Edgar Allan Poe (Boston, Estados Unidos, 1809 -
Baltimore, id., 1849) Poeta, narrador y crítico estadounidense, uno de los
mejores cuentistas de todos los tiempos.
La imagen de Edgar Allan Poe como mórbido cultivador de la literatura de
terror ha entorpecido en ocasiones la justa apreciación de su trascendencia
literaria. Ciertamente fue el gran maestro del género, e inauguró además el
relato policial y la ciencia ficción; pero, sobre todo, revalorizó y revitalizó
el cuento tanto desde sus escritos teóricos como en su praxis literaria,
demostrando que su potencial expresivo nada tenía que envidiar a la novela y
otorgando al relato breve la dignidad y el prestigio que modernamente posee.
El retrato oval
El castillo en el cual mi criado se
le había ocurrido penetrar a la fuerza en vez de permitirme, malhadadamente
herido como estaba, de pasar una noche al ras, era uno de esos edificios mezcla
de grandeza y de melancolía que durante tanto tiempo levantaron sus altivas
frentes en medio de los apeninos, tanto en la realidad como en la imaginación
de Mistress Radcliffe. Según toda apariencia, el castillo había sido
recientemente abandonado, aunque temporariamente. Nos instalamos en una de las
habitaciones más pequeñas y menos suntuosamente amuebladas. Estaba situada en
una torre aislada del resto del edificio. Su decorado era rico, pero antiguo y
sumamente deteriorado. Los muros estaban cubiertos de tapicerías y adornados
con numerosos trofeos heráldicos de toda clase, y de ellos pendían un número
verdaderamente prodigioso de pinturas modernas, ricas de estilo, encerradas en
sendos marcos dorados, de gusto arabesco. Produjerónme profundo interés, y
quizá mi incipiente delirio fue la causa, aquellos cuadros colgados no
solamente en las paredes principales, sino también en una porción de rincones
que la arquitectura caprichosa del castillo hacía inevitable; hice a Pedro
cerrar los pesados postigos del salón, pues ya era hora avanzada, encender un
gran candelabro de muchos brazos colocado al lado de mi cabecera, y abrir
completamente las cortinas de negro terciopelo, guarnecidas de festones, que
rodeaban el lecho. Quíselo así para poder, al menos, si no reconciliaba el
sueño, distraerme alternativamente entre la contemplación de estas pinturas y
la lectura de un pequeño volumen que había encontrado sobre la almohada y que
trataba de su crítica y su análisis.
Leí largo tiempo; contemplé las pinturas religiosas devotamente;
las horas huyeron, rápidas y silenciosas, y llegó la media noche. La posición
del candelabro me molestaba, y extendiendo la mano con dificultad para no
turbar el sueño de mi criado, lo coloqué de modo que arrojase la luz de lleno
sobre el libro. Pero este movimiento produjo un efecto completamente
inesperado. La luz de sus numerosas bujías dio de pleno en un nicho del salón
que una de las columnas del lecho había hasta entonces cubierto con una sombra
profunda. Vi envuelto en viva luz un cuadro que hasta entonces no advirtiera.
Era el retrato de una joven ya formada, casi mujer. Lo contemplé
rápidamente y cerré los ojos. ¿Por qué? no me lo expliqué al principio; pero,
en tanto que mis ojos permanacieron cerrados, analicé rápidamente el motivo que
me los hacía cerrar. Era un movimiento involuntario para ganar tiempo y
recapacitar, para asegurarme de que mi vista no me había engañado, para calmar
y preparar mi espíritu a una contemplación más fría y más serena. Al cabo de
algunos momentos, miré de nuevo el lienzo fijamente.
No era posible dudar, aun cuando lo hubiese querido; porque el
primer rayo de luz al caer sobre el lienzo, había desvanecido el estupor
delirante de que mis sentidos se hallaban poseídos, haciéndome volver
repentinamente a la realidad de la vida.
El cuadro representaba, como ya he dicho, a una joven. se trataba
sencillamente de un retrato de medio cuerpo, todo en este estilo, que se llama,
en lenguaje técnico, estilo de viñeta; había en él mucho de la manera de pintar
de Sully en sus cabezas favoritas. Los brazos, el seno y las puntas de sus
radiantes cabellos, pendíanse en la sombra vaga, pero profunda, que servía de
fondo a la imagen. El marco era oval, magníficamente dorado, y de un bello
estilo morisco. Tal vez no fuese ni la ejecución de la obra, ni la excepcional
belleza de su fisonomía lo que me impresionó tan repentina y profundamente. No
podía creer que mi imaginación, al salir de su delirio, hubiese tomado la
cabeza por la de una persona viva. Empero, los detalles del dibujo, el estilo
de viñeta y el aspecto del marco, no me permitieron dudar ni un solo instante.
Abismado en estas reflexiones, permanecí una hora entera con los ojos fijos en
el retrato. Aquella inexplicable expresión de realidad y vida que al principio
me hiciera estremecer, acabó por subyugarme. Lleno de terror y respeto, volví
el candelabro a su primera posición, y habiendo así apartado de mi vista la
causa de mi profunda agitación, me apoderé ansiosamente del volumen que
contenía la historia y descripción de los cuadros. Busqué inmediatamente el
número correspondiente al que marcaba el retrato oval, y leí la extraña y
singular historia siguiente:
Era una joven de peregrina belleza, tan graciosa como amable, que
en mala hora amó al pintor y, se desposó con él.
El tenía un carácter apasionado, estudioso y austero, y había
puesto en el arte sus amores; ella, joven, de rarísima belleza, todo luz y
sonrisas, con la alegría de un cervatillo, amándolo todo, no odiando más que el
arte, que era su rival, no temiendo más que la paleta, los pinceles y demás
instrumentos importunos que le arrebataban el amor de su adorado. Terrible
impresión causó a la dama oír al pintor hablar del deseo de retratarla. Mas era
humilde y sumisa, y sentóse pacientemente, durante largas semanas, en la
sombría y alta habitación de la torre, donde la luz se filtraba sobre el pálido
lienzo solamente por el cielo raso.
El artista cifraba su gloria en su obra, que avanzaba de hora en
hora, de día en día.
Y era un hombre vehemente, extraño, pensativo y que se perdía en
mil ensueños; tanto que no veía que la luz que penetraba tan lúgubremente en
esta torre aislada secaba la salud y los encantos de su mujer, que se consumía
para todos excepto para él.
Ella no obstante, sonreía más y más, porque veía que el pintor,
que disfrutaba de gran fama, experimentaba un vivo y ardiente placer en su
tarea, y trabajaba noche y día para trasladar al lienzo la imagen de la que
tanto amaba, la cual de día en día. tornábase más débil y desanimada. Y, en
verdad, los que contemplaban el retrato, comentaban en voz baja su semejanza
maravillosa, prueba palpable del genio del pintor, y del profundo amor que su
modelo le inspiraba. Pero, al fin, cuando el trabajo tocaba a su término, no se
permitió a nadie entrar en la torre; porque el pintor había llegado a
enloquecer por el ardor con que tomaba su trabajo, y levantaba los ojos rara
vez del lienzo, ni aun para mirar el rostro de su esposa. Y no podía ver que
los colores que extendía sobre el lienzo borrábanse de las mejillas de la que
tenía sentada a su lado. Y cuando muchas semanas hubieron transcurrido, y no
restaba por hacer más que una cosa muy pequeña, sólo dar un toque sobre la boca
y otro sobre los ojos, el alma de la dama palpitó aún, como la llama de una
lámpara que está próxima a extinguirse. y entonces el pintor dió los toques, y
durante un instante quedó en éxtasis ante el trabajo que había ejecutado; pero
un minuto después, estremeciéndose, palideció intensamente herido por el
terror, y gritando con voz terrible:
"—¡En verdad esta es la vida misma!— Volvióse bruscamente
para mirar a su bien amada... ¡estaba muerta!"
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