Philip
K. Dick (Chicago, 1928 – Santa Ana, California, 1982) residió la mayor parte de
su vida en California. Asistió a la universidad pero no llegó a finalizar sus
estudios. Creador precoz, empezó a escribir profesionalmente en 1952, y llegó a
publicar un total de 36 novelas y 121 relatos cortos a lo largo de su vida.
Muchas
de sus novelas han sido llevadas al cine: “¿Sueñan los androides con ovejas
eléctricas?” es la más famosa y dio lugar a “Blade Runner”. Otras fueron
“Desafío Total”, “Minority Report”, “Paycheck”.
Murió
en 1982 en sin llegar a ver la primera adaptación cinematográfica de su obra,
“Blade Runner”.
Algunas peculariedades de los ojos (Cuentos Completos III)
Descubrí
por puro accidente que la Tierra había sido invadida por una forma de vida
procedente de otro planeta. Sin embargo, aún no he hecho nada al respecto; no
se me ocurre qué. Escribí al gobierno, y en respuesta me enviaron un folleto
sobre la reparación y mantenimiento de las casas de madera. En cualquier caso,
es de conocimiento general; no soy el primero que lo ha descubierto. Hasta es
posible que la situación esté controlada.
Estaba
sentado en mi butaca, pasando las páginas de un libro de bolsillo que alguien
había olvidado en el autobús, cuando topé con la referencia que me puso en la
pista. Por un momento, no reaccioné. Tardé un rato en comprender su
importancia. Cuando la asimilé, me pareció extraño que no hubiera reparado en
ella de inmediato.
Era una
clara referencia a una especie no humana, extraterrestre, de increíbles
características. Una especie, me apresuro a señalar, que adopta el aspecto de
seres humanos normales. Sin embargo, las siguientes observaciones del autor no
tardaron en desenmascarar su auténtica naturaleza. Comprendí enseguida que el
autor lo sabía todo. Lo sabía todo, pero se lo tomaba con extraordinaria
tranquilidad. La frase (aún tiemblo al recordarla) decía:
… sus
ojos pasearon lentamente por la habitación.
Vagos
escalofríos me asaltaron. Intenté imaginarme los ojos. ¿Rodaban como monedas?
El fragmento indicaba que no; daba la impresión que se movían por el aire, no
sobre la superficie. En apariencia, con cierta rapidez. Ningún personaje del
relato se mostraba sorprendido. Eso es lo que más me intrigó. Ni la menor señal
de estupor ante algo tan atroz. Después, los detalles se ampliaban.
… sus
ojos se movieron de una persona a otra.
Lacónico,
pero definitivo. Los ojos se habían separado del cuerpo y tenían autonomía
propia. Mi corazón latió con violencia y me quedé sin aliento. Había
descubierto por casualidad la mención a una raza desconocida. Extraterrestre,
desde luego. No obstante, todo resultaba perfectamente natural a los personajes
del libro, lo cual sugería que pertenecían a la misma especie.
¿Y el
autor? Una sospecha empezó a formarse en mi mente. El autor se lo tomaba con
demasiada tranquilidad. Era evidente que lo consideraba de lo más normal. En
ningún momento intentaba ocultar lo que sabía. El relato proseguía:
… a
continuación, sus ojos acariciaron a Julia.
Julia,
por ser una dama, tuvo el mínimo decoro de experimentar indignación. La
descripción revelaba que enrojecía y arqueaba las cejas en señal de irritación.
Suspiré aliviado. No todos eran extraterrestres. La narración continuaba:
… sus
ojos, con toda parsimonia, examinaron cada centímetro de la joven.
¡Santo
Dios! En este punto, por suerte, la chica daba media vuelta y se largaba,
poniendo fin a la situación. Me recliné en la butaca, horrorizado. Mi esposa y
mi familia me miraron, asombrados.
–¿Qué
pasa, querido? –preguntó mi mujer.
No
podía decírselo. Revelaciones como ésta serían demasiado para una persona
corriente. Debía guardar el secreto.
–Nada
–respondí, con voz estrangulada.
Me
levanté, cerré el libro de golpe y salí de la sala a toda prisa.
Seguí
leyendo en el garaje. Había más. Leí el siguiente párrafo, temblando de pies a
cabeza:
… su
brazo rodeó a Julia. Al instante, ella pidió que se lo quitara, cosa a la que
él accedió de inmediato, sonriente.
No
consta qué fue del brazo después de que el tipo se lo quitara. Quizá se quedó
apoyado en la pared, o lo tiró a la basura. Da igual en cualquier caso, el
significado era diáfano.
Era una
raza de seres capaces de quitarse partes de su anatomía a voluntad. Ojos,
brazos…, y tal vez más. Sin pestañear. En este punto, mis conocimientos de
biología me resultaron muy útiles. Era obvio que se trataba de seres simples,
unicelulares, una especie de seres primitivos compuestos por una sola célula.
Seres no más desarrollados que una estrella de mar. Estos animalitos pueden
hacer lo mismo.
Seguí
con mi lectura. Y entonces topé con esta increíble revelación, expuesta con
toda frialdad por el autor, sin que su mano temblara lo más mínimo:
…nos
dividimos ante el cine. Una parte entró, y la otra se dirigió al restaurante
para cenar.
Fisión
binaria, sin duda. Se dividían por la mitad y formaban dos entidades. Existía
la posibilidad que las partes inferiores fueran al restaurante, pues estaba más
lejos, y las superiores al cine. Continué leyendo, con manos temblorosas. Había
descubierto algo importante. Mi mente vaciló cuando leí este párrafo:
… temo
que no hay duda. El pobre Bibney ha vuelto a perder la cabeza.
Al cual
seguía:
… y Bob
dice que no tiene entrañas.
Pero
Bibney se las ingeniaba tan bien como el siguiente personaje. Éste, no
obstante, era igual de extraño. No tarda en ser descrito como:
…
carente por completo de cerebro.
El
siguiente párrafo despejaba toda duda. Julia, que hasta el momento me había
parecido una persona normal se revela también como una forma de vida
extraterrestre, similar al resto:
… con
toda deliberación, Julia había entregado su corazón al joven.
No
descubrí a qué fin había sido destinado el órgano, pero daba igual. Resultaba
evidente que Julia se había decidido a vivir a su manera habitual, como los
demás personajes del libro. Sin corazón, brazos, ojos, cerebro, vísceras,
dividiéndose en dos cuando la situación lo requería. Sin escrúpulos.
… a
continuación le dio la mano.
Me
horroricé. El muy canalla no se conformaba con su corazón, también se quedaba
con su mano. Me estremezco al pensar en lo que habrá hecho con ambos, a estas
alturas.
… tomó
su brazo.
Sin
reparo ni consideración, había pasado a la acción y procedía a desmembrarla sin
más. Rojo como un tomate, cerré el libro y me levanté, pero no a tiempo de
soslayar la última referencia a esos fragmentos de anatomía tan despreocupados,
cuyos viajes me habían puesto en la pista desde un principio:
… sus
ojos le siguieron por la carretera y mientras cruzaba el prado.
Salí
como un rayo del garaje y me metí en la bien caldeada casa, como si aquellas
detestables cosas me persiguieran. Mi mujer y mis hijos jugaban al monopolio en
la cocina. Me uní a la partida y jugué con frenético entusiasmo. Me sentía
febril y los dientes me castañeteaban.
Ya
había tenido bastante. No quiero saber nada más de eso. Que vengan. Que invadan
la Tierra. No quiero mezclarme en ese asunto.
No
tengo estómago para esas cosas.
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