Este cuento está publicado en Los dueños del Mundo
(2012), que representa una evocación de la niñez suburbana de Eduardo Sacheri a
través de relatos breves de las andanzas de su grupo de amigos. Los recuerdos
del fútbol, la bici, los juegos y travesuras compartidas.
Carnavales
A
nosotros nos tocaron unos carnavales viejos y gastados que a duras penas se
resistían a morir. Unos carnavales que poco y nada tenían que ver con los de
antaño, esos que los viejos del barrio describían como llenos de disfraces y de
corsos, y que a nosotros nos sonaban un poco extraños y monstruosos, de
tan desconocidos.
“Carnavales...
eran los de antes”, decían, con un gesto despectivo, y nosotros en el fondo nos
sentíamos responsables de vaya uno a saber qué culpa, como si
nos hubiesen encargado la custodia de algo, y ese algo lo hubiésemos perdido. Tal
vez esa sucia y difusa sensación de culpa nos llevaba a preguntarles a nuestros
mayores cómo habían sido esos dichosos carnavales, en un pueril intento de
entender y tal vez de reparar, lo que se había roto. Y los mayores recordaban y
describían, con pelos y señales. Y aunque los ojos les brillaban a medida que
se internaban en los senderos de la evocación, de tanto en tanto les volvía a
aparecer ese resentimiento, ese rencor, como si nos hiciesen responsables a
nosotros de no haber sido capaces de mantener sus gloriosas tradiciones.
Nos
enteramos así de que, antes de que naciéramos, en los barrios florecían
auténticas guerras de agua de las que participaban los grandes y los chicos, y que
en los clubes se organizaban bailes epopéyicos, y que en el centro de cada
pueblo se armaba un corso al que todos iban disfrazados a seguir la parranda.
Un
atardecer de febrero, Esteban me vino con la noticia de que su papá había
decidido llevarlos a todos al corso de Haedo, y me invitaba a acompañarlos.
Me
tomó desprevenido, porque yo no había ido nunca a un corso, porque me pareció
imposible que hubiese uno tan cerca de mi barrio, y porque cuando Esteban dijo
“ a todos” entendí que ese todos incluía a su hermana Camila y, eventualmente,
a mí. De modo que le dije que sí, aunque todavía me faltase pedir permiso en
casa. Antes de despedirnos, Esteban me hizo una advertencia: “Hay que ir
disfrazado”. “¿Vos de qué vas a ir?”, le retruqué. “De cowboy”, aseguró.
Intenté pensar
rápido, cosa que nunca me salía. “Yo voy a ir de soldado”, terminé por decir.
Yo tenía un casco verde, al que le había pegado dos tiras de cinta aisladora
blanca para ascender a capitán, y disponía de un buen revólver de cebita.
Quedamos en estar listos en media hora y nos despedimos. En mi
casa no me hicieron problema con lo de darme permiso. Pero fue peor. Porque a
mi madre y a mi hermana mi proyecto de disfraz de soldado les pareció una
paparruchada inadmisible. Un asco. Un desperdicio.
A
propósito de mí, pero al mismo tiempo más allá de mí, como si mi partida al
corso fuera una simple excusa, empezaron a barajar alternativas. Sopesaron y
descartaron disfrazarme de árabe, de hormiga, de malevo y de pirata. Hasta que
mi madre, alborozada, recordó que en algún rincón de la casa debía estar guardado
el disfraz de Príncipe Valiente que usara mi hermano mayor para una fiesta de
fin de curso.
Yo no conocía al personaje en cuestión, así que no me
quedó más remedio que seguir a las mujeres hasta el dormitorio y verlas
zambullirse dentro del placard. Al rato me vi sepultado en un mar de cajas de cartón,
de perchas y de fundas para ropa, mientras el aire se llenaba de olor a
naftalina. En mi familia primaba el criterio de que lo mejor era, en la medida
de lo posible, no tirar nunca nada a la basura, porque alguna vez podía
resultarnos útil. Por eso no me sorprendió que al cabo de un rato emergiera, de
las profundidades de los últimos estantes, el dichoso disfraz de príncipe
valiente.
Bastó
que lo encontraran para que, jubilosas, se dedicaran a ayudarme a probármelo.
Despavorido, comprobé que el tal príncipe usaba, en lugar de pantalón, unas
medias blancas de los pies a la cintura, que se ajustaban al cuerpo como la
malla de un bailarín clásico. Y una camisa de color celeste brillante tan llena
de volados que cortaba el aliento, y una corona de papel dorado tan coqueta
como el resto del conjunto. Cuando me hicieron verme en el espejo, de cuerpo
entero, casi grito del espanto. Me veía menos masculino que la Bella Durmiente.
Supongo que habré esbozado una protesta, pero ellas estaban absolutamente
convencidas de que estaba tan hermoso como los príncipes de los cuentos.
Mientras
me elegían un calzado acorde, me pregunté para mis adentros si a los príncipes
de cuento se les notaría la anatomía masculina tanto como a mí, con
esas calzas, pero mantuve la boca cerrada porque en esa época la timidez me consejaba evitar todos los conflictos. Para colmo, el disfraz se lo habían hecho
a mi hermano cuando estaba en tercero o cuatro grado. Y encima yo, que estaba
por entrar en séptimo, distaba mucho de ser menudo y flaco; de manera que
embutido en esa ropa me sentía una empanada con demasiado relleno y mal
repulgada.
Por
suerte la bocina del auto del padre de Esteban sonó antes de que mi madre y mi
hermana pudiesen ponerse de acuerdo sobre qué zapatos irían bien con el conjunto,
porque en el apuro de último momento tuvieron que conformarse con los mocasines
del colegio, cuando al parecer las seducía mucho más –llegué a
escucharlas decirlo– encontrar algún zapato de mi hermana con un poco de taco.
Ya era de noche, y al amparo de la oscuridad me acomodé como pude en el amasijo
de chicos que viajaba en el asiento trasero del Falcon.
Grande
fue mi estupor al notar que ninguno de los miembros de la familia iba
disfrazado, excepto Esteban. Y eso de considerar que mi amigo sí lo estaba es
casi un gesto compasivo de mi parte: una simple pistola de plástico y una
cartuchera con cinturón de cowboy tampoco son un disfraz como Dios manda. Pero
los otros iban vestidos con ropa de todos los días. Traté de consolar mis
vergüenzas suponiendo que más tarde, cuando llegásemos al corso, yo podría
disimularme en la multitud de disfraces y enmascarados.
Pero
al bajar del auto el alma se me fue a los pies. El dichoso corso de Haedo eran
unos cuantos curiosos que caminaban por las veredas de la avenida Rivadavia, comiendo
un choripán o un copo de azúcar. De tanto en tanto, alguna careta de cotillón o
algún antifaz solitario. Y en medio de esa gente tan normal y tan correcta, yo
con mis calzas blancas y ajustadas de príncipe valiente. ¿Nunca le pasó,
lector, tener un sueño –o una pesadilla– en el que están en medio de un cine,
con las luces encendidas, desnudos o en ropa interior? Bueno. A mí me pasó
exactamente eso, pero despierto y en el medio de la calle Rivadavia, en pleno
centro de Haedo.
Nos
compraron unos aerosoles de espuma que olían a jabón y ardían en los ojos.
Tenía tanta bronca contra Esteban por haberme metido en ese embrollo, que debo
haberle vaciado buena parte del mío en plena cara.
En
algún momento desfiló una murga. Lo supimos con tiempo, porque la gente que nos
rodeaba se hizo sitio junto a los cordones y los padres alzaron a las criaturas
para que vieran mejor. Algo de todo eso me sonaba falso, y no eran solo mis
calzas blancas y mi camisa brillante. Como si todas esas personas hubieran ido
a buscar algo sabiendo que no estaba. Por eso esperaban con desesperación el
paso de la murga. Como si mirar a alguien bailar o divertirse fuese un modo de
subsanar el triste equívoco de haber ido.
Pero
la murga fue otro fiasco. Unos cuantos muchachos que saltaban, con galeras de
colores y trajes brillantes, pero lucían cansados y poco convencidos. Fue
una suerte que el padre de Esteban tuviese que madrugar al día siguiente,
porque después del paso fugaz de aquella murga nos hizo pegar la vuelta a casa.
Por lo menos, esa del regreso fue la mejor parte de la noche. Los azares del
Falcon ubicaron a Camila a mi lado, contra una de las ventanillas. Y cuando el
interior del auto se iluminaba, de trecho en trecho, con la luz de algún farol,
nuestros ojos se cruzaban subrepticios. Para entonces mi disfraz era un
guiñapo. La corona había perdido tres o cuatro de sus puntas, y la camisa
estaba llena de manchas y mojaduras de espuma. Las calzas, eso sí, seguían tan
blancas y tan ajustadas como al principio. Pero, por costumbre o por
resignación, había dejado de importarme.
Al
día siguiente me mandaron a comprar al kiosco de Esteban, y me atendió Camila.
Como siempre, ni ella ni yo levantamos la vista del mostrador mientras me
despachaba. Pero cuando me iba, y ya había abierto la puerta de chapa del
local, escuché su voz atropellada. “Te quedaba lindo el disfraz de príncipe”.
No
supe qué decir. Saludé y me fui a mi casa. Yo sabía que ella había dicho una
mentira. Que ese disfraz de príncipe era tan feo como el corso y tan defectuoso
como esos carnavales moribundos. Pero igual fui feliz. Que una mujer nos mienta
por amor es, a pesar de todo, un gesto inolvidable.
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