Según nos cuenta Carlos Páez de la Torre h, Hipólito
Buchard (o Buchardo), fue un “corsario” de la naciente Argentina que incursionó
en los mares del mundo. Francés nacido en Saint-Tropez en 1780, Bouchard era
marino desde adolescente y luchó tripulando los barcos de Napoleón. Llegó a
Buenos Aires en 1809, y al instalarse la Primera Junta, le ofreció sus
servicios, que fueron aceptados. Estuvo al mando de Juan Bautista Azopardo en
el desventurado combate de San Nicolás, y luego ingresó a los flamantes
Granaderos a Caballo del coronel José de San Martín.
Posteriormente estuvo al mando de la Corbeta “Halcón” y
debía unirse al Almirante Guillermo Brown para operar en el Perú, juntos
capturaron varios barcos, y se separaron luego del ataque frustrado a
Guayaquil. En 1816, regresa a Buenos Aires, donde se rearma la fragata, con su
nuevo nombre: “La Argentina”, con la que emprendería su periplo por Madagascar,
islas Célebes, islas Sándwich, hasta llegar a la costa norte del Pacífico, y
asolar distintas poblaciones del dominio español en la zona de México y
Centroamérica.
Hipólito Buchard (dibujo Enrique Breccia) |
Bartolomé Mitre nos cuenta estos últimos episódios:
VI
(...) Buchardo, siguiendo el
ejemplo de su predecesor sir Francis Drake, que ha dejado su nombre escrito en
la geografía de California, se decidió a ir a establecer su crucero sobre las costas
de Méjico por la parte del Pacífico, con el ánimo de hostilizar vigorosamente sus
poblaciones, destruyendo en sus puertos los restos del poder naval de la España
en América.
Con tal propósito dio la
vela desde la isla de Moroto (Sandwich)el 25 de octubre de 1818, dirigiéndose a
las costas de la Alta California. El 22 de noviembre fondeó la expedición a la
entrada de la bahía de San Carlos de Monterrey.
Al decidirse a iniciar sus
operaciones por este punto, fue porque, siendo este pueblo la capital de la
Nueva California, y teniendo a sus inmediaciones ricas minas, era probable que se
encontrasen en el algunos tesoros pertenecientes al Rey de España, y en su
puerto algunas naves de guerra enemigas que hubiesen ido a refugiarse allí huyendo
de la escuadra independiente mandada por el almirante Cochrane, terror entonces
de aquellos mares. Otra circunstancia le decidió además a ello, y fue, que, según
los informes que tenía, las baterías del puerto se hallaban desmanteladas, y la
población sin medios eficaces de defensa. No era así, sin embargo.
Se recordará que el capitán Piris
se había trasladado a la isla Atoy en una fragata americana. El cargamento de
este buque consistía en una docena de piezas de grueso calibre, que llevaba con
el objeto de negociar con ellas. En una comida que dio a su borda a la
oficialidad de la expedición argentina, uno de los convidados dejó imprudente-mente
trascender el plan que ocupaba a su comandante. Inmediata-mente se había dado a
la vela la fragata americana, y dando la alarma en Monterrey, consiguió vender
a buen precio la mercancía bélica.
El gobernador de Monterrey,
impuesto del peligro, puso a la población sobre las armas, pidió refuerzos de,
tropas, al interior, rehabilitó las baterías artillándolas con 18 piezas, y
estableció a lo largo dela costa nuevas baterías provisionales para situar
convenientemente la artillería volante de que podía disponer.
Así apercibidos al combate,
esperaban los de Monterrey el ataque de los corsarios argentinos.
Fragata La Argentina (dibujo Enrique Breccia) |
El plan de Buchardo era
hacerse preceder por la Chacabuco con bandera americana, entrando él en seguida
durante la noche con La Argentina; y después de informado por el comandante de aquélla
del estado de defensa del puerto y de los recursos de que podía disponer para
una resistencia, efectuar su desembarco y posesionarse de la población.
Tan prudente plan fue
frustrado por varios accidentes.
Al entrar en la bahía
sobrevino una gran calma. Eran las cinco de la tarde, y los buques de la expedición
distaban aún como dos leguas del punto donde debía verificarse el desembarco.
Echando, sin embargo, al agua sus embarcaciones menores y haciéndose remolcar por
ellas, consiguieron alcanzar la boca del puerto.
Rechazada por las corrientes
del puerto, la fragata tuvo que dar fondo en quince brazas de profundidad, y a
distancia de dos millas de la población.
La corbeta, buque más ligero
y de mejor corte, pudo penetrar en la noche al interior del puerto y echó sus
anclas a tiro de pistola de la costa, a la sombra de un promontorio, cuya forma
no pudo distinguirse en la obscuridad. Aquel promontorio era el fuerte que
defendía la bahía con dos baterías en gradientes, con tiros fijantes sobre él.
En esta disposición, el capitán
Buchardo dispuso que su primer teniente don Guillermo Shipre, que había reemplazado
al malogrado Somers, tomase 200 hombres de fusil y arma blanca de la guarnición
de La Argentina, y que en sus botes se trasladase con ellos a la corbeta,
ordenándole que inmediatamente efectuase el desembarco.
Esta operación fue fatigosa:
la gente llegó a la corbeta con más disposiciones de descansar que de combatir,
y el mismo Shipre, marino experimentado y valiente, se entregó a una ciega
confianza y pasó la noche sin cuidarse mucho de lo que pudiese suceder.
Ya empezaba a amanecer
cuando un grumete se acercó respetuosamente a Shipre a hacerle presente que el
día venía y que se hallaban bajo los fuegos de una batería. Shipre subió a la
cubierta y se cercioró de que en efecto se hallaba bajo la boca amenazadora de
18 cañones. Ya no era tiempo de efectuar el desembarque ni retirarse, y tuvo que
decidirse por el combate.
Izada la bandera argentina
con grandes aclamaciones, rompió el fuego la Chacabuco sobre el fuerte. Las dos
baterías del fuerte, apoya-das por piezas volantes que cruzaban sus fuegos a
vanguardia de ellas: contestaron con ventaja y viveza los tiros de la corbeta,
sin perder una sola de sus balas. A los quince minutos de combate la posición de
la Chacabuco fue insostenible: acribillada de parte a parte, con su maniobra inutilizada
y sembrado su puente de muertos y heridos, tuvo que rendirse bajo el fuego
incesante del enemigo. Así dice Buchardo, que presenciaba el combate sin poder
tomar parte en él a causa de la calina: a los diecisiete tiros de la fortaleza
tuve el dolor de ver arriar la bandera de la Patria. Oigamos sus propias palabras
en este momento de prueba:
Los botes regresaron de la corbeta
con poco orden, trayendo el que más cinco hombres: así no tenía a bordo de la fragata
sino 40 hombres, inclusos comandante y último muchacho. Toda la gente de la
corbeta estaba en poder del enemigo, pero éste no la había bajado atierra, y se
contentaba con cañonear el buque, para que desenvergase y aferrase velas como lo
ejecutaba, sufriendo mientras tanto un vivo fuego, de modo que la corbeta fue pasada
a balazos de un costado al otro. Mi situación en este instante fue riesgosa,
pero procuró conservar sereno el espíritu. En aquel momento sopló una brisa que
permitió a la fragata acercarse a tiro de cañón de la fortaleza poniendo la
corbeta bajo la protección de sus fuegos.
En seguida despachó un parlamentario
a tierra exigiendo se le permitiese sacarla de su fondeadero, sin que fuese
molestada.
El gobernador de Monterrey contestó
de oficio que sólo permitiría sacar el buque mediante una fuerte suma que fijó
por el rescate.
La respuesta del gobernador
manifestaba poca decisión. Como el objeto de Buchardo era únicamente ganar
tiempo hasta la noche para poner en ejecución un nuevo plan que había concebido,
todos sus esfuerzos se contrajeron a garantizar a la corbeta de un nuevo
cañoneo, para lo que bastaba la posición. que había tomado. Tal era el estado de
desamparo de las posesiones españolas durante la Revolución americana, a consecuencia
de la anulación de sumarina, que en el puerto de Monterrey no existía en
aquella época ni un bote por medio del cual pudiera comunicar con la corbeta
rendida; así es que, aún cuando los enemigos cantaran Victoria desde lo alto de
sus muros, se veían en la imposibilidad de recoger sus frutos. Al llegarla
noche se entregaron a la más ciega alegría, y mientras en la corbeta sólo se
oían los lamentos de los heridos, se percibían desde ella en el fuerte la
música y el bullicio de los festejos que celebraban la derrota de los
argentinos.
A las nueve de la noche se
acercó a la corbeta un bote de La Argentina, y sucesivamente todas las
embarcaciones menores disponibles, con cuyo auxilio se transbordó
silenciosamente a la fragata toda la gente que había en la Chacabuco, dejando
tan sólo los heridos para que sus quejidos no diesen el alerta al enemigo.
En esta operación y en
preparar un desembarco se pasó la noche. Al amanecer del día 24 de noviembre
estaban listos para acometer la empresa 200 hombres, armados de fusil 130 y el resto
con picas de abordaje.
La fuerza destinada al
ataque era mandada en jefe por el mismo Buchardo, y le acompariaban los oficiales
Cornet, Telary, Olto, Ilatton, Piris, Espora, Gómez, Whallao, los dos Merlo y
el cirujano de la expedición, quedando el teniente Van Burgen al cargo de las embarcaciones
que componían la flotilla de desembarco.
A las ocho de la mañana se
efectuó el desembarco a una legua dela fortaleza, y al subir un estrecho
desfiladero, se le presentó una división de 300 a 400 hombres de caballería, que
fue dispersada por los fuegos de la infantería argentina.
Pronto se halló la división
expedicionaria a espaldas de las fortificaciones, que al amago del asalto fueron
abandonadas por sus defensores, enarbolándose en ellas a las diez de la mañana la
bandera argentina que saludaron desde la bahía con gritos de triunfo los buques
del crucero.
En la fortaleza fueron
tomadas veinte piezas de artillería, diez de a doce de la batería alta, ocho de
la baja, y dos cañones de campaña. Las tropas dispersas del enemigo se habían
reconcentrado en la población protegidas con algunas piezas volantes con que rechazaron
el avance de los primeros grupos que se acercaron a ella; pero, regularizando
el ataque, todo fue rendido a fuego y lanza, sometiéndose todos a la autoridad
del corsario argentino.
Durante los seis días que la
bandera argentina permaneció enarbolada en los muros de Monterrey, el
comandante Buchardo se ocupó en inutilizar la artillería rendida, haciendo
reventar las piezas, arrasarla fortaleza hasta los cimientos, así como el
cuartel y el presidio, haciendo volar los almacenes del Rey, respetando tan
sólo los templos y las casas de los americanos.
De todos los trofeos de la
victoria se reservaron dos piezas ligeras de bronce que, juntamente con una cantidad
de barras de plata encontradas en un granero, fueron embarcadas en la fragata.
El 29 del mismo, reparada ya
la corbeta que había quedado en estado de no poder flotar, abandonó Buchardo Monterrey,
con el objeto de repetir la misma operación en todas las poblaciones de la
costa mejicana. La misión de San Juan, la de Santa Bárbara y otras poblaciones menos
importantes, fueron sucesivamente ocupadas por sus fuerzas en el espacio de veinte
días, incendiando en ellas todas las pertenencias españolas, con excepción del templo
y las casas americanas.
El 25 de enero de 1819 estableció
el bloqueo del puerto de San Blas, y sucesivamente el de Acapulco y Sonsonate. En
este último punto encontró una guarnición de 200 veteranos venida de Guatemala,
que con la población en armas y algunos cañones en posición se le presentaron
en la playa en ademán de hacer resistencia. Trasladándose Buchardo a la
Chacabuco por ser buque de menor calado y de más fácil maniobra, penetró en el puerto
y rompiendo el fuego sobre las fuerzas de tierra, las dispersó completamente,
tomando sin resistencia un bergantín español que allí había.
De este modo pasó por
aquellas costas como un huracán el cruce-ro La Argentina, barriéndolo todo, así
en el agua como en la tierra, y derramando en ellas el espanto y la desolación.
Aún nos queda que referir
sus últimas proezas y sus últimos trabajos.
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