar tanto en pasar 45
minutos? Si uno va a comer por ejemplo, o a tomar un café y esta allí, al pedo,
charlando, mirando a la gente, distraído y de pronto cuando mira el reloj, ya
se le ha pasado más de una hora ¿Cómo es posible esa diferencia de densidad en el tiempo? Es más,
hace muy poco, digamos ayer sin ir más lejos, uno estaba en el patio de su casa
jugando a los soldaditos y ahora, de golpe y porrazo, ya tiene la edad que
tiene y se le ha caído el pelo de la cabeza. Hace horas prácticamente, se
reunía con los compañeros de la secundaria festejando la finalización del
quinto año, estrechaba la mano de Podestá, jodía con Carelli y de pronto, en un
soplo, está aquí, caminando por las calles del barrio como un prófugo, como un
linyera, como un fugitivo, tratando de que pase de una buena vez por todas ese
puto clásico con el resultado que sea. Eso mismo. El resultado que sea.
Victoria, empate o derrota. Incluso derrota. Porque la derrota, cuando se
acepta, cuando se instala, invade el cuerpo como una medicina amarga pero
relajante, resignada. Lo que a uno lo destruye es la ansiedad. Dos semanas,
tres semanas, cuatro, esperando que llegue el día preanunciado. Séptima fecha
de las revanchas. Y lo inapelable de lo indefectible. Esa bola en el estómago
que se va formando en los comentarios
previos, durante el partido con Vélez, durante el partido con Ferro, durante el
partido con Boca, en torno al clásico que se acerca. La fiesta de la ciudad...
¡justamente! Se van a la concha de su madre con la fiesta de la ciudad. Feliz
es ese perro que cruza la calle. Se oyen incluso las pisadas acolchadas de sus
patas sobre el empedrado, tal es el silencio de la siesta. No sabe nada del
fútbol, no sabe nada del clásico, no le importa un sorete el resultado ¿Y eso?
Alguien gritó. Sí. Alguien gritó. En una casa cercana se elevó un grito.
¿Hombre o mujer? Si es mujer puede que no haya pasado nada. Un reproche a su
hijo tal vez. Si es de un hombre puede ser un gol. Aunque hay mujeres
terriblemente fanáticas también. Es más. Son las peores con las cosas que les
gritan a los jugadores en la cancha. La casa es humilde. Puede ser gol de
Central, entonces. El barrio es un reducto canalla. Pero ahora está todo muy
mezclado. Antes los verduleros eran de Central y los oligarcas leprosos. Pero
ahora uno ve conchetos que son canallas y unos grones impresionantes que son
leprosos. Se ven incluso niños con la rojinegra muchas veces. No hay seguridad
por lo tanto de que ese grito de alborozo provenga de un centralista. De todos
modos, no se repite. Uno mira hacia el entorno como un indio. Olfatea el aire,
para las orejas, gira la cabeza buscando indicios en el aire. No se puede
sufrir tanto. Tal vez sea mejor ir a la cancha. Uno esta allí in situ, en el
lugar propiamente dicho de los hechos. Enclavado en medio de la popu, mirando lo
que pasa, sin necesidad de adivinar nada ni de que se lo cuenten. Pero hay que
ir muy temprano, cuando empieza la reserva. Y pararse y sentarse, y pararse y
sentarse y pararse y sentarse cada vez que hay una situación de gol hasta que
al fin se paran todos para siempre y se termina esa historia. Hay que estar más
entrenado que los jugadores, carajo. Estrujado, además, por la sudorosa
multitud bajo el sol inclemente del estío. Y ver el insufrible espectáculo de
los lepras cubiertos de banderas gigantescas, saltando y gritando como demonios
en la bandeja de enfrente. Porque no se puede ir a las plateas y correr el
riesgo de quedar sentado junto al enemigo. Y después, la otra, la verdad: de
visitante, sea en la Bombonera, en el Gasómetro o en el Monumental, es muy pero
muy probable que te rompan el culo. Históricamente ha sido así. Y el regreso es
duro. Pero lo peor es la radio. Es mucho peor que ir a la cancha. Es como
pelearse con un tipo en una habitación a oscuras. Los relatores asumen la
responsabilidad frente a sus oyentes, y más que nada frente a sus anunciantes,
de dotar de dramatismo al espectáculo, esa verdadera fiesta del fútbol
rosarino. Por lo tanto, los remates siempre salen rozando los maderos, las
atajadas siempre revisten la condición de milagrosas y los ataques en
profundidad despiden invariablemente un definitivo aroma a gol. Hay que guiarse
entonces por el estallido de la tribuna, allá, en el fondo. El rumoreo de la
indiada como telón de fondo del tipo que transmite. Uno escucha el "Uhhh"
que se transforma en "Ahhh" cuando todavía el relator no ha alcanzado
a gritar que esa pelota se viene como balazo para el marco, y uno ya entiende
que nos salvamos de pedo o que volvimos a perder una ocasión irrepetible. Uno
escucha el estallido lejano cuando el tipo aún está anunciando que llega el
centro y ya sabe que el grandote de ellos saltó y te la mandó a guardar. En la
cancha al menos, uno ve dónde está el wing, dónde se fue esa pelota y a qué
distancia real del arco se desarrolla la jugada. Aunque también está el recurso
de escuchar otro partido y esperar la conexión con Rosario. River-San Lorenzo
por ejemplo, que conectará a cada momento con la emoción que se vive en el
Parque Independencia en otra edición de uno de los clásicos más antiguos de nuestro
fútbol. Pero allí la cosa suele ser peor. El corazón está inerme ante el
sablazo fatal de la noticia. Antes por lo menos, con Fioravanti —un caballero
de la radiofonía deportiva— alguien te anunciaba: "Atento
Fioravanti". "¡Atento Fioravanti!" llamaba un tipo. Entonces uno
se agarraba de las almohadas, por ejemplo —si estaba tirado en la catrera— daba
una vuelta carnero sobre el lecho, mordía la sábana y aguardaba, como un
pelotudo, como un cordero ante la destreza final del matarife, el golpe artero.
Podía ser que llamaran desde otra parte, supongamos, desde Platense en Manuela
Pedraza y Cramer, después de todo. O bien desde el coqueto estadio de Atlanta,
para anunciar un gol de un ignoto puntero izquierdo. A veces uno, antes, un
segundo antes, percibía detrás de aquel llamado cobardemente anónimo el corto e
inusual estallido del público, de algún público, más parecido al sonoro
griterío de los locales que al apagado de los visitantes y entonces intuía,
detectaba, temía, que el llamado fuese desde Rosario. Y para colmo, Fioravanti
demoraba la conexión comentando, preciso y atildado, que en esos momentos, los
bravos muchachos azulgranas estaban armando la barrera, la empalizada, el
valladar, el muro de contención... Pero aquel anuncio, el "¡Atento Fioravanti!",
alertaba el espíritu, prevenía la psiquis y disponía el terreno para recibir el
dolor supremo o la alegría enceguecedora. En cambio ahora no. Ahora, de buenas
a primeras descaradamente, crudamente, ferozmente, un desaforado se mete en la
transmisión vociferando "¡Gol de Boca!" y a la mierda. Uno queda
aterido, trémulo, abofeteado, pensando que en esas tres palabras pudo haber
cambiado el sentido de la vida, el eje del movimiento del mundo y el sentido
mismo de nuestra existencia sobre la Tierra. Por eso, por preservación tal vez,
uno puede decidir que no quiere saber absolutamente nada sobre el partido. No
quiere verlo ni escucharlo, ni siquiera enterarse del resultado hasta el
momento exacto del pitazo final. ¿Por qué? Porque uno sabe que todo sufrimiento
tiene un límite, que su cansado corazón no podrá aguantar el trámite, que la
angustiosa transmisión radial se sumará a la tensión propia hasta alcanzar
ribetes intolerables y que prefiere, en suma, conocer el marcador ya puesto de
un impacto seco, un manotazo duro, un golpe helado. Sin embargo encerrarse en
un ropero, en la piecita chica de la terraza, puede ser ocioso. El sonido
radial es finito, incisivo, líquido y se filtra por las paredes. Usted conoce
que su vecino suele estallar en un mugido estremecedor ante los goles. Y están
también las lejanas bombas de estruendo. Y las bocinas... El cine puede ser. El
cine es una opción. Pero siempre habrá en la platea casi desierta del domingo a
la siesta, filas más atrás, otro cobarde con una radio portátil incrustada en
el oído. Uno, sensibilizado como un animal en carne viva, pese a las tinieblas
lo ha visto y asume desde ese mismo momento, que Sharon Stone podrá ponerse en
bolas una y mil veces, que Michael Douglas podrá agarrarse los huevos contra
una puerta en repetidas ocasiones, pero que, a uno solo lo tendrá sobre ascuas
ese mínimo canturreo oscilante y rápido que más que escuchar, adivina y que
proviene de la radio del hijo de mil putas de la fila de atrás que hubiese
podido elegir otro cine para refugiarse. Por eso, ahora uno está en la calle.
Intentó ver televisión y fue lo mismo. Tomó café, dio vueltas por la cocina
pero el tiempo se había detenido en la casa como aquel tiempo que diseñara Bioy
Casares en La invención de Morel. De pronto hubo una explosión, clara,
inequívoca. Una bomba de estruendo. ¡Aquello era un gol, sin duda alguna! Se
levantó de la silla y giró varias veces en torno a la mesa, cautivo del
infernal desasosiego.
En la
cocina la radio, apagada, muda, lo esperaba ¡Podía ser un gol de Central y uno
estaba ahí, como un boludo, sufriendo al pedo! Y si era gol de Newells mala
suerte. La resignación, sabía, habría de invadirlo como una melaza reparadora.
Hubo que correr hasta la radio y encenderla. El dial capturaba un programa
musical, insensible a los problemas medulares de la sociedad. Uno buscó
locamente con el dial. Apareció una propaganda gritona y vertiginosa ¡Era allí!
"Vamos a la boca del túnel" indicó un tipo. Atrás, el rumoreo. No
había excitación en los comentaristas, no había exaltación ni clamoreo.
"El empate está bien, hasta el momento" sentenció otro. Era el
entretiempo y cero a cero. Algún pelotudo descerebrado había hecho explotar
aquella bomba perturbando a la gente en su descanso, atentando contra la
vecindad inocente. Uno apagó la radio, casi con rabia ante su ataque de
debilidad. Cuarenta y cinco minutos nomás para el final del suplicio. No se
podría aguantar allí adentro. La adrenalina recorría el cuerpo como uno de esos
carritos multicolores que suben y bajan, endemoniados, por las Montañas Rusas.
Había que salir. Caminar. Hacer algo. Ya deben ir como 20 del segundo. Ya
seguro los equipos se conforman con el empate. Más vale no arriesgar, quedarse
en el molde, cuidar atrás. Un punto es negocio para los dos, ni vencedores ni
vencidos, la ciudad tranquila. Todos contentos. Pasa, veloz, un auto. Su
conductor lleva el gesto adusto ¡Puede ser otro hincha de Central que está
escuchando el resultado tan temido! Sí, a uno le parece haber visto el péndulo
de un escarpín azul y amarillo colgando del espejito... ¡Suena una bocina
varias veces! Puede ser el inicio de un festejo u, ojalá, el anuncio fatal de
un accidente... ¡Ladra un perro! Tal vez se alarmó ante el salto gozoso de su
amo, lepra insigne... ¡Atruena el escape abierto de una moto! ¿O son petardos?
¿Hay gol de alguien? ¿Será alborozo ajeno o fuego propio? Uno recupera, de
pronto, aquel instinto primario y animal que infructuosamente trataran de
legarnos nuestros ancestros aborígenes. Comienza a rastrear señales en la copa
de los árboles, a adivinar conductas en la actitud de los animales, a bucear
respuestas en los indicios de la naturaleza, en la interpretación del vuelo de
los pájaros. Desde una persiana cerrada llega la bocanada fugaz de un relator
de radio. Uno apura el paso pero la voz lo persigue como un misil de cabeza
inteligente. ¿Qué inflexión ignota había en su voz? ¿La entusiasta y exitista
del cronista ante la vibración de una victoria? ¿La cadencia monótona y
desilusionada ante la mediocridad de un nuevo empate? Uno es un radar, es una
antena, es el cervatillo frágil que eleva el morro húmedo en la espesura, el
oráculo que adivina el destino en la lectura sutil de los guijarros. Recuerda
sin duda la última tarde en que se perdió — catastróficamente— un clásico.
Aquella mañana previa al hecho los perros ladraron alocados, las aves
enmudecieron y los gatos tuvieron un comportamiento errático y equívoco
revolcándose, aparatosos, sobre sus propias heces. Deben ir, uno calcula, 30
minutos, media hora. Que todo siga así, en calma chicha, que no cambie ¡Otra
vez una explosión, otra de estruendo! ¡Que la corten con eso, pelotudos! Ya se
la hicieron correr una vez y era mentira. Tiran por tirar. Para hacerlo cagar a
uno en las patas, nada más. Aunque sabe que si se confirma un gol de Central lo
va a gritar. Solo y en la calle, como un pavote, seguro que pega un salto y se
lo grita. Sí señor. Es toda una avalancha de presión que tiene acá, en la boca
de la garganta, esperando salir, atragantada. Dobla lentamente un auto, el
conductor lo mira y va hacia uno. Es el Negro Mario. ¿Qué quiere este boludo?
¿Por qué aminora la marcha, por qué lo mira? Mario saca media cabeza por la
ventana, la menea y sonríe con una mueca triste.
"¡Qué
verga que somos, hermano!" dice. Un estilete de hielo le baja a uno desde
el pecho hasta la entrepierna. "¿Qué pasa? ¿Perdemos?" pregunta.
"Uno a cero". "Qué va a hacer" dice uno, supuestamente
filosófico, medio como si no le importara, como si hubiera salido a caminar
porque quiere reflexionar tranquilo sobre el devenir humano en el próximo
milenio. Mario acelera y se va. Uno está destruido, pulverizado. Un hachazo
feroz lo ha partido por el medio. "Qué va a hacer" se repite ¡Una mierda
"Qué va a hacer"! ¡Mañana y pasado y toda la semana viendo en la
televisión ese gol puto! Y el festejo, y el salto interminable de los lepra, y
la pila de jugadores rojinegros celebrando. Y eso si es un solo gol, después de
todo. Porque por ahí Central se va a la desesperada a buscar el empate y se
come cuatro. Decí que falta poco... Y aguantarse la cargada de Marini. La cara
de sobrador del pelado Vega. Los mil chistes malos que brotan como hongos
después de cada derrota. El "¿Sabes cómo le dicen a Central?". Hay
que meterse en la cama y no salir por 20 días. Eso hay que hacer, la puta madre
que lo reparió ¿Para qué carajo uno se pone esa remera mugrienta, la blanca con
el dibujo del oso panda, que lo acompañara en tres victorias? ¿Para qué mierda
se la pone uno? De ahora en adelante, no los ayuda más, así de claro. No los
ayuda más. Después de todo ¿qué tiene que ver uno con ellos, con el equipo?
¿Juega acaso? ¿Uno entra a la cancha y juega, acaso? Son once muchachos
medianamente conocidos y a la mierda. Nada más. Apenas eso. Hay cosas más
importantes en la vida. Si a uno se le estuviera muriendo la madre en este
momento, poco y nada de bola le daría al clásico. Un clásico que no pasará a la
historia, de eso no hay duda. Uno de tantos. ¿Cuánto va? Ya debe estar por
terminar, casi seguro. Ahora sí, que pase algo. Alguna otra explosión, algún
otro dato que permita aferrarse a una ilusión momentánea por lo menos. Aunque
después resulte otro gol de Ñuls, mirá lo que te digo. Un dos a cero no es
goleada, un dos a cero... ¡Hay otra explosión, otra bomba de estruendo! ¡Y
ahora otra, y otra más! Terminó. No cabe duda. Se acabó el clásico y nos
ganaron. La reputísima madre que lo reparió. Y bueno, ya pasó. Hay cosas
peores. Seguimos arriba, de todos modos, en la estadística. Se oscureció la
tarde, está nublado. Ojalá que llueva y se arruine todo. Que nadie ande por la
calle. Sale un chico de una casa y después otro. El primero, en cueros grita
"¡Vamos Central, todavía!". Un relampagueo de flash lo ilumina a uno
por dentro. Se le seca la garganta. Balbuceante alcanza a preguntar,
"¿Terminó?". "Uno a uno" dice el chico, "empató
Central sobre la hora". Uno camina, ahora aterido, por inercia, por
instrumental. ¡Central sobre la hora, carajo! ¡Central sobre la hora! No grita.
No hace un gesto. No levanta la mano. El grito le explota adentro como una
bomba de profundidad ¡Vamos los canallas, todavía! Parece mentira. Uno hubiese
pensado que iba a saltar, desencajado; brincar sobre una verja, treparse a un
árbol como un simio, escalar por un balcón hasta una terraza. Pero no. No es
para tanto. No era tan terrible, después de todo. Tal vez no tan importante.
Pero una sensación de lasitud, de calidez, de infinita paz interior lo va
invadiendo cordialmente. Ya está a una cuadra de su casa. Tiene hambre, tiene
ganas de ver a su madre, de estar con sus amigos, de acariciar la cabeza de los
niños que juegan en la vereda, futuro de la Patria. La tarde está clara, plena
de sol y hasta más fresca. Uno se detiene un momento antes de entrar a abrir la
puerta y cruza un par de frases con su vecina. Le pregunta por las flores que
está regando, por la dimensión insólita que ha alcanzado la enamorada del muro.
Comprende, de pronto que esa vieja hinchapelotas y mal llevada, no es tan mala.
Por lo contrario, es muy simpática. Entra por fin y va hasta el baño, antes de
prender la radio para oír, de punta a punta, los comentarios finales. Orina. Se
lava las manos, se mira en el espejo. Tiene más de mil nuevas canas en las
sienes. Hay dos arrugas novedosas y profundas en la frente. Las ojeras se han
tornado más oscuras. Uno ha envejecido cinco años otra vez, igual que siempre.
Todo por un clásico, apenas. Un partido de fútbol, simplemente.
Una adaptación que se hizo para el ciclo Los cuentos de Fontanarrosa que se emitió en el año 2007 por la canal 7 o la TV Pública.
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