Edgar Allan Poe ha sido
mundialmente conocido como el maestro del género de terror. Sus relatos cortos
que se cuentan por docenas son tan sumamente excepcionales, que no solo los
amantes del género suelen tenerlos como libros de cabecera, sino que hasta el
menos aficionado habrá oído hablar de ellos o incluso los habrá visto tanto en
la pequeña o gran pantalla. Los cuentos de Poe han sido llevados al cine una y
otra vez y aunque muchas personas creen no conocer nada de su cuantiosa
producción literaria, seguramente más de una historia vista en televisión tiene
su origen en un relato de Poe.
La vida de este escritor estadounidense es casi tan estremecedora como muchos de sus relatos. Siempre deseó ser poeta, era su
máximo anhelo, pero las necesidades económicas lo condujeron a la prosa. Aunque
no podemos decir que fuese el creador de los relatos de miedo fue un maestro en
su arte y fue quien inició la novela policiaca. Su corta vida estuvo siempre
marcada por la depresión, su tendencia a la melancolía y su afición al alcohol
y a las drogas que acabaron por destruirle.
El Corazón delator
¡ES VERDAD! nervioso, muy, muy
terriblemente nervioso yo había sido y soy; ¿pero por qué dirán ustedes que soy
loco? La enfermedad había aguzado mis sentidos, no destruido, no entorpecido.
Sobre todo estaba la penetrante capacidad de oír. Yo oí todas las cosas en el
cielo y en la tierra. Yo oí muchas cosas en el infierno. ¿Cómo entonces soy yo
loco? ¡Escuchen! y observen cuan razonablemente, cuan serenamente, puedo
contarles toda la historia.
Es imposible decir cómo primero la idea entró en mi cerebro, pero,
una vez concebida, me acosó día y noche. Objeto no había ninguno. Pasión no
había ninguna. Yo amé al viejo. El nunca me había hecho mal. Él no me había
insultado.
De su oro no tuve ningún deseo. ¡Creo que fue su ojo! Sí, ¡fue
eso! Uno de sus ojos parecía como el de un buitre — un ojo azul pálido con una
nube encima.
Cada vez que caía sobre mí, la sangre se me helaba, y entonces de
a poco, muy gradualmente, me decidí a tomar la vida del viejo, y así librarme
del ojo para siempre.
Ahora éste es el punto. Ustedes me imaginan loco. Los locos no
saben nada. Pero ustedes deberían haberme visto. Ustedes deberían haber visto
cuan sabiamente yo procedí —¡con qué cuidado! — ¡con qué previsión, con qué
disimulo, yo me puse a trabajar! Nunca fui más amable con el viejo que durante
toda la semana antes de matarlo. Y cada noche cerca de la medianoche yo giraba
el picaporte de su puerta y lo abría, ¡oh, tan suavemente! Y entonces, cuando
había hecho una apertura suficiente para mi cabeza, ponía una oscura linterna
sorda todo
cerrada, cerrada para que ninguna luz saliera, y entonces metía mi
cabeza. ¡Oh, ustedes habrían reído al ver cuan hábilmente la metía! La movía
lentamente, muy, muy lentamente, para no perturbar el sueño del viejo. Me tomó
una hora poner mi cabeza entera dentro de la apertura hasta poder ver como él
yacía sobre su cama.
¡Ja! ¿habría sido un loco tan inteligente como para hacer esto? Y
entonces cuando mi cabeza estaba bien dentro del cuarto abrí la linterna
cuidadosamente — oh, tan cuidadosamente — cuidadosamente (ya que los goznes
crujían), la abrí apenas tanto como para que un único rayo delgado cayera sobre
el ojo de buitre.
Y esto lo hice durante siete largas noches, cada noche sólo a la
medianoche, pero encontraba el ojo siempre cerrado, y así era imposible hacer
el trabajo, porque no era el viejo quien me vejaba sino su Ojo Perverso. Y
todas las mañanas, cuando el día irrumpía, iba con audacia a su cuarto y le
hablaba valientemente, llamándolo por su nombre en un tono cordial, y
averiguando cómo había pasado la noche. Entonces pueden ver que tendría que
haber sido un viejo muy profundo, en verdad, para sospechar que cada noche,
cerca de las doce, yo lo observaba mientras dormía.
Hacia la octava noche fui más precavido que lo común en abrir la
puerta. El minutero de un reloj se mueve con más rapidez que mi propia mano.
Nunca antes de esa noche había yo sentido el alcance de mis propias facultades,
de mi sagacidad. Apenas podía contener mis sentimientos de triunfo. Pensar que
allí estaba yo, abriendo la puerta poco a poco, y él ni siquiera soñaba con mis
actos o pensamientos secretos. Yo casi reí con la idea, y quizás él me oyó, ya
que de repente se movió en la cama como alarmado. Ahora ustedes pueden pensar
que di marcha atrás — pero no. Su cuarto era tan como negro como la brea con la
pesada oscuridad (las persianas estaban bien cerradas por el miedo a los
ladrones), y por eso sabía que él no podía ver que la puerta se abría, y seguí
empujándola constantemente, constantemente.
Entré mi cabeza, y estaba por abrir la linterna, cuando mi pulgar
se resbaló sobre la lata que la cerraba, y el viejo saltó en la cama, gritando,
"¿Quién anda ahí?"
Me quedé muy quieto y no dije nada. Durante una hora entera no
moví ni un músculo, y mientras tanto no lo oí acostarse. Todavía estaba sentado
en la cama, escuchando; al igual que yo lo he hecho noche tras noche escuchando
los relojes de la muerte en la pared.
En un momento, oí un suave gemido, y supe que era el gemido del
terror mortal.
No era un gemido de dolor o de pena — ¡oh, no! Era el sonido
sofocado que se levanta desde el fondo del alma cuando ésta se sobrecarga de
temor. Yo conocía bien el sonido. Hace algunas noches, justo a medianoche,
cuando todo el mundo dormía, ha brotado de mi propio pecho, profundizando, con
su tremendo eco, los terrores que me enloquecían. Digo que lo conocía bien. Yo
sabía lo que el viejo sentía, y lo compadecí aunque en mi corazón riera. Sabía
que él había estado despierto desde el primer ruido débil cuando se había
vuelto en la cama. Sus temores habían estado creciendo en él desde entonces.
Había tratado de imaginarlos sin causa, pero no podía. Se había estado diciendo
a sí mismo, "No es nada, es el viento en la chimenea, es sólo un ratón
corriendo en el piso," o, "es un grillo que ha cantado sólo una
vez." Sí, se había tratado de confortar sí mismo con estas suposiciones;
pero fue todo en vano. TODO EN VANO, porque la Muerte aproximándose a él, lo
había acechado con su sombra negra y había envuelto a la víctima. Y era la
influencia fúnebre de la sombra no percibida lo que le hizo sentir, aunque no
veía ni oía, sentir la presencia de mi cabeza dentro del cuarto.
Cuando hube esperado un largo tiempo muy pacientemente sin oír que
se recostara, resolví abrir un poco — una muy, muy pequeña rendija en la
linterna. Así la abría — ustedes no pueden imaginar qué tan sigilosamente,
sigilosamente - - hasta que al fin un único rayo tenue como el hilo de una
araña se disparó desde la rendija y cayó sobre el ojo de buitre.
Estaba abierto, bien, bien abierto, y me puse furioso al
observarlo. Lo vi con perfecta precisión — todo un azul sombrío con un horrendo
velo encima que heló la misma médula de mis huesos, pero no pude ver nada más
de la persona o cara del viejo, ya que había dirigido el rayo como por instinto
precisamente sobre el punto maldito.
¿Y ahora, no les he dicho que lo que ustedes confunden con locura
no es sino la hiperestesia de los sentidos? ahora, digo, vino a mis oídos un
sonido apagado, sordo, penetrante, así como el de un reloj envuelto en algodón.
Reconocí ese sonido también. Era el golpeteo del corazón del viejo. Aumentó mi
furia como el golpeteo de un tambor estimula al soldado en el coraje.
Pero aún así me contuve y me quedé quieto. Apenas respiraba.
Sostuve la linterna inmóvil. Traté de mantener lo más firmemente que pude el
rayo sobre el ojo.
Mientras tanto el compás infernal del corazón aumentó. Creció más
rápido y más rápido, y más fuerte y más fuerte, cada instante. ¡El terror del
viejo debe haber sido extremo! Se hizo más fuerte, digo, más fuerte cada
momento! — ¿me entienden bien? Les he contado que soy nervioso: y sí lo soy. Y
entonces a la hora muerta de la noche, en el silencio terrible de esa casa
vieja, un ruido tan extraño como ése me excitó a un terror incontrolable. Pero
aún así, por algunos minutos más me contuve y me quedé quieto. Pero el golpeteo
se hizo más fuerte, ¡más fuerte! Pensé que el corazón iba a estallar. Y ahora
una inquietud nueva se apoderó de mí — ¡el sonido sería oído por un vecino! ¡La
hora del viejo había llegado! Con un gran alarido, abrí la linterna y salté
dentro del cuarto. Él gritó una vez — solamente una vez. En un instante lo
arrastré al piso, y tiré la pesada cama sobre él. Entonces sonreí alegremente,
al ver el acto tan bien hecho. Pero por muchos minutos el corazón siguió
latiendo con un sonido ahogado.
Esto, sin embargo, no me molestó; no podría oírse a través de la
pared. En algún momento cesó. El viejo estaba muerto. Saqué la cama y examiné
el cadáver. Sí, él estaba muerto, bien muerto como una piedra. Puse mi mano
sobre el corazón y la mantuve allí varios minutos. No había pulsación. Bien
muerto como una piedra. Su ojo ya no me molestaría más. Si todavía me creen
loco, ya no lo pensarán cuando describa las precauciones sabias que tomé para
el ocultamiento del cuerpo. La noche pasaba, y trabajé rápidamente, pero en
silencio. Lo primero que hice fue desmembrar el cadáver.
Corté la cabeza. Después, los brazos. Después, las piernas.
Levanté tres de las tablas del piso del cuarto, y deposité todo entre las
maderas. Luego reemplacé las placas tan hábilmente tan hábilmente, que ninguno
ojo humano — ni siquiera el suyo — podría haber detectado algo fuera de lugar.
No había nada para lavar — ninguna mancha de ningún tipo — ni un
rastro de sangre -. Había sido demasiado cuidadoso para que eso ocurriera.
Cuando había llegado al fin de estas labores, eran las cuatro en punto —aún
oscuro como a medianoche. Cuando la campanada señaló la hora, hubo un golpe en
la puerta de calle. Bajé para abrir con el corazón alegre, —porque ¿qué había
de temer yo ahora? Entraron tres hombres, quienes se presentaron, con perfecta
suavidad, como oficiales de policía. Un grito había sido oído por un vecino
durante la noche; la sospecha de algún crimen se había despertado, la
información había llegado a la oficina de la policía, y ellos (los oficiales)
habían sido enviados para investigar las propiedades. Sonreí, — ¿porque qué
había yo de temer? Les di la bienvenida a los caballeros.
El grito, dije, fue mío en un sueño. El viejo, mencioné, había
partido al campo.
Llevé a mis visitantes por toda la casa. Los invité a que buscaran
—que buscaran bien. Los conduje, en un momento, a su habitación. Les mostré sus
tesoros, seguros, inalterados. Con el entusiasmo de mi confianza, traje sillas
al cuarto, y les rogué que descansaran aquí de sus fatigas, mientras yo mismo,
con la osadía salvaje de mi triunfo perfecto, coloqué mi propio asiento en el
mismo lugar sobre el que descansaba el cadáver de la víctima.
Los oficiales estaban satisfechos. Mi COMPORTAMIENTO los había
convencido. Yo estaba particularmente tranquilo. Ellos se sentaron y mientras
yo contestaba animadamente, charlaron de cosas familiares. Pero, mientras
tanto, sentí que me iba poniendo pálido y deseé que se fueran. La cabeza me
dolía, y me imaginé un zumbido en mis oídos; pero ellos aún estaban sentados, y
aún charlaban. El zumbido se hacía más claro: hablé desenfrenadamente para
conseguir librarme de lo que sentía: pero continuó y ganó carácter definitivo —
hasta que, en un momento, descubrí que el ruido NO estaba dentro de mis oídos.
Sin duda que ahora me puse MUY pálido; pero hablé más fluidamente,
y en voz más alta. Sin embargo el sonido aumentó — ¿y qué podía hacer? Era un
sonido APAGADO, SORDO, PENETRANTE — MUY PARECIDO AL QUE HACE UN RELOJ ENVUELTO
EN ALGODÓN. Me costaba respirar, y sin embargo los oficiales no lo oían. Hablé
más rápido, más vehementemente pero el ruido constantemente aumentaba. Me
levanté y argumenté sobre tonterías, en un tono alto y con gesticulaciones
violentas; pero el ruido constantemente aumentaba. ¿Por qué no se iban ellos?
Recorrí el piso de aquí para allá con pasos pesados, como si me excitaran a la
furia las observaciones de los hombres, pero el ruido constantemente aumentaba.
¡Oh Dios! ¿qué PODÍA yo hacer? ¡Lancé espuma — enloquecí — maldije! Movía la
silla en la que había estado sentado, y la hacía rechinar sobre las tablas,
pero el ruido se levantaba sobre todo y continuamente aumentaba. Se hizo más
fuerte — más fuerte — ¡más fuerte! Y todavía los hombres charlaban gratamente,
y sonreían. ¿Era posible que no lo oyeran? ¡Dios Todopoderoso! — ¿nada, nada?
¡Ellos oían! — ¡ellos sospechaban! — ¡ellos SABÍAN! — ¡ellos se estaban
burlando de mi horror! — esto pensé, y esto pienso. ¡Pero cualquier cosa era
mejor que esta agonía! ¡Cualquier cosa era más tolerable que este desprecio!
¡Ya no podía soportar más esas sonrisas hipócritas! ¡Sentí que debía gritar o
morir! — y ahora —otra vez —¡escuchen! ¡más fuerte! ¡más fuerte! ¡más fuerte!
¡MÁS FUERTE! — "¡Villanos!" grité, "¡no disimulen más! ¡Admito
el acto! — ¡arranquen las tablas! — ¡aquí, aquí! — ¡es el latir de su horrible
corazón!"
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