Julio Cortázar (1914 - 1984) nació accidentalmente en Bruselas en
1914, su padre era funcionario de la embajada de Argentina en Bélgica, se
desempeñaba en esa representación diplomática como agregado comercial.
Hacia fines de la Primera Guerra Mundial, los Cortázar
lograron pasar a Suiza gracias a la condición alemana de la abuela materna de
Julio, y de allí, poco tiempo más tarde a Barcelona, donde vivieron un año y
medio. A los cuatro años volvieron a Argentina y pasó el resto de su infancia
en Banfield, en el sur del Gran Buenos Aires, junto a su madre, una tía y
Ofelia, su única hermana.
Realizó estudios de Letras y de Magisterio y trabajó
como docente en varias ciudades del interior de la Argentina. En 1951 fijó su
residencia definitiva en París, desde donde desarrolló una obra literaria única
dentro de la lengua castellana.
Los amigos (Final del juego, 1956)
En ese juego todo tenía que andar rápido. Cuando el
Número Uno decidió que había que liquidar a Romero y que el Número Tres se
encargaría del trabajo, Beltrán recibió la información pocos minutos más tarde.
Tranquilo pero sin perder un instante, salió del café de Corrientes y Libertad
y se metió en un taxi. Mientras se bañaba en su departamento, escuchando el noticioso,
se acordó de que había visto por última vez a Romero en San Isidro, un día de
mala suerte en las carreras. En ese entonces Romero era un tal Romero, y él un
tal Beltrán; buenos amigos antes de que la vida los metiera por caminos tan
distintos. Sonrió casi sin ganas, pensando en la cara que pondría Romero al
encontrárselo de nuevo, pero la cara de Romero no tenía ninguna importancia y
en cambio había que pensar despacio en la cuestión del café y del auto. Era
curioso que al Número Uno se le hubiera ocurrido hacer matar a Romero en el
café de Cochabamba y Piedras, y a esa hora; quizá, si había que creer en
ciertas informaciones, el Número Uno ya estaba un poco viejo. De todos modos
la torpeza dé la orden le daba una ventaja: podía sacar el auto del garaje,
estacionarlo con el motor en marcha por el lado de Cochabamba, y quedarse
esperando a que Romero llegara como siempre a encontrarse con los amigos a eso
de las siete de la tarde. Si todo salía bien evitaría que Romero entrase en el
café, y al mismo tiempo que los del café vieran o sospecharan su intervención.
Era cosa de suerte y de cálculo, un simple gesto (que Romero no dejaría de ver,
porque era un lince), y saber meterse en el tráfico y pegar la vuelta a toda
máquina. Si los dos hacían las cosas como era debido —y Beltrán estaba tan
seguro de Romero como de él mismo— todo quedaría despachado en un momento.
Volvió a sonreír pensando en la cara del Número Uno cuando más tarde, bastante
más tarde, lo llamara desde algún teléfono público para informarle de lo
sucedido.
Vistiéndose despacio, acabó el atado de cigarrillos y
se miró un momento al espejo. Después sacó otro atado del cajón, y antes de
apagar las luces comprobó que todo estaba en orden. Los gallegos del garaje le
tenían el Ford como una seda. Bajó por Chacabuco, despacio, y a las siete menos
diez se estacionó a unos metros de la puerta del café, después de dar dos
vueltas a la manzana esperando que un camión de reparto le dejara el sitio.
Desde donde estaba era imposible que los del café lo vieran. De cuando en
cuando apretaba un poco el acelerador para mantener el motor caliente; no
quería fumar, pero sentía la boca seca y le daba rabia.
A las siete menos cinco vio venir a Romero por la
vereda de enfrente; lo reconoció en seguida por el chambergo gris y el saco
cruzado. Con una ojeada a la vitrina del café, calculó lo que tardaría en
cruzar la calle y llegar hasta ahí. Pero a Romero no podía pasarle nada a tanta
distancia del café, era preferible dejarlo que cruzara la calle y subiera a la
vereda. Exactamente en ese momento, Beltrán puso el coche en marcha y sacó el
brazo por la ventanilla. Tal como había previsto, Romero lo vio y se detuvo
sorprendido. La primera bala le dio entre los ojos, después Beltrán tiró al
montón que se derrumbaba. El Ford salió en diagonal, adelantándose limpio a un
tranvía, y dio la vuelta por Tacuarí. Manejando sin apuro, el Número Tres pensó
que la última visión de Romero había sido la de un tal Beltrán, un amigo del
hipódromo en otros tiempos.
Páginas consultadas:
No hay comentarios:
Publicar un comentario