Arlt es quizás
uno de los pocos escritores destacados en los comienzos del siglo XX que
proviene de la clase media de escasos recursos económicos, hijo de inmigrantes
pobres, educado en la escuela pública y de formación prácticamente autodidacta
en la ciudad de Buenos Aires. Su territorio es el del barrio de Flores, las
tertulias, las bibliotecas públicas, socialistas, anarquistas, los centros de
cultura barrial, el periodismo y las publicaciones populares.
Otro cuento de Roberto Arlt, en este caso del género policial.
El crimen casi perfecto
La
coartada de los tres hermanos de la suicida fue verificada. Ellos no habían
mentido. El mayor, Juan, permaneció desde las cinco de la tarde hasta las doce
de la noche (la señora Stevens se suicidó entre las siete y las diez de la noche)
detenido en una comisaría por su participación imprudente en una accidente de tránsito.
El segundo hermano, Esteban, se encontraba en el pueblo de Lister desde las seis
de la tarde de aquel día hasta las nueve del siguiente, y, en cuanto al
tercero, el doctor Pablo, no se había apartado ni un momento del laboratorio de
análisis de leche de la Erpa Cía., donde estaba adjunto a la sección de dosificación
de mantecas en las cremas.
Lo
más curioso del caso es que aquel día los tres hermanos almorzaron con la
suicida para festejar su cumpleaños, y ella, a su vez, en ningún momento dejó
de traslucir su intención funesta. Comieron todos alegremente; luego, a las dos
de la tarde, los hombres se retiraron.
Sus declaraciones coincidían en un todo con
las de la anti gua doméstica que servía hacía muchos años a la señora Stevens.
Esta mujer, que dormía afuera del departamento, a las siete de la tarde se
retiró a su casa. La última orden que recibió de la señora Stevens fue que le
enviara por el portero un diario de la tarde. La criada se marchó; a las siete
y diez el portero le entregó a la señora Stevens el diario pedido y el proceso
de acción que ésta siguió antes de matarse se presume lógicamente así: la propietaria
revisó las adiciones en las libretas donde llevaba anotadas las entradas y salidas
de su contabilidad doméstica, porque las libretas se encontraban sobre la mesa
del comedor con algunos gastos del día subrayados; luego se sirvió un vaso de agua
con whisky, y en esta mezcla arrojó aproximadamente medio gramo de cianuro de
potasio. A continuación se puso a leer el diario, bebió el veneno, y al sentirse
morir trató de ponerse de pie y cayó sobre la alfombra. El periódico fue
hallado entre sus dedos tremendamente contraídos.
Tal
era la primera hipótesis que se desprendía del conjunto de cosas ordenadas
pacíficamente en el interior del departamento pero, como se puede apreciar,
este proceso de suicidio está cargado de absurdos psicológicos. Ninguno de los
funcionarios que intervinimos en la investigación podíamos aceptar
congruentemente que la señora Stevens se hubiese suicidado. Sin embargo, únicamente
la Stevens podía haber echado el cianuro en el vaso. El whisky no contenía veneno.
El agua que se agregó al whisky también era pura. Podía presumirse que el veneno
había sido depositado en el fondo o las paredes de la copa, pero el vaso
utilizado por la suicida había sido retirado de un anaquel donde se hallaba una
docena de vasos del mismo estilo; de manera que el presunto asesino no podía
saber si la Stevens iba a utilizar éste o aquél. La oficina policial de química
nos informó que ninguno de los vasos contenía veneno adherido a sus paredes.
El
asunto no era fácil. Las primeras pruebas, pruebas mecánicas como las llamaba
yo, nos inclinaban a aceptar que la viuda se había quitado la vida por su
propia mano, pero la evidencia de que ella estaba distraída leyendo un
periódico cuando la sorprendió la muerte transformaba en disparatada la prueba
mecánica del suicidio.
Tal
era la situación técnica del caso cuando yo fui designado por mis superiores
para continuar ocupándome de él. En cuanto a los informes de nuestro gabinete
de análisis, no cabían dudas. Únicamente en el vaso, donde la señora Stevens
había bebido, se encontraba veneno. El agua y el whisky de las botellas eran
completamente in ofensivos. Por otra parte, la declaración del portero era
terminante; nadie había visitado a la señora Stevens después que él le alcanzó
el periódico; de manera que si yo, después de algunas investigaciones
superficiales, hubiera cerrado el sumario informando de un suicidio comprobado,
mis superiores no hubiesen podido objetar palabra. Sin embargo, para mí cerrar
el sumario significaba confesarme fracasado. La señora Stevens había sido
asesinada, y había un indicio que lo comprobaba: ¿dónde se hallaba el envase
que contenía el veneno ante s de que ella lo arrojara en su bebida?
Por
más que nosotros revisáramos el departamento, no nos fue posible descubrir la
caja, el sobre o el frasco que contuvo el tóxico. Aquel indicio resultaba
extraordinariamente sugestivo. Además había otro: los hermanos de la muerta
eran tres bribones.
Los
tres, en menos de diez años, habían despilfarrado los bienes que heredaron de
sus padres. Actualmente sus medios de vida no eran del todo satisfactorios.
Juan
trabajaba como ayudante de un procurador especializado en divorcios. Su
conducta resultó más de una vez sospechosa y lindante con la presunción de un
chantaje. Esteban era corredor de seguros y había asegurado a su hermana en una
gruesa suma a su favor; en cuanto a Pablo, trabajaba de veterinario, pero
estaba descalificado por la Justicia e inhabilitado para ejercer su profesión,
convicto de haber dopado caballos. Para no morirse de hambre ingresó en
la industria lechera, se ocupaba de los análisis.
Tales
eran los hermanos de la señora Stevens. En cuanto a ésta, había enviudado tres
veces. El día del “suicidio” cumplió 68 años; pero era una mujer
extraordinariamente conservada, gruesa, robusta, enérgica, con el cabello
totalmente renegrido. Podía aspirar a casarse una cuarta vez y manejaba su casa
alegremente y con puño duro. Aficionada a los placeres de la mesa, su despensa
estaba provista de vinos y comestibles, y no cabe duda de que sin aquel “accidente”
la viuda hubiera vivido cien años. Suponer que una mujer de ese carácter era capaz
de suicidarse, es desconocer la naturaleza humana. Su muerte beneficiaba a cada
uno de los tres hermanos con doscientos treinta mil pesos.
La
criada de la muerta era una mujer casi estúpida, y utilizada por aquélla en las
labores groseras de la casa. Ahora estaba prácticamente aterrorizada al verse
engranada en un procedimiento judicial.
El
cadáver fue descubierto por el portero y la sirvienta a las siete de la mañana,
hora en que ésta, no pudiendo abrir la puerta porque las hojas estaban
aseguradas por dentro con cadenas de acero, llamó en su auxilio al encargado de
la casa. A las once de la mañana, como creo haber dicho anteriormente, estaban
en nuestro poder los informes del laboratorio de análisis, a las tres de la
tarde abandonaba yo la habitación donde quedaba detenida la sirvienta, con una
idea brincando en mi imaginación: ¿y si alguien había entrado en el
departamento de la viuda rompiendo un vidrio de la ventana y colocando otro
después que volcó el veneno en el vaso? Era una fantasía de novela policial,
pero convenía verificar la hipótesis.
Salí
decepcionado del departamento. Mi conjetura era absolutamente disparatada: la
masilla solidificada no revelaba mudanza alguna.
Eché
a caminar sin prisa. El “suicidio” de la señora Stevens me preocupaba (diré una
enormidad) no policialmente, sino deportivamente. Yo estaba en presencia de un
asesino sagacísimo, posiblemente uno de los tres hermanos que había utilizado
un recurso simple y complicado, pero imposible de presumir en la nitidez de
aquel vacío.
Absorbido
en mis cavilaciones, entré en un café, y tan identificado estaba en mis
conjeturas, que yo, que nunca bebo bebidas alcohólicas, automáticamente pedí un
whisky. ¿Cuánto tiempo permaneció el whisky servido frente a mis ojos? No lo
sé; pero de pronto mis ojos vieron el vaso de whisky, la garrafa de agua y un
plato con trozos de hielo. Atónito quedé mirando el conjunto aquel. De pronto
una idea alumbró mi curiosidad, llamé al camarero, le pagué la bebida que no
había tomado, subí apresuradamente a un automóvil y me dirigí a la casa de la
sirvienta. Una hipótesis daba grandes saltos en mi cerebro. Entré en la
habitación donde estaba detenida, me senté frente a ella y le dije:
-
Míreme bien y fíjese en lo que me va a contestar: la señora Stevens, ¿tomaba el
whisky con hielo o sin hielo?
-Con
hielo, señor.
-¿Dónde
compraba el hielo?
-
No lo compraba, señor. En casa había una heladera pequeña que lo fabricaba en
pancitos. – Y la criada casi iluminada prosiguió, a pesar de su estupidez.-
Ahora que me acuerdo, la heladera, hasta ayer, que vino el señor Pablo, estaba
descompuesta. Él se encargó de arreglarla en un momento.
Una
hora después nos encontrábamos en el departamento de la suicida con el químico
de nuestra oficina de análisis, el técnico retiró el agua que se encontraba en
el depósito congelador de la heladera y varios pancitos de hielo. El químico
inició la operación destinada a revelar la presencia del tóxico, y a los pocos minutos
pudo manifestarnos: - El agua está envenenada y los panes de este hielo están
fabricados con agua envenenada.
Nos
miramos jubilosamente. El misterio estaba desentrañado. Ahora era un juego
reconstruir el crimen. El doctor Pablo, al reparar el fusible de la heladera
(defecto que localizó el técnico) arrojó en el depósito congelador una
cantidad de cianuro disuelto. Después, ignorante de lo que aguardaba, la señora
Stevens preparó un whisky; del depósito retiró un pancito de hielo (lo cual
explicaba que el plato con hielo disuelto se encontrara sobre la mesa),
el cual, al desleírse en el alcohol, lo envenenó poderosamente debido a su alta
concentración. Sin imaginarse que la muerte la aguardaba en su vicio, la señora
Stevens se puso a leer el periódico, hasta que juzgando el whisky
suficientemente enfriado, bebió un sorbo. Los efectos no se hicieron esperar.
No
quedaba sino ir en busca del veterinario. Inútilmente lo aguardamos en su casa.
Ignoraban dónde se encontraba. Del laboratorio donde trabajaba nos informaron
que llegaría a las diez de la noche.
A
las once, yo, mi superior y el juez nos presen tamos en el laboratorio de la
Erpa. El doctor Pablo, en cuanto nos vio comparecer en grupo, levantó el brazo
como si quisiera anatemizar nuestras investigaciones, abrió la boca y se
desplomó inerte junto a la mesa de mármol. Había muerto de un síncope. En su
armario se encontraba un frasco de veneno. Fue el asesino más ingenioso que
conocí.
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