Ocurre
en la fortaleza del Callao una sublevación del Ejército de los Andes, que
tristemente desenlaza en la historia que Bartolomé Mitre nos relata sobre
Falucho, este relato plasmado en distintas crónicas que fueron publicadas por
primera vez el 14 de mayo de 1857 en el periódico Los Debates.
Relata
la historia, que la noche del 4 al 5 de febrero de 1824, se sublevó la
guarnición patriota del Callao, la cual estaba compuesta por los restos del
Ejército de los Andes; que eran el regimiento Río de la Plata, los batallones
2º y 5º de Buenos Aires, y los artilleros de Chile, a los que se les unieron
dos escuadrones amotinados del regimiento de Granaderos a Caballo.
La
sublevación tuvo su origen a que a los pobres soldados se les debían cinco meses de
paga, cuando el día anterior se les había abonado los sueldos de los jefes y oficiales,
sumado al deseo de regresar a la patria, ya sea Buenos Aires o Chile, y el rechazo de
tener que embarcarse hacia el norte para engrosar el ejército de Simón Bolívar. El motín
fue encabezado por Dámaso Moyano y Francisco Oliva, ambos sargentos del
Regimiento del Río de la Plata, la tropa se entregó a los excesos. Al ver la
indisciplina reinante, el mulato Moyano, acepta la sugerencia de Oliva de
consultar al coronel realista José María Casariego, quien los convence de que
se unan a las filas realistas donde serían recompensados, finalmente el motín
fracasaría y los sublevados recibirían su castigo.
Bartomé Mitre
nos cuenta:
IV Falucho
En la noche del 6 de febrero, subsiguiente a la de la
sublevación, hallábase de centinela en el torreón del Real Felipe un soldado
negro, del regimiento del Río de la Plata, conocido en el Ejército de los Andes
con el nombre de guerra de Falucho. Era Falucho un soldado valiente, muy
conocido por la exaltación de su patriotismo, y, sobre todo, por su entusiasmo por
cuanto pertenecía a Buenos Aires. Como uno de tantos que se hallaban en igual caso,
había sido envuelto en la sublevación, que hasta aquel momento no tenía más
carácter que el de un motín de cuartel. Mientras que aquel obscuro centinela
velaba en el alto torreón del castillo, donde se elevaba el asta-bandera, en que
hacía pocas horas flameaba el pabellón argentino[i],
Casariego decidía a los sublevados a enarbolar el estandarte español en la
obscuridad de la noche, antes de que se arrepintiesen de su resolución.
Sacada la bandera española de la sala de armas, donde se
hallaba rendida y prisionera, fue llevada en triunfo hasta el baluarte de Casas
Matas, en donde ser enarbolada primeramente, afirmándola condebía una salva
general de todos los castillos.
Faltaba poco para amanecer, los primeros resplandores de
la aurora iluminaban el horizonte y el mar Pacífico estaba sereno.
En aquel momento se presentaron ante el negro Falucho los
que debían enarbolar el estandarte, contra el que combatía después de catorce
años.
A su vista el noble soldado, comprendiendo su humillación,
se arrojó al suelo y se puso a llorar amargamente, prorrumpiendo en sollozos.
Los encargados de cumplir lo ordenado por Moyano, admirados
de aquella manifestación de dolor, que acaso interpretaron como un movimiento de
entusiasmo, ordenaron a Falucho que presentase el arma al pabellón del Rey que
se iba a enarbolar.
-Yo no puedo hacer honores a la bandera contra la que he
pelea-do siempre contestó Falucho con melancólica energía, apoderándose nuevamente
del fusil que había dejado caer.
- ¡Revolucionario! ¡Revolucionario! gritaron varios a un mismo
tiempo.
- ¡Malo es ser revolucionario, pero peor es ser traidor! Exclamó
Falucho con el laconismo de un héroe de la antigüedad[ii]
y tomando su fusil por el mango, lo hizo pedazos contra el asta bandera, entregándose
nuevamente al más acerbo dolor.
Los ejecutores de la traición, apoderándose inmediatamente
de Falucho, le intimaron que iba a morir, y haciéndole arrodillarse en la muralla
que daba frente al mar, cuatro tiradores le abocaron a quemarropa sus armas al pecho
y a la cabeza. Todo era silencio y las sombras flotantes de la noche aún no se habían
disipado. En aquel momento brilló el fuego de cuatro fusiles, se oyó su
detonación: resonó un grito de ¡viva Buenos Aires! y luego, entre una nube de humo,
se sintió el ruido sordo de un cuerpo que caía al suelo. Era el cuerpo ensangrentado
de Falucho, que caía gritando ¡viva Buenos Aires! ¡Feliz el pueblo que tales sentimientos
puede inspirar al corazón de un soldado tosco y obscuro!
Así murió Falucho, como un guerrero digno de la República
de España, enseñando cómo se muere por sus principios y cómo se protesta bajo
el imperio de la fuerza. Para enarbolar la bandera española en los muros del
Callao, fue necesario pasar por encima de su cadáver. Se enarboló al fin, pero salpicada
con su sangre generosa, y aún tremolando orgullosamente en lo alto del baluarte,
el valiente grito de ¡viva Buenos Aires! fue la noble protesta del mártir
contra la traición de sus compañeros. Esa protesta fue sofocada por el estruendo
de la artillería en los baluartes del Callao.
Falucho había nacido en Buenos Aires, y su nombre verdadero
era Antonio Ruiz. Pocos generales han hecho tanto por la gloria como ese humilde
y obscuro soldado, que no tuvo un sepulcro, que no ha tenido una corona de
laurel, y cuyo nombre todavía no ha sido registrado en la historia de su
patria.
¡El martirio de Falucho no fue estéril!
Pocos días después, se sublevaron en la Tablada de Lurín[iii]
dos escuadrones del regimiento de Granaderos a caballo, y deponiendo a sus jefes
y oficiales, marcharon a incorporarse a los sublevados del Callao. A la
distancia vieron flotar el pabellón español en las murallas. A su vista, una parte
de los granaderos, que ignoraba que los sublevados hubiesen proclamado al Rey,
volvieron avergonzados sobre sus pasos, como si la terrible sombra de Falucho les
enseñase airada el camino del honor. Sólo los más comprometidos persistieron en
su primera resolución y volvieron sus armas contra sus antiguos compañeros, quedando
así disuelto por el motín y la traición el memorable Ejército de los Andes,
libertador de Chile y del Perú.
[i] Esta
bandera, traída del Perú por el general don Enrique Martínez, fue entregada al gobierno
de Buenos Aires, acompañada de una memoria sobre las campañas del Ejército de
los Andes. Es la misma que se ha presentado al pueblo al jurar Buenos Aires la Constitución
Nacional y al inaugurarse las estatuas de San Martín. y de Belgrano.
[ii] Todos
estos detalles y palabras, como los demás que se leerán, son rigurosamente
históricos.
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