El libro de arena es un
relato corto de Jorge Luis Borges, de quién habíamos compartido algunas de sus
poesías, en una entrega anterior de esta sección, hoy vamos con su narrativa
tan característica y admirada. Este es el último cuento publicado en el libro
homónimo que se editara en el año 1975.
El libro de arena
La
línea consta de un número infinito de puntos; el plano, de un número
infinito de líneas; el volumen, de un número infinito de planos; el
hipervolumen, de un número infinito de volúmenes… No, decididamente no
es éste, more geométrico, el mejor modo de iniciar mi relato.
Afirmar que es verídico es ahora una convención de todo relato
fantástico; el mío, sin embargo, es verídico.
Yo
vivo solo, en un cuarto piso de la calle Belgrano. Hará unos meses, al
atardecer, oí un golpe en la puerta. Abrí y entró un desconocido. Era un
hombre alto, de rasgos desdibujados. Acaso mi miopía los vio así. Todo
su aspecto era de pobreza decente. Estaba de gris y traía una valija
gris en la mano. En seguida sentí que era extranjero. Al principio lo
creí viejo; luego advertí que me había engañado su escaso pelo rubio,
casi blanco, a la manera escandinava. En el curso de nuestra
conversación, que no duraría una hora, supe que procedía de las Orcadas.
Le señalé una silla. El hombre tardó un rato en hablar. Exhalaba melancolía, como yo ahora.
-Vendo biblias -me dijo.
No sin pedantería le contesté:
-En
esta casa hay algunas biblias inglesas, incluso la primera, la de John
Wiclif. Tengo asimismo la de Cipriano de Valera, la de Lutero, que
literariamente es la peor, y un ejemplar latino de la Vulgata. Como
usted ve, no son precisamente biblias lo que me falta.
Al cabo de un silencio me contestó:
-No sólo vendo biblias. Puedo mostrarle un libro sagrado que tal vez le interese. Lo adquirí en los confines de Bikanir.
Abrió
la valija y lo dejó sobre la mesa. Era un volumen en octavo,
encuadernado en tela. Sin duda había pasado por muchas manos. Lo
examiné; su inusitado peso me sorprendió. En el lomo decía Holy Writ y abajo Bombay.
-Será del siglo diecinueve -observé.
-No sé. No lo he sabido nunca -fue la respuesta.
Lo
abrí al azar. Los caracteres me eran extraños. Las páginas, que me
parecieron gastadas y de pobre tipografía, estaban impresas a dos
columnas a la manera de una biblia. El texto era apretado y estaba
ordenado en versículos. En el ángulo superior de las páginas había
cifras arábigas. Me llamó la atención que la página par llevara el
número (digamos) 40.514 y la impar, la siguiente, 999. La volví; el
dorso estaba numerado con ocho cifras. Llevaba una pequeña ilustración,
como es de uso en los diccionarios: un ancla dibujada a la pluma, como
por la torpe mano de un niño.
Fue entonces que el desconocido me dijo:
-Mírela bien. Ya no la verá nunca más.
Había una amenaza en la afirmación, pero no en la voz.
Me fijé en el lugar y cerré el volumen. Inmediatamente lo abrí.
En vano busqué la figura del ancla, hoja tras hoja. Para ocultar mi desconcierto, le dije:
-Se trata de una versión de la Escritura en alguna lengua indostánica, ¿no es verdad?
-No -me replicó.
Luego bajó la voz como para confiarme un secreto:
-Lo
adquirí en un pueblo de la llanura, a cambio de unas rupias y de la
Biblia. Su poseedor no sabía leer. Sospecho que en el Libro de los
Libros vio un amuleto. Era de la casta más baja; la gente no podía pisar
su sombra, sin contaminación. Me dijo que su libro se llamaba el Libro
de Arena, porque ni el libro ni la arena tienen principio ni fin.
Me pidió que buscara la primera hoja.
Apoyé
la mano izquierda sobre la portada y abrí con el dedo pulgar casi
pegado al índice. Todo fue inútil: siempre se interponían varias hojas
entre la portada y la mano. Era como si brotaran del libro.
-Ahora busque el final.
También fracasé; apenas logré balbucear con una voz que no era la mía:
-Esto no puede ser.
-No
puede ser, pero es. El número de páginas de este libro es exactamente
infinito. Ninguna es la primera; ninguna, la última. No sé por qué están
numeradas de ese modo arbitrario. Acaso para dar a entender que los
términos de una serie infinita aceptan cualquier número.
Después, como si pensara en voz alta:
-Si
el espacio es infinito estamos en cualquier punto del espacio. Si el
tiempo es infinito estamos en cualquier punto del tiempo.
Sus consideraciones me irritaron. Le pregunté:
-¿Usted es religioso, sin duda?
-Sí,
soy presbiteriano. Mi conciencia está clara. Estoy seguro de no haber
estafado al nativo cuando le di la Palabra del Señor a trueque de su
libro diabólico.
Le
aseguré que nada tenía que reprocharse, y le pregunté si estaba de paso
por estas tierras. Me respondió que dentro de unos días pensaba
regresar a su patria. Fue entonces cuando supe que era escocés, de las
islas Orcadas. Le dije que a Escocia yo la quería personalmente por el
amor de Stevenson y de Hume.
-Y de Robbie Burns -corrigió.
Mientras hablábamos, yo seguía explorando el libro infinito. Con falsa indiferencia le pregunté:
-¿Usted se propone ofrecer este curioso espécimen al Museo Británico?
-No. Se le ofrezco a usted -me replicó, y fijó una suma elevada.
Le
respondí, con toda verdad, que esa suma era inaccesible para mí y me
quedé pensando. Al cabo de unos pocos minutos había urdido mi plan.
-Le
propongo un canje -le dije-. Usted obtuvo este volumen por unas rupias y
por la Escritura Sagrada; yo le ofrezco el monto de mi jubilación, que
acabo de cobrar, y la Biblia de Wiclif en letra gótica. La heredé de mis
padres.
-A black letter Wiclif! -murmuró.
Fui a mi dormitorio y le traje el dinero y el libro. Volvió las hojas y estudió la carátula con fervor de bibliófilo.
-Trato hecho -me dijo.
Me
asombró que no regateara. Sólo después comprendería que había entrado
en mi casa con la decisión de vender el libro. No contó los billetes, y
los guardó.
Hablamos
de la India, de las Orcadas y de los jarls noruegos que las rigieron.
Era de noche cuando el hombre se fue. No he vuelto a verlo ni sé su
nombre.
Pensé
guardar el Libro de Arena en el hueco que había dejado el Wiclif, pero
opté al fin por esconderlo detrás de unos volúmenes descalabrados de Las mil y una noches.
Me
acosté y no dormí. A las tres o cuatro de la mañana prendí la luz.
Busqué el libro imposible, y volví las hojas. En una de ellas vi grabada
una máscara. En ángulo llevaba una cifra, ya no sé cuál, elevada a la
novena potencia.
No
mostré a nadie mi tesoro. A la dicha de poseerlo se agregó el temor de
que lo robaran, y después el recelo de que no fuera verdaderamente
infinito. Esas dos inquietudes agravaron mi ya vieja misantropía.
Me
quedaban unos amigos; dejé de verlos. Prisionero del Libro, casi no me
asomaba a la calle. Examiné con una lupa el gastado lomo y las tapas, y
rechacé la posibilidad de algún artificio. Comprobé que las pequeñas
ilustraciones distaban dos mil páginas una de otra. Las fui anotando en
una libreta alfabética, que no tardé en llenar. Nunca se repitieron. De
noche, en los escasos intervalos que me concedía el insomnio, soñaba con
el libro.
Declinaba
el verano, y comprendí que el libro era monstruoso. De nada me sirvió
considerar que no menos monstruoso era yo, que lo percibía con ojos y lo
palpaba con diez dedos con uñas. Sentí que era un objeto de pesadilla,
una cosa obscena que infamaba y corrompía la realidad.
Pensé en el fuego, pero temí que la combustión de un libro infinito fuera parejamente infinita y sofocara de humo al planeta.
Recordé
haber leído que el mejor lugar para ocultar una hoja es un bosque.
Antes de jubilarme trabajaba en la Biblioteca Nacional, que guarda
novecientos mil libros; sé que a mano derecha del vestíbulo una escalera
curva se hunde en el sótano, donde están los periódicos y los mapas.
Aproveché un descuido de los empleados para perder el Libro de Arena en
uno de los húmedos anaqueles. Traté de no fijarme a qué altura ni a qué
distancia de la puerta.
Siento un poco de alivio, pero no quiero ni pasar por la calle México.
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