El
siguiente es un cuento de Liliana Bodoc publicado en el diario Página12, en la
sección Verano 12, el 20 de Enero de 2016; que ella misma describiera en el
artículo que precede el cuento, El cuento por su autor:
Cuatro elementos, cuatro libros de relatos. El cuento que ahora comparto con ustedes, basado en un personaje tristemente histórico, pertenece al fuego.Cuando escribo cuentos, me gusta enhebrarlos en un eje temático. Lo hice con los colores y con los pájaros... Esta vez, previo paso por las figuras geométricas, me quedé con los elementos. Agua, aire, fuego y tierra; no podemos vivir sin ellos. Tierra, aire, fuego y agua, están presentes en nuestras vidas de múltiples maneras. El agua es río y es también sudor, es lluvia y es llanto. El fuego es un fósforo y es un incendio voraz, es el verano, y es la bomba atómica.La escritura de estos cuentos me llevó por múltiples búsquedas y caminos. Me metí con géneros que, hasta el momento, nunca había intentado. Cuentos realistas y fantásticos; pero también cartas, sonetos, fábulas, algo de teatro... Quise que estos libros fueran así, cambiantes y contradictorios, como los elementos.Elegí “Little Boy” pensando en que, seguramente, la mayoría de los lectores del querido suplemento veraniego serán adultos. Pero lo hice también porque en él se refleja una idea de escritura que se me hace cada vez más imperiosa: narrar asuntos y hechos que me trasciendan, que vayan mucho más allá de mi intimidad y mi historia personal. Mi álbum de fotos es aburrido, mis tormentos no dan para la imprenta. Creo que lo mejor siempre está afuera, nunca encerrado entre las cuatro paredes de mi individualidad. En estos últimos tiempos me ha dado por buscar mis historias en los altillos y los sótanos de la humanidad.Por fin, también elegí “Little Boy” porque este verano nos va a obligar a permanecer en estado de atención. Por suerte, el sol no se tapa con una mano.
Little
Boy
Theodore
Van Kirk tenía demasiadas medallas como para saludar a cualquiera. 15, además
de otros galardones que había recibido en los últimos años como reconocimiento
a su acción por la patria.
Theodore
Van Kirk era un hombre estricto en sus horarios, así que subió al ascensor con
el tiempo necesario. Quería llegar tranquilo a su reunión con el coleccionista
privado que deseaba adquirir su licencia de vuelo. No tenía dudas de que sería
una conversación interesante. Theodore escucharía calmadamente para luego decir
que no era cuestión de precio sino de honor. Y que su licencia de vuelo, la que
llevaba consigo aquella madrugada de agosto, no estaba a la venta. Con
seguridad, el coleccionista iba a ofrecer una cifra suculenta. En esos años,
veinte desde el final de la guerra, muchos habían intentado lo mismo. Pero
Theodore Van Kirk esperaba su lugar en un museo.
Por
todas estas cosas, más sus 15 medallas, el ex piloto no reparó en la persona
que había en el ascensor. Apenas alcanzó a darse cuenta de que se trataba de un
hombre.
Van
Kirk no saludó al desconocido. Solo pensaba en su reunión cuando comenzó a
bajar desde el piso diecisiete de un edificio que tenía veinte pisos fastuosos.
El edificio y el ascensor eran modernos y elegantes, aun para la ciudad más
bella de la tierra.
Desde
luego, Theodore Van Kirk no tuvo ningún reparo en darle la espalda a su
acompañante. Estaba ensimismado en una sonrisa de orgullo, pensando en los
elogios que recibiría.
“Y
usted, con tan solo 24 años, llevó a cabo la proeza que nos dio la victoria.”
“Y
usted guiando aquel pequeño avión en medio de la noche. Porque era un avión
pequeño, ¿verdad?”
Entonces
él asentiría. Sí, un bombardero B29 con 12 tripulantes a bordo.
12
tripulantes. Y sin embargo Van Kirk fue el más entrevistado, el más celebrado
por sus conciudadanos, y por las autoridades civiles y militares. El ex piloto
tenía una explicación para aquella preferencia: él nunca se había arrepentido,
y había aceptado con orgullo las acciones realizadas en cumplimiento de su
deber.
En
cosas como ésas pensaba cuando subió al ascensor en el piso diecisiete, con
paso seguro.
Pero
llegando al piso trece, justo en la tumba de paredes, el ascensor se detuvo y
todo quedo súbitamente a oscuras. Theodore alcanzó a pensar, vagamente, que era
una suerte que no hubiese allí una mujer. Enseguida comenzaban a chillar y a
golpear el piso con sus tacones.
Claro
que él no tenía miedo.
Un
hombre con 15 medallas al valor no iba a asustarse por un ascensor detenido.
Bufó porque los imprevistos le molestaban tanto como los chillidos femeninos.
Sacó
un encendedor de oro del bolsillo interno de su saco para iluminar la botonera.
–Debe
ser un corte de luz –dijo, dirigiéndose a su vecino de oscuridad.
–Buenas
tardes –respondió la voz de un hombre de mediana edad, voz muy suave para el
gusto de Van Kirk.
En
ese momento era imposible imaginar que la situación se prolongaría mucho más de
lo aceptable. Afuera, varias manzanas neoyorquinas estaban oscuras.
El
ex piloto comenzó a pensar en las explicaciones que debería dar si es que el
desperfecto no se solucionaba rápido. La luz en la esfera de su reloj le
permitía controlar el tiempo. Siempre lo hacía. Lo hizo aquel 6 de agosto,
veinte años atrás, cuando la orden fue “A las 8 horas con 16 minutos”.
Su
camisa blanca empezaba a humedecerse cuando el otro hombre volvió a hablar.
–Lo
conozco –dijo.
Van
Kirk no pudo evitar pensar que su fama lo perseguía hasta en un ascensor
detenido.
–Gracias
–contestó con una sonrisa mecánica que nadie pudo apreciar.
El
hecho de que aquel hombre supiera que se trataba de un héroe de guerra lo
obligó a comportarse con educación. Por eso eligió un comentario que, en otras
circunstancias, no hubiese hecho.
–Habrá
que aceptar el destino y esperar con paciencia.
–Eso
mismo, el destino –dijo el hombre. Y agregó: –Fue el 6 de agosto de 1945. A las
08 y 16 de la mañana.
Protegido
por la más absoluta penumbra, Van Kirk hizo una mueca de hastío... Encima le
tocaba un sabelotodo.
–El
piloto que lo acompañaba se llama Paul Tibbets. Y el artillero, Tom Ferebes.
–Parece
usted un ciudadano muy enterado. Ojalá todos fuesen así –dijo.
–Y
la bomba tenía un apodo: Little Boy.
–Felicitaciones.
Para
entonces, Theodore Van Kirk empezaba a pensar que la espera sería insoportable.
Habría preferido estar solo, completamente solo, y poder dar rienda suelta a su
fastidio. En cambio, estaba en compañía de un experto en la Segunda Guerra, un
presuntuoso que no paraba de darle datos estúpidos. Datos que, desde luego, él
conocía de memoria.
De
no haber sido por el encierro, lo hubiera despedido con un ademán. O quizás, si
estaba en un buen día, le hubiese otorgado una firma.
El
tiempo pasaba en su reloj, y en todas partes. Ya llevaban cinco minutos de
espera.
Por
suerte, algunas voces les indicaron que estaban al tanto de su encierro y que
mantuvieran la calma porque el apagón era grande.
–Al
parecer, tenemos para un rato –Van Kirk contuvo el enojo.
–El
tiempo no tiene sustancia –dijo el hombre desconocido–. Se hace y se deshace,
explota, se extiende como una nube de humo.
¡Lo
único que faltaba era que aquel individuo se creyera filósofo!
–Bueno
–fue la seca respuesta del ex piloto, que empezaba a cansarse. Sin embargo, el
hombre continuó:
–Usted
recibió 15 medallas. Y yo me permití sacar una cuenta... Es una medalla cada
9333 muertos.
–No
entiendo.
–¿Nunca
hizo números? Pruebe. 140 000 muertos dividido 15 medallas.
Ahora
sí, Theodore Van Kirk perdió la paciencia.
–¡Si
intenta hacerme algún reproche...!
–Señor
Van Kirk, la matemática no reprocha.
El
ex piloto de guerra, condecorado por la acción que puso fin a la Segunda Guerra
Mundial, decidió acabar con la conversación. Y por primera vez golpeó con
fuerza las paredes del ascensor detenido antes del piso trece. No tenía pensado
pasar un mal rato, en absoluto. Su idea era sostener una charla amistosa con el
coleccionista privado que iba a ofrecerle una buena cifra por su registro de
vuelo.
–Si
me disculpa –dijo–, prefiero estar en silencio.
–Desde
luego... Es hermoso el silencio. Hiroshima también lo hubiese preferido.
La
oscuridad se encrespó.
Van
Kirk creyó saber quién era el otro hombre en el ascensor. Uno de esos
pacifistas que habían actuado como traidores a la patria. Sin embargo, el
siguiente comentario iba a desorientarlo. A él, ¡justamente a él! Al piloto que
había guiado su avión sobre los cielos japonenses para lanzar la bomba en el
sitio indicado con una cruz roja en los mapas de guerra.
–Estaba
tan plácida la mañana en mi ciudad... Era tan celeste el cielo... El hombre se
movió apenas. Theodore Van Kirk sacó por segunda vez su encendedor de oro, y
arrastró el dedo por la piedra.
La
llama iluminó el rostro de un hombre de alrededor de cuarenta años, de piel muy
blanca y ojos rasgados. ¿Estaba sonriendo? La llama se apagó. Van Kirk volvió a
encenderla. ¿Era una sonrisa o una mueca feroz? La luz del encendedor era
incierta y escasa. Como fuera, no había duda alguna de que el hombre se estaba
acercando. Ya se hacía notorio el calor de su cuerpo.
–Debo
confesarle que nunca soñé con esto. No sueña un hombre con tener tanta fortuna.
Esta oportunidad es obra del cielo, y tendré que aprovecharla. ¡Theodore Van
Kirk! Nunca imaginé esto. Pero aquí estamos, usted y yo.
La
voz era amenazante. Y Theodore Van Kirk se puso alerta. En esos años había
ganado peso, había perdido agilidad. Pero nunca se había arrepentido por lo
hecho en favor de su patria, y no iba a hacerlo ahora.
–¿Desea
escuchar 140.000 nombres? ¿O sólo el de mis dos pequeñas hermanas?
–No
me interesa escuchar ninguna cosa...
Van
Kirk no pudo terminar.
El
hombre se abalanzó sobre él como si lo estuviese viendo, de tal modo que Van
Kirk perdió pie y quedó inmovilizado. No hacía falta más para que el ex piloto
entendiera que aquel desconocido sabía muy bien lo que estaba haciendo. Tal vez
la rodilla del hombre presionando su vientre hizo que Van Kirk, condecorado con
15 medallas, perdiera orín.
–Se
llamaban Yuuno y Natsuki. Y lo mejor que hubiese podido pasarles era la muerte.
Pero no tuvieron esa suerte. Y en su nombre, usted va a repetir lo que siempre
dijo.
El
desconocido apretó su brazo contra la tráquea de Theodore Van Kirk, que apenas
pudo sacar un sonido áspero:
–No
entiendo.
–Usted
lo dijo, una y otra vez, en sus entrevistas... “En las mismas circunstancias,
lo haría de nuevo. Estábamos en una guerra” ¡Vamos, continúe!
Van
Kirk sabía de memoria lo que tantas veces había afirmado, en ocasiones de
recibir sus medallas. 15 medallas. Una cada 9333 muertos.
–¡Repita!
Y
Van Kirk repitió.
–En
las mismas circunstancias, lo haría de nuevo. Estábamos en una guerra, luchando
con un enemigo que tenía fama de nunca rendirse.
–Ellas
se llamaban Yuuno y Natsuki. Perdieron los dientes y el cabello, la piel se les
fue de a pedazos.
Van
Kirk no supo si lo que caía sobre su rostro era sudor o llanto de su atacante.
–¡Continúe
con su discurso!
–Una
nación debe tener el valor de hacer lo que debe...
Theodore
Van Kirk hablaba con la voz enronquecida por la presión.
–Siga...
–Una
nación debe tener el valor de ganar la guerra con una pérdida mínima de vidas.
–Repita.
–Pérdida
mínima.
–Repita.
–Yuuno
y Natsuki.
–Repita.
–Volvería
a hacerlo.
Nueva
York se iluminó de pronto: ventanas, carteles, monumentos, vidrieras.
El
ascensor se detuvo en planta baja. Cuando se abrieron las puertas automáticas,
salieron dos hombres que no parecían conocerse. Uno cargaba 15 medallas. Otro,
dos niñas muertas.
Cada
uno tomó su camino. Y Nueva York también.
En
el año 2007, Van Kirk subastó su registro de vuelo por 358.500 dólares. Murió a
los 93 años en el estado de Georgia.
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