Amigos por el Viento es un cuento de Liliana Bodoc, editado por Alfaguara en el año 2008 y reproducido por el Plan Lectura del Ministerio de Educación en el mismo año.
Amigos por el Viento
A veces, la
vida se comporta como el viento: desordena y arrasa. Algo susurra, pero no se
le entiende. A su paso todo peligra; hasta aquello que tiene raíces. Los
edificios, por ejemplo. O las costumbres cotidianas.
Cuando la
vida se comporta de ese modo, se nos ensucian los ojos con los que vemos. Es
decir, los verdaderos ojos. A nuestro lado, pasan papeles escritos con una
letra que creemos reconocer. El cielo se mueve más rápido que las horas. Y lo
peor es que nadie sabe si, alguna vez, regresará la calma.
Así ocurrió
el día que papá se fue de casa.
La vida se
nos transformó en viento casi sin dar aviso. Recuerdo la puerta que se cerró
detrás de su sombra y sus valijas. También puedo recordar la ropa reseca
sacudiéndose al sol mientras mamá cerraba las ventanas para que, adentro y
adentro, algo quedara en su sitio.
–Le dije a
Ricardo que viniera con su hijo.
¿Qué te
parece?
–Me parece
bien –mentí.
Mamá dejó de
pulir la bandeja, y me miró:
–No me lo
estás diciendo muy convencida...
–Yo no tengo
que estar convencida.
–¿Y eso qué
significa? –preguntó la mujer que más preguntas me hizo a lo largo de mi vida.
–Significa
que es tu cumpleaños, y no el mío –respondí.
La gata
salió de su canasto, y fue a enredarse entre las piernas de mamá.
Que mamá
tuviera novio era casi insoportable. Pero que ese novio tuviera un hijo era una
verdadera amenaza. Otra vez, un peligro rondaba mi vida. Otra vez había viento
en el horizonte.
–Se van a
entender bien –dijo mamá–.
Juanjo tiene
tu edad.
La gata,
único ser que entendía mi desolación, saltó sobre mis rodillas. Gracias, gatita
buena.
Habían
pasado varios años desde aquel viento que se llevó a papá. En casa ya estaban
reparados los daños. Los huecos de la biblioteca fueron ocupados con nuevos
libros.
Y hacía
mucho que yo no encontraba gotas de llanto escondidas en los jarrones,
disimuladas como estalactitas en el congelador.
Disfrazadas
de pedacitos de cristal. "Se me acaba de romper una copa", inventaba
mamá que, con tal de ocultarme su tristeza, era capaz de esas y otras
asombrosas hechicerías.
Ya no había
huellas de viento ni de llantos.
Y justo
cuando empezábamos a reírnos con ganas y a pasear juntas en bicicleta, aparecía
un tal Ricardo y todo volvía a peligrar.
Mamá sacó
las cocadas del horno. Antes del viento, ella las hacía cada domingo.
Después
pareció tomarle rencor a la receta, porque se molestaba con la sola mención del
asunto. Ahora, el tal Ricardo y su Juanjo habían conseguido que volviera a
hacerlas.
Algo que yo
no pude conseguir.
–Me voy a
arreglar un poco –dijo mamá, mirándose las manos–.Lo único que falta es que
lleguen y me encuentren hecha un desastre.
–¿Qué te vas
a poner? –le pregunté, en un supremo esfuerzo de amor.
–El vestido
azul.
Mamá salió
de la cocina, la gata regresó a su canasto. Y yo me quedé sola para imaginar lo
que me esperaba.
Seguramente,
ese horrible Juanjo iba a devorar las cocadas. Y los pedacitos de merengue se
quedarían pegados en los costados de su boca. También era seguro que iba a
dejar sucio el jabón cuando se lavara las manos. Iba a hablar de su perro con
el único propósito de desmerecer a mi gata.
Pude verlo
transitando por mi casa con los cordones de las zapatillas desatados, tratando
de anticipar la manera de quedarse con mi dormitorio. Pero, más que ninguna
otra cosa, me aterró la certeza de que sería uno de esos chicos que, en vez de
hablar, hacen ruidos: frenadas de autos, golpes en el estómago, sirenas de
bomberos, ametralladoras y explosiones.
–¡Mamá!
–grité, pegada a la puerta del baño.
–¿Qué pasa?
–me respondió desde la ducha.
–¿Cómo se
llaman esas palabras que parecen ruidos?
El agua caía
apenas tibia, mamá intentaba comprender mi pregunta, la gata dormía y yo
esperaba.
–¿Palabras
que parecen ruidos? –repitió.
–Sí –y
aclaré–: Pum, Plaf, Ugg...
¡Ring!
–Por favor
–dijo mamá–, están llamando.
No tuve más
remedio que abrir la puerta.
–¡Hola!
–dijeron las rosas que traía Ricardo.
–¡Hola!
–dijo Ricardo, asomado detrás de las rosas.
Yo miré a su
hijo sin piedad. Como lo había imaginado, traía puesta un remera ridícula y un
pantalón que le quedaba corto.
Enseguida,
apareció mamá. Estaba tan linda como si no se hubiese arreglado. Así le pasaba
a ella. Y el azul le quedaba muy bien a sus cejas espesas.
–Podrían ir
a escuchar música a tu habitación –sugirió la mujer que cumplía años,
desesperada por la falta de aire.
Y es que yo
me lo había tragado todo para matar por asfixia a los invitados.
Cumplí sin
quejarme. El horrible chico me siguió en silencio. Me senté en una cama. Él se
sentó en la otra. Sin duda, ya estaría decidiendo que el dormitorio pronto
sería de su propiedad. Y que yo dormiría en el canasto, junto a la gata.
No puse
música porque no tenía nada que festejar. Aquel era un día triste para mí. No
me pareció justo, y decidí que también él debía sufrir. Entonces, busqué una
espina y la puse entre signos de preguntas:
–¿Cuánto
hace que se murió tu mamá?
Juanjo abrió
grandes los ojos para disimular algo.
–Cuatro años
–contestó.
Pero mi
rabia no se conformó con eso:
–¿Y cómo
fue? –volví a preguntar.
Esta vez,
entrecerró los ojos.
Yo esperaba
oír cualquier respuesta, menos la que llegó desde su voz cortada.
–Fue..., fue
como un viento –dijo.
Agaché la
cabeza, y dejé salir el aire que tenía guardado. Juanjo estaba hablando del
viento, ¿sería el mismo que pasó por mi vida?
–¿Es un
viento que llega de repente y se mete en todos lados? –pregunté.
–Sí, es ese.
–¿Y también
susurra...?
–Mi viento
susurraba –dijo Juanjo–. Pero no entendí lo que decía.
–Yo tampoco
entendí.
Los dos
vientos se mezclaron en mi cabeza.
Pasó un
silencio.
–Un viento
tan fuerte que movió los edificios –dijo él–. Y eso que los edificios tienen
raíces...
Pasó una
respiración.
–A mí se me
ensuciaron los ojos –dije.
Pasaron dos.
–A mí
también.
–¿Tu papá
cerró las ventanas? –pregunté.
–Sí.
–Mi mamá
también.
–¿Por qué lo
habrán hecho? –Juanjo parecía asustado.
–Debe haber
sido para que algo quedara en su sitio. A veces, la vida se comporta como el
viento: desordena y arrasa. Algo susurra, pero no se le entiende. A su paso
todo peligra; hasta aquello que tiene raíces. Los edificios, por ejemplo. O las
costumbres cotidianas.
–Si querés
vamos a comer cocadas –le dije. Porque Juanjo y yo teníamos un viento en común.
Y quizás ya era tiempo de abrir las ventanas.
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