La presente es la reproducción de un artículo publicado en el diario La Nación; Santiago Bilinkis, nos comenta:
La necesidad de seguir
actualizando nuestro saber a lo largo de toda la vida lleva a renunciar a la
comodidad que ofrece el terreno conocido.
Através de la historia, la
humanidad fue acumulando conocimiento de manera gradual y lenta. El ritmo al
que el saber perdía vigencia era también lento y eso nos llevó a diseñar
nuestra vida con una etapa inicial de aprendizaje que incluye unos 10 a 20 años
de educación formal e informal, para luego dedicar el tiempo que nos quede a
aplicar el saber adquirido en nuestra tarea profesional adulta. En esa segunda
etapa, la mayoría dedicamos mucho menos tiempo a seguir estudiando, a
actualizar lo que aprendimos, que en aquellos años formativos iniciales.
La aceleración del cambio
de las últimas décadas está poniendo en jaque esta manera de encarar la vida.
¿En qué medida puede, por ejemplo, un médico formado hace 30 o 40 años ejercer
su actividad de manera efectiva hoy? ¿Cuánto tiempo debería dedicar a ponerse
(y luego mantenerse) al día al ritmo que se genera nuevo conocimiento? ¿Y cómo
es posible compatibilizar esa gran inversión de horas con la alta demanda que
ya implica su trabajo diario actual? La idea de estudiar una carrera durante 4
o 5 años de joven para adquirir el saber de nuestra profesión y luego trabajar
de ella por el resto de nuestra vida empieza a resultar insostenible. Samuel
Arbesman, en su libro La vida útil de los datos, estima que en la mayoría de
las áreas la "fecha de expiración" del conocimiento no llega hoy a
los 10 años.
Esta reciente necesidad de
seguir actualizando nuestro saber a lo largo de toda la vida ha puesto en foco
la atención de muchos investigadores en la dificultad creciente de aprender en
la edad adulta. Sin embargo, para mí esta manera de ver el tema pasa por alto
el aspecto más problemático. El nuevo desafío más difícil que enfrentamos como
adultos no es aprender. Es desaprender.
Todo conocimiento nuevo
que adquirimos debe integrarse conceptualmente con nuestros saberes previos.
Algunas novedades encajan fácilmente con lo que ya sabíamos y nos resulta
rápido y sencillo incorporarlas, porque refuerzan nuestras creencias. Pero
otras novedades chocan con algunas de las certezas que el estudio y la
experiencia previa nos llevaron a adquirir y entran en conflicto con nuestra
manera de ver el mundo. En algún sentido, como niños éramos un recipiente
vacío, listo para ser llenado. Como adultos, estamos ya llenos de convicciones
y prejuicios. Agregar contenido implica en ocasiones desprendernos de lo
previo, renunciar a la comodidad que ofrece el terreno conocido.
Es importante entender que
en este proceso nuestras tendencias mentales no nos ayudan. El brillante
psicólogo israelí Daniel Kahneman mostró con sus experimentos que la
"resistencia al cambio" y la "preferencia por el statu quo"
son dos sesgos cognitivos que están profundamente arraigados en el
funcionamiento de nuestra mente. Una vez que sabemos algo, nos cuesta muchísimo
revisarlo.
Si nos dejamos llevar por
nuestras tendencias naturales será fácil disfrazar la resistencia al cambio con
racionalizaciones que nos eviten el problema de desaprender. Pero como seres
culturales que somos, tenemos el exclusivo privilegio de poder pelear contra
nuestra naturaleza. Sólo a partir del esfuerzo consciente por volver a poner un
signo de pregunta a nuestras certezas podemos encontrar el camino a desaprender
y reaprender como modo de vida.
El desafío es grande, pero
el premio también: en el plano social, la oportunidad de ser protagonistas del
mundo que viene. En el plano personal, seguir creciendo y ampliando nuestros
horizontes, cualquiera sea la edad que tengamos.
El autor es emprendedor y
tecnólogo, autor del libro Pasaje al futuro (Sudamericana)
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