El La Casa de Asterión es un
relato corto de Jorge Luis Borges, que fue publicado primero en 1947 en el diario Los Anales de Buenos Aires y posteriormente en el libro El Aleph editado en el año 1949.
La casa de Asterión
Y la reina
dio a luz un hijo que se llamó Asterión.
Apolodoro: Biblioteca, iii, I.
Sé que me acusan de soberbia, y tal vez de misantropía,
y tal vez de locura. Tales acusaciones (que yo castigaré a su debido tiempo)
son irrisorias. Es verdad que no salgo de mi casa, pero también es verdad que
sus puertas (cuyo número es infinito)[1] están abiertas día y noche a los
hombres y también a los animales. Que entre el que quiera. No hallará pompas
mujeriles aquí ni el bizarro aparato de los palacios pero si la quietud y la
soledad. Asimismo hallará una casa como no hay otra en la faz de la tierra.
(Mienten los que declaran que en Egipto hay una parecida). Hasta mis
detractores admiten que no hay un solo mueble en la casa. Otra especie ridícula
es que yo, Asterión, soy un prisionero. ¿Repetiré que no hay una puerta
cerrada, añadiré que no hay una cerradura? Por lo demás, algún atardecer he
pisado la calle; si antes de la noche volví, lo hice por el temor que me
infundieron las caras de la plebe, caras descoloridas y aplanadas, como la mano
abierta. Ya se había puesto el sol, pero el desvalido llanto de un niño y las
toscas plegarias de la grey dijeron que me habían reconocido. La gente oraba,
huía, se posternaba; unos se encaramaban al estilóbato del templo de las
Hachas, otros juntaban piedras. Alguno, creo, se ocultó en el mar. No en vano
fue una reina mi madre; no puedo confundirme con el vulgo, aunque mi modestia
lo quiera.
El hecho es que soy único. No me interesa lo que un
hombre pueda trasmitir a otros hombres; como el filósofo, pienso que nada es
comunicable por el arte de la escritura. Las enojosas y triviales minucias no
tienen cabida en mi espíritu, que está capacitado para lo grande; jamás he
retenido la diferencia entre una letra y otra. Cierta impaciencia generosa no
ha consentido que yo aprendiera a leer. A veces lo deploro, porque las noches y
los días son largos.
Claro que no me faltan distracciones. Semejante al
carnero que va a embestir, corro por las galerías de piedra hasta rodar al
suelo, mareado. Me agazapo a la sombra de un aljibe o a la vuelta de un
corredor y juego a que me buscan. Hay azoteas desde las que me dejo caer, hasta
ensangrentarme. A cualquier hora puedo jugar a estar dormido, con los ojos cerrados
y la respiración poderosa. (A veces me duermo realmente, a veces ha cambiado el
color del día cuando he abierto los ojos). Pero de tantos juegos el que
prefiero es el de otro Asterión. Finjo que viene a visitarme y que yo le
muestro la casa. Con grandes reverencias le digo: Ahora volvemos a la
encrucijada anterior o Ahora desembocaremos en otro patio o bien decía yo que
te gustaría la canasta o Ahora verás una cisterna que se llenó de arena o Ya
verás como el sótano se bifurca. A veces me equivoco y nos reímos buenamente
los dos.
No sólo he imaginado esos juegos; también he meditado
sobre la casa. Todas las partes de la casa están muchas veces, cualquier lugar
es otro lugar. No hay un aljibe, un patio, un abrevadero, un pesebre; son
catorce [son infinitos] los pesebres, abrevaderos, patios, aljibes. La casa es
del tamaño del mundo; mejor dicho, es el mundo. Sin embargo, a fuerza de
fatigar patios con un aljibe y polvorientas galerías de piedra gris he
alcanzado la calle y he visto el templo de las Hachas y el mar. Eso no lo
entendí hasta que una visión de la noche me reveló que también son catorce [son
infinitos] los mares y los templos. Todo está muchas veces, catorce veces, pero
dos cosas hay en el mundo que parecen estar una sola vez: arriba, el intrincado
sol; abajo, Asterión. Quizá yo he creado las estrellas y el sol la enorme casa,
pero ya no me acuerdo.
Cada nueve años entran en la casa nueve hombres para
que yo los libere de todo mal. Oigo sus pasos o su voz en el fondo de las
galerías de piedra y corro alegremente a buscarlos. La ceremonia dura pocos
minutos. Uno tras otro caen sin que yo me ensangriente las manos. Donde
cayeron, quedan, y los cadáveres ayudan a distinguir una galería de las otras.
Ignoro quiénes son, pero sé que uno de ellos profetizó, en la hora de su
muerte, que alguna vez llegaría mi redentor. Desde entonces no me duele la
soledad, porque sé que vive mi redentor y al fin se levantará sobre el polvo.
Si mi oído alcanza todos los rumores del mundo, yo percibiría sus pasos. Ojalá
me lleve a un lugar con menos galerías y menos puertas. ¿Cómo será mi
redentor?, me pregunto. ¿Será un toro o un hombre? ¿Será tal vez un toro con
cara de hombre? ¿O será como yo?
El sol de la mañana reverberó en la espada de bronce.
Ya no quedaba ni un vestigio de sangre.
— ¿Lo creerás, Ariadna? —Dijo Teseo—. El minotauro
apenas se defendió.
[1] El original dice catorce, pero sobran motivos para
creer inferir que, en boca de Asterión, el número catorce vale por infinitos.
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