Hernán Casciari nació en
Mercedes, Buenos Aires, en 1971. Fundó la Editorial Orsai y dirige la revista
del mismo nombre. Publicó las novelas «El pibe que arruinaba las fotos» y «Más
respeto que soy tu madre»; los libros de cuentos «España decí alpiste», «El
nuevo paraíso de los tontos», «Charlas con mi hemisferio derecho», «Messi es un
perro» y «El mejor infarto de mi vida»; y los libros de historietas «Doce
cuentos de verano» junto a Horacio Altuna y «Papelitos» junto a Gustavo Sala. En 2012 empezó a leer
sus cuentos en las radios Vorterix y Metro; el éxito de esas lecturas hizo que
comenzara a hacerlo en teatros. Recibió el Premio de Novela en la
Bienal de Buenos Aires (1991), el premio Juan Rulfo (París, 1998) y el premio
de la Deutsche Welle al mejor blog del mundo (Berlín, 2005).
Seleccionamos un
excelente cuento de Hernán Casciari, donde nos narra el gol de Diego Maradona a los ingleses
en el mundial de 1986 en México.
10,6 segundos
Menos de once segundos
antes, cuando el jugador argentino recibe el pase de un compañero, el reloj en
México marca las trece horas, doce minutos y veinte segundos. En la escena
central hay también dos británicos y un hombre algo mayor, de origen tunecino.
El deporte al que juegan, el fútbol, no es muy popular en Túnez. Por eso el
africano parece el único que no está en actitud de alarma atlética.
Se llama Alí Bin Nasser
y, mientras los otros corren, él camina despacio. Tiene cuarenta y dos años y
está avergonzado: sabe que nunca más será llamado a arbitrar un partido oficial
entre naciones.
También sabe que si,
doce años antes, cuando se lesionó en la liga tunecina, le hubieran dicho que
estaría en un Mundial, no lo habría creído. Tampoco la tarde en que se
convirtió en juez: en Túnez no es necesario, para acceder al puesto, más que
tener el mismo número de piernas que de pulmones.
Cuando dirigió su primer
partido descubrió que sería un árbitro correcto. Fue más que eso: logró ser el
primer juez de fútbol al que reconocían por las calles de la ciudad. Lo
convocaron para las eliminatorias africanas de 1984 y su juicio resultó tan
eficaz que, un año más tarde, fue llamado a dirigir un Mundial.
En México le pedían
autógrafos, se sacaban fotos con él y dormía en el hotel más lujoso. Había
arbitrado con éxito el Polonia-Portugal de la primera fase, y vigilado la línea
izquierda en un Dinamarca-España en donde los daneses jugaron todo el segundo
tiempo al achique; él no se equivocó ni una sola vez al levantar el banderín.
Cuando los organizadores
le informaron que dirigiría un choque de cuartos —nunca un juez tunecino había
llegado tan lejos—, Alí llamó a su casa desde el hotel, con cobro revertido, se
lo contó a su padre y los dos lloraron.
Esa noche durmió con
sofocones y soñó dos veces con el ridículo. En el primer sueño se torcía el
tobillo y tenía que ser sustituido por el cuarto árbitro; en el sueño, el
cuarto árbitro era su madre. En el segundo sueño saltaba al campo un
espontáneo, le bajaba los pantalones y él quedaba con los genitales al aire
frente a las televisiones del mundo.
De cada sueño se
despertó con palpitaciones. Pero no soñó nunca, durante la víspera, en dar por
válido un gol hecho con la mano. No soñó con que, en la jerga callejera de
Túnez, su apellido se convertiría en metáfora jocosa de la ceguera. Por eso
ahora dirige el segundo tiempo de ese partido con ganas de que todo acabe
pronto.
Ahora el jugador
argentino toca el balón con su pie izquierdo y lo aleja medio metro de la
sombra. El calor supera los treinta grados y esa sombra, con forma de araña, es
la única en muchos metros a la redonda.
Alrededor del campo,
acaloradas, ciento quince mil personas siguen los movimientos del jugador pero
solo dos, los más cercanos a la escena, pueden impedir el avance.
Se llaman Peter: Raid
uno, Beardsley el otro; nacieron en el norte de Inglaterra, uno en el cauce y
el otro en la desembocadura del río Tyne; los dos tuvieron, pocos años antes,
un hijo varón al que llamaron Peter; los dos se divorciaron de su primera mujer
antes de viajar a México; y los dos están convencidos, a las trece horas, doce
minutos y veintiún segundos, que será fácil quitarle el balón al jugador
argentino porque lo ha recibido a contrarié y ellos son dos: uno por el frente
y el otro por la espalda.
No saben que, una década
después, Peter Raid hijo y Peter Beardsley hijo serán amigos, tendrán quince y
dieciséis años y estarán bailando en una rave de Londres.
Un escocés de apellido
O’Connor —que más tarde será guionista del cómico Sacha Baron Cohen— los
reconocerá y, en medio de la danza, los esquivará con una finta y un regate. Lo
hará una vez, dos veces, tres veces, imitando el pase de baile que ahora, diez
años antes, le practica a sus padres el jugador argentino.
Raid hijo y Beardsley
hijo no entenderán la broma, entonces otros participantes de la rave se sumarán
a la burla de O’Connor y se formará un bucle de bailarines que, en forma de
tren humano, esquivará a los muchachos en dos tiempos.
Peter Raid hijo será el
primero en comprender la mofa, y se lo dirá a su amigo: «Es por el video de
nuestros padres, el de México ochenta y seis».
Peter Beardsley hijo
hará un gesto de humillación y los dos amigos escaparán de la fiesta
perseguidos por decenas de muchachos que gritarán, a coro, el apellido del
jugador que diez años antes, ahora mismo, se escapa de sus padres con un
quiebre de cintura.
Muy pronto Raid padre y
Beardsley padre dejarán de perseguir al jugador: será el trabajo de otros
compañeros intentar detenerlo. Ellos ahora permanecen congelados en medio de
una cinta que el tiempo convierte, a cámara lenta, de VHS a Youtube.
Ahora sus hijos tienen
cinco y seis años y no recordarán haber visto en directo el primer regate del
jugador, pero al comienzo de la adolescencia lo verán mil veces en video y
dejarán de sentir respeto por sus padres.
Peter Raid y Peter
Beardsley, inmóviles aún en el centro del campo, todavía no saben exactamente
qué ha pasado en sus vidas para que todo se quiebre.
Raudo y con pasos cortos,
el jugador argentino traslada la escena al terreno contrario. Solo ha tocado el
balón tres veces en su propio campo: una para recibirlo y burlar al primer
Peter, la segunda para pisarlo con suavidad y desacomodar al segundo Peter, y
una tercera para alejar el balón hacia la línea divisoria.
Cuando la pelota cruza
la línea de cal el jugador ha recorrido diez de los cincuenta y dos metros que
recorrerá y ha dado once de los cuarenta y cuatro pasos que tendrá que dar.
A las trece horas, doce
minutos y veintitrés segundos del mediodía un rumor de asombro baja desde las
gradas y las nalgas de los locutores de las radios se despegan de los asientos
en las cabinas de transmisión: el hueco libre que acaba de encontrar el jugador
por la banda derecha, después del regate doble y la zancada, hace que todo el
mundo comprenda el peligro.
Todos menos Kenny
Sansom, que aparece por detrás de los dos Peter y persigue al jugador con una
parsimonia que parece de otro deporte. Sansom acompaña al jugador argentino sin
desespero, como si llevara a un hijo pequeño a dar su primera vuelta en
bicicleta.
«Parecía que estuvieras
en un entrenamiento, joder», le dirá el entrenador Bobby Robson dos horas
después, en los vestuarios. «Ese no eras tú», le dirá su medio hermano Allan un
año más tarde, borrachos los dos, en un pub de Dublin.
Kenny Sansom rebobinará
mil veces el video en el futuro. Verá su paso desganado, casi un trote,
mientras el jugador se le escapa.
Comenzará, en noviembre
de ese año, a tener problemas con el juego y el alcohol. En la prensa
sensacionalista lo apodarán «White» Sansom, por su afición al vino blanco.
Su único amigo de las
épocas doradas será Terry Butcher, quizá porque ambos compartirán el eje de un
trauma idéntico.
Butcher es el que ahora,
cuando los relatores de radio y los espectadores en las gradas todavía están
poniéndose de pie, le tira una patada fallida al jugador que avanza por su
banda. Sin saber que su apellido, en el idioma del rival, significa carnicero,
Butcher perseguirá enloquecido al jugador y le tirará una segunda patada, esta
vez con ánimo mortal, en el vértice del área pequeña.
Terry Butcher tampoco
superará nunca el fantasma de esos diez segundos en el mediodía mexicano. «Al
resto de mis compañeros los regateó una sola vez, pero a mí dos…, pequeño
bastardo», le dirá a la prensa muchos años después, con los ojos vidriosos.
Kenny Sansom y Terry
Butcher no regresarán a México jamás, ni siquiera a playas turísticas alejadas
del Distrito Federal. En el futuro, sin hijos ni parejas estables, tendrán por
afición (con casi sesenta años cada uno) juntarse a tomar whisky los jueves por
la noche e inventar nuevos insultos contra el jugador argentino que ahora, sin
marca, entra al área grande con el balón pegado a los pies.
Antes del inicio de la
jugada, un hombre da un mal pase. Con ese error empieza la historia. Podría
haber jugado hacia atrás o a su derecha, pero decide entregar el balón al
jugador menos libre.
Ese hombre se llama
Héctor Enrique y se queda inmóvil después del pase, con las manos en la
cintura. Después de ese partido nunca podrá separarse del jugador, como si el
hilo invisible del pase vertical se transformara, con el tiempo, en un campo
magnético.
Enrique todavía no lo
sabe, pero volverá a participar de un Mundial de fútbol, veinticuatro años
después y en tierra sudafricana. Será parte del cuerpo técnico de un entrenador
que, más gordo y más viejo, tendrá el mismo rostro del hombre joven que ahora
corre en zigzag. Y acabará su carrera todavía más lejos, en los Emiratos
Árabes, de nuevo a la derecha del jugador al que, hace dos segundos, le ha dado
un pase a contrarié.
Durante muchas noches
del futuro, en un país extraño donde las mujeres tienen que ir en el asiento
trasero de los coches, Enrique pensará qué habría ocurrido si, en lugar de esa
mala entrega, le hubiera cedido el balón a Jorge Burruchaga, su segunda opción.
Burruchaga es el que
ahora corre en paralelo al jugador, por el centro del campo. Son las trece
horas, doce minutos y veinticuatro segundos: está convencido de que el jugador
le dará el pase antes de entrar al área, que únicamente le está quitando las
marcas para dejarlo solo frente a los tres palos.
Burruchaga corre y mira
al jugador; con el gesto corporal le dice «estoy libre por el medio» y mientras
espera el pase en vano no sabe que un día, algunos años después, aceptará un
soborno en la liga francesa y será castigado por la Federación Internacional.
Otra entrega a destiempo. Pero él, congelado en el presente, todavía corre y espera
la cesión que no llega nunca.
Días más tarde hará el
gol decisivo de la final, pero el mundo solo tendrá ojos y memoria para otro
gol. Año tras año, homenaje tras homenaje, el suyo no será el más admirado.
Una noche Burruchaga
llamará por teléfono a Arabia Saudita para conversar con su amigo Héctor
Enrique, y lamentará, un poco en broma, un poco en serio, aquel gol ajeno que
opacó el decisivo de la final. Entonces Enrique verá por la ventana una
tormenta de arena y, sin pretenderlo, lo hará sonreír. «No fue para tanto aquel
gol», le dirá, «el pase se lo di yo, si no lo hacía era para matarlo».
Dentro del campo de
juego el viento sopla a doce kilómetros por hora. Si hubiera soplado a sesenta
kilómetros por hora, como ocurrió en la Ciudad de México seis días más tarde,
quizás la jugada no hubiera acabado bien.
El avance parece veloz
por ilusión óptica, pero el jugador regula el ritmo, frena y engaña. Hay una
geometría secreta en la precisión de ese zigzag, un rigor que se hubiera roto
con un cambio en el viento o con el reflejo de un reloj pulsera desde las
gradas.
Terry Fenwick piensa en
las variables del azar mientras se ducha cabizbajo tras la derrota. Sobre todo
en una, la menos descabellada.
Antes del partido,
Fenwick le aconsejó a su entrenador Bobby Robson que lo mejor sería hacerle, al
jugador rival, un marcaje hombre a hombre. Bobby respondió que la marca sería
zonal, como en los anteriores partidos.
¿Qué habría ocurrido si
Robson le hacía caso?, se preguntará Terry Fenwick desnudo, en la soledad del
vestuario, con el agua reventándole las sienes.
En este momento, a las
trece horas, doce minutos y veintiséis segundos del mediodía, es él quien ve
llegar al jugador con el balón dominado; es él quien cree que dará un pase al
centro del área. Fenwick piensa igual que Burruchaga, apoya todo el cuerpo en
su pierna derecha para evitar el pase y deja sin candado el flanco izquierdo.
El jugador, con un pequeño salto, entra entonces por el hueco libre, pisa el
área y encuentra los tres palos.
«Mierda», le dirá a la
prensa Terry Fenwick en 1989, «arruinó mi carrera en cuatro segundos». Dos años
después del exabrupto, en 1991, Fenwick pasará cuatro meses en prisión por
conducir borracho. Dirá, a mediados de la década siguiente, que no le daría la
mano al jugador argentino si lo volviera a ver.
En esas mismas fechas
una de sus hijas cumplirá dieciocho años. Durante la fiesta, Terry Fenwick la
encontrará besándose con un argentino en una playa de Trinidad. Reconocerá la
identidad del muchacho por una camiseta celeste y blanca con el número diez en
la espalda. Fenwick aún no lo sabe, pero en su vejez dirigirá un ignoto equipo
llamado «San Juan Jabloteh» en Trinidad y Tobago, un país que nunca jugó un
Mundial, pero que tiene playas.
Fenwick se emborrachará
cada día en la arena de esas playas. La tarde del encuentro de su hija con el
argentino querrá acercarse al chico para golpearlo. El argentino hará el gesto
salir para la izquierda y escapará por la derecha. Fenwick, de nuevo, se comerá
el amague.
Ocho pasos, de cuarenta
y cuatro totales, dará el jugador dentro del área, y le bastarán para entender
que el panorama no es favorable.
Hay un rival soplándole
la nuca a su derecha, Terry Butcher; otro a su izquierda, Glenn Hoddle, le impide
la cesión a Burruchaga; Fenwick se ha repuesto del amague y ahora cubre el
posible pase atrás y, por delante, el portero Peter Shilton le cierra el primer
palo.
El norte, el sur y el
este están vedados para cualquier maniobra. Son las trece horas, doce minutos y
veintisiete segundos del mediodía. Tres horas más en Buenos Aires. Seis horas
más en Londres.
En cualquier ciudad del
mundo, a cualquier hora del día o de la noche, intentar el disparo a puerta en
medio de ese revoltijo de piernas es imposible, y el que mejor lo sabe es Jorge
Valdano, que llega solo, muy solo, por la izquierda.
Nadie se percata de la
existencia de Valdano, ni ahora en el área grande ni durante la escuela
primaria, en el pueblo santafecino de Las Parejas.
Jorge Valdano se sentaba
a leer novelas de Emilio Salgari mientras sus compañeros jugaban al fútbol en
los recreos, arremolinados detrás de la pelota. El fútbol le parecía un juego
básico a los nueve años, pero a los once ocurrió algo: entendió las reglas y
supo, sin sorpresa, que los demás chicos no lo practicaban con inteligencia.
Empezó a jugar con ellos
y, mientras el resto perseguía el balón sin estrategia, él se movía por los
laterales buscando la geometría del deporte.
Y fue bueno. Integró dos
clubes del pueblo y pronto lo llamaron de Rosario para las inferiores de
Newell’s; debutó en primera antes de los dieciocho. A los veinte era campeón
mundial juvenil en Toulon. A los veintidós ya había jugado en la selección
absoluta.
Pero en esos años de
vértigo nunca amó el juego por encima de todo. Si le daban a elegir entre un
partido entre amigos o una buena novela, siempre elegía el libro.
Hasta ese momento de sus
treinta años, Valdano no estaba seguro de haber elegido su verdadera vocación.
Por eso ahora, que espera el pase, siente por fin que ese puede ser su destino,
que quizá ha venido al mundo a tocar ese balón y colgarlo en la red.
Sabe que la única opción
del jugador es el pase a la izquierda. No le queda otra salida. Mientras pisa
el área piensa: «Si no me la da, largo todo y me hago escritor”.
Pero el jugador entra al
área sin mirarlo. Tampoco Butcher, ni Fenwick, ni Hoddle, ni Shilton se enteran
de su presencia. Ni siquiera el camarógrafo, que sigue la jugada en plano
corto, lo distingue a tiempo.
En el video, Valdano es
un fantasma que asoma el cuerpo completo recién cuando el balón está en el
vértice del área pequeña. Jorge Valdano todavía no lo sabe, pero al final de
ese torneo comenzará a escribir cuentos cortos.
No hay enemigo mayor
para un atacante que el portero. El resto de los rivales puede usar la
zancadilla rastrera o las rodillas para el golpe en el muslo. No importa, son
armas lícitas en un deporte de hombres y el agredido puede devolver la acción
en la siguiente jugada.
Pero el portero, el
guardavallas, el goalkeeper, el arquero (como el de Lucifer, sus nombres son
infinitos) puede tocar el balón con las manos.
El portero es una
anomalía, una excepción capaz de deshacer con las manos las mejores acrobacias
que otros hombres hacen con los pies. Y hasta ese día ningún futbolista de
campo había logrado devolver esa afrenta en un Mundial.
Por eso ahora, cuando el
jugador pisa el área y mira a los ojos al portero Peter Shilton (camisa gris,
guantes blancos), entiende el odio en la mirada del inglés.
Media hora antes el
argentino había vengado a todos los atacantes de la historia del fútbol: había
convertido un gol con la mano. La palma del atacante había llegado antes que el
puño del guardameta. En el reglamento del fútbol esa acción está vedada, pero
en las reglas de otro juego, más inhumano que el fútbol, se había hecho
justicia.
Por eso en este momento
culminante de la historia, a las trece horas, doce minutos y veintinueve
segundos, Peter Shilton sabe que puede vengar la venganza. Sabe muy bien que
está en sus manos desbaratar el mejor gol de todos los tiempos. Necesita
hacerlo, además, para volver a su país como un héroe.
Shilton había nacido en
Leicester, treinta y seis años antes de aquel mediodía mexicano. Ya era una
leyenda viva, no le hacía falta llegar a su primer y tardío Mundial para
demostrarlo.
Aún no lo sabe, pero
jugará como profesional hasta los cuarenta y ocho años. Protagonizará en el
futuro muchas paradas inolvidables que, sumadas a las del pasado, lo
convertirán en el mejor goalkeeper inglés.
Sin embargo (y esto
tampoco lo sabe) en el futuro existirá una enciclopedia, más famosa que la
Britannica, que dirá sobre él:
«Shilton, Peter:
guardameta ingles que recibió, el mismo día, los goles conocidos como ‘la mano
de Dios’ y el ‘del Siglo’».
Ese será su karma y es
mejor que no lo sepa, porque todavía sigue mirando a los ojos al jugador
argentino que se acerca, y tapa su palo izquierdo como le enseñaron sus
maestros.
Cree que Terry Butcher
puede llegar a tiempo con la patada final. «Quizá sea córner», piensa. «Quizá
pueda sacar el balón con la yema de los dedos».
Tampoco sabe que dos
años más tarde se publicará en Gran Bretaña un videojuego con su nombre,
titulado «Peter Shilton’s Handball», ni que sus hijos lo jugarán, a escondidas,
en las vacaciones de 1992.
Mejor que no conozca el
futuro ahora, porque debe decidir, ya mismo, cuál será el siguiente movimiento
del jugador. Y lo decide: Shilton se juega a la izquierda, se tira al suelo y
espera el zurdazo cruzado. El argentino, que sí conoce el futuro, elige seguir
por la derecha.
Antes de tocar por
última vez el balón con su pie izquierdo, a las trece horas, doce minutos y
treinta segundos del mediodía mexicano, el jugador argentino ve que ha dejado
atrás a Peter Shilton; ve que Jorge Valdano arrastra la marca de Terry Fenwick;
ve que Peter Raid, Peter Beardsley y Glenn Hoddle han quedado en el camino; ve
a Terry Butcher que se arroja a sus pies con los botines de punta; ve a Jorge
Burruchaga que frena su carrera con resignación; ve a Héctor Enrique, todavía
clavado en la mitad del campo, que cierra el puño de la mano derecha; ve a su
entrenador que salta del banquillo como expulsado por un resorte y al otro
entrenador, el rival, que baja la mirada para no ver el final del avance; ve a
un hombre pelirrojo con una pipa humeante en la primera bandeja de las gradas;
ve la línea de cal de la portería contraria y recuerda el rostro del empleado
que, durante el entretiempo, la repasó con un rodillo; ve nítidamente a su
hermano el Turco que, con siete años, le echa en cara un error que cometió en
Wembley en un jugada parecida, ve los labios sucios de dulce de leche de su
hermano cuando dice:
«La próxima vez no le
pegues cruzado, boludito, mejor amagále al arquero y seguí por la derecha».
Ve el rostro de su
hermano con la luz de la cocina donde ocurrió la escena, ve la picardía con que
lo miraba; ve, detrás del arco, un cartel que dice Seiko en letras blancas
sobre fondo rojo; ve las uñas pintadas de verde de su primera novia, el día que
la conoció, y ve a esa misma chica, ya mujer, amamantando a una niña; ve una
pelota desinflada y se ve a él mismo, con nueve años, que intenta dominarla; ve
a su madre y a su padre que arrastran, con esfuerzo, un enorme bidón de kerosén
por una calle de tierra en la que ha llovido; ve una taquilla, en un vestuario
de La Paternal, que lleva su nombre y su apellido en letras flamantes, ve su
orgullo adolescente al leer por primera vez su nombre y su apellido en la
taquilla; ve un estadio, sus tablones de madera, y ve también que un día el
estadio entero, y no solo la taquilla, llevará su nombre.
El jugador argentino ha
controlado el aire de sus pulmones durante nueve segundos, y ahora está a punto
de soltar todo el aire de un soplido.
Al revés que todos los
rivales y compañeros que ha dejado atrás, él puede respirar con su pierna
izquierda, y también puede intuir el futuro mientras avanza con el balón en los
pies.
Ve, antes de tiempo, que
Shilton se arrojará a la derecha; ve la intención segadora de Terry Butcher a
sus espaldas, se ve a él mismo, muchos años más tarde, con un nieto en los
brazos, visitando la entrada del Estadio Azteca donde se levanta una estatua de
bronce sin nombre: solo un jugador joven con el pecho inflado, un balón en los
pies y una fecha grabada en la base: 22 de junio de 1986; ve una rave en
Londres donde dos chicos de quince años escapan de una multitud que se burla;
ve un departamento en penumbras donde solo hay una mesa, dos amigos y un espejo
sobre la mesa; ve a una muchacha en una playa del trópico que se deja besar por
un chico que lleva puesta una camiseta argentina; ve un enjambre de periodistas
y fotógrafos a la salida de todos los aeropuertos, de todas las terminales, de
todos los estadios y de todos los centros comerciales del mundo; ve a un niño
embobado con un videojuego en la ciudad de Leicester, mientras su hermano
vigila por la ventana que no aparezca el padre; ve el cadáver de un hombre
viejo que ha muerto en Ginebra ocho días antes de ese mediodía, un hombre que
también ha visto todas las cosas del mundo en un único instante.
Ve Fiorito de día; ve
Nápoles de tarde; ve Barcelona de noche.
Ve el estadio de Boca a
reventar y él está en el medio del campo pero no lleva un balón en los pies,
sino un micrófono en la mano; ve a un anciano en el aeropuerto de Cartago, que
espera a su hijo en el último vuelo desde México, para abrazarlo y consolarlo;
ve un tobillo inflamado; ve a una enfermera de la Cruz Roja, regordeta y
sonriente; ve todos los goles que ha hecho y los que hará; ve todos los goles
que ha gritado y los que gritará en su vida entera; se ve, con cincuenta y tres
años, mirando desde el palco la final del mundo en el estadio Maracaná; ve el
día que verá a su madre por última vez; ve la noche en que verá por última vez a
su padre; ve crecer a todos los hijos de sus hijos; ve los dolores de parto de
una mujer que está a punto de parir un niño zurdo en Rosario, un año y dos días
más tarde de ese mediodía mexicano; ve un espacio mínimo, imposible, entre el
poste derecho y el botín de Terry Butcher.
Cierra los ojos. Se deja
caer hacia adelante, con el cuerpo inclinado, y se hace silencio en todo el
mundo.
El jugador sabe que ha
dado cuarenta y cuatro pasos y doce toques, todos con la zurda. Sabe que la
jugada durará diez segundos y seis décimas. Entonces piensa que ya es hora de
explicarle a todos quién es él, quién ha sido y quién será hasta el final de
los tiempos.
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