274 - Sistemas Administrativos
miércoles, 28 de febrero de 2018
martes, 27 de febrero de 2018
lunes, 26 de febrero de 2018
Telxínoe: Liliana Bodoc III
Amigos por el Viento es un cuento de Liliana Bodoc, editado por Alfaguara en el año 2008 y reproducido por el Plan Lectura del Ministerio de Educación en el mismo año.
Amigos por el Viento
A veces, la
vida se comporta como el viento: desordena y arrasa. Algo susurra, pero no se
le entiende. A su paso todo peligra; hasta aquello que tiene raíces. Los
edificios, por ejemplo. O las costumbres cotidianas.
Cuando la
vida se comporta de ese modo, se nos ensucian los ojos con los que vemos. Es
decir, los verdaderos ojos. A nuestro lado, pasan papeles escritos con una
letra que creemos reconocer. El cielo se mueve más rápido que las horas. Y lo
peor es que nadie sabe si, alguna vez, regresará la calma.
Así ocurrió
el día que papá se fue de casa.
La vida se
nos transformó en viento casi sin dar aviso. Recuerdo la puerta que se cerró
detrás de su sombra y sus valijas. También puedo recordar la ropa reseca
sacudiéndose al sol mientras mamá cerraba las ventanas para que, adentro y
adentro, algo quedara en su sitio.
–Le dije a
Ricardo que viniera con su hijo.
¿Qué te
parece?
–Me parece
bien –mentí.
Mamá dejó de
pulir la bandeja, y me miró:
–No me lo
estás diciendo muy convencida...
–Yo no tengo
que estar convencida.
–¿Y eso qué
significa? –preguntó la mujer que más preguntas me hizo a lo largo de mi vida.
–Significa
que es tu cumpleaños, y no el mío –respondí.
La gata
salió de su canasto, y fue a enredarse entre las piernas de mamá.
Que mamá
tuviera novio era casi insoportable. Pero que ese novio tuviera un hijo era una
verdadera amenaza. Otra vez, un peligro rondaba mi vida. Otra vez había viento
en el horizonte.
–Se van a
entender bien –dijo mamá–.
Juanjo tiene
tu edad.
La gata,
único ser que entendía mi desolación, saltó sobre mis rodillas. Gracias, gatita
buena.
Habían
pasado varios años desde aquel viento que se llevó a papá. En casa ya estaban
reparados los daños. Los huecos de la biblioteca fueron ocupados con nuevos
libros.
Y hacía
mucho que yo no encontraba gotas de llanto escondidas en los jarrones,
disimuladas como estalactitas en el congelador.
Disfrazadas
de pedacitos de cristal. "Se me acaba de romper una copa", inventaba
mamá que, con tal de ocultarme su tristeza, era capaz de esas y otras
asombrosas hechicerías.
Ya no había
huellas de viento ni de llantos.
Y justo
cuando empezábamos a reírnos con ganas y a pasear juntas en bicicleta, aparecía
un tal Ricardo y todo volvía a peligrar.
Mamá sacó
las cocadas del horno. Antes del viento, ella las hacía cada domingo.
Después
pareció tomarle rencor a la receta, porque se molestaba con la sola mención del
asunto. Ahora, el tal Ricardo y su Juanjo habían conseguido que volviera a
hacerlas.
Algo que yo
no pude conseguir.
–Me voy a
arreglar un poco –dijo mamá, mirándose las manos–.Lo único que falta es que
lleguen y me encuentren hecha un desastre.
–¿Qué te vas
a poner? –le pregunté, en un supremo esfuerzo de amor.
–El vestido
azul.
Mamá salió
de la cocina, la gata regresó a su canasto. Y yo me quedé sola para imaginar lo
que me esperaba.
Seguramente,
ese horrible Juanjo iba a devorar las cocadas. Y los pedacitos de merengue se
quedarían pegados en los costados de su boca. También era seguro que iba a
dejar sucio el jabón cuando se lavara las manos. Iba a hablar de su perro con
el único propósito de desmerecer a mi gata.
Pude verlo
transitando por mi casa con los cordones de las zapatillas desatados, tratando
de anticipar la manera de quedarse con mi dormitorio. Pero, más que ninguna
otra cosa, me aterró la certeza de que sería uno de esos chicos que, en vez de
hablar, hacen ruidos: frenadas de autos, golpes en el estómago, sirenas de
bomberos, ametralladoras y explosiones.
–¡Mamá!
–grité, pegada a la puerta del baño.
–¿Qué pasa?
–me respondió desde la ducha.
–¿Cómo se
llaman esas palabras que parecen ruidos?
El agua caía
apenas tibia, mamá intentaba comprender mi pregunta, la gata dormía y yo
esperaba.
–¿Palabras
que parecen ruidos? –repitió.
–Sí –y
aclaré–: Pum, Plaf, Ugg...
¡Ring!
–Por favor
–dijo mamá–, están llamando.
No tuve más
remedio que abrir la puerta.
–¡Hola!
–dijeron las rosas que traía Ricardo.
–¡Hola!
–dijo Ricardo, asomado detrás de las rosas.
Yo miré a su
hijo sin piedad. Como lo había imaginado, traía puesta un remera ridícula y un
pantalón que le quedaba corto.
Enseguida,
apareció mamá. Estaba tan linda como si no se hubiese arreglado. Así le pasaba
a ella. Y el azul le quedaba muy bien a sus cejas espesas.
–Podrían ir
a escuchar música a tu habitación –sugirió la mujer que cumplía años,
desesperada por la falta de aire.
Y es que yo
me lo había tragado todo para matar por asfixia a los invitados.
Cumplí sin
quejarme. El horrible chico me siguió en silencio. Me senté en una cama. Él se
sentó en la otra. Sin duda, ya estaría decidiendo que el dormitorio pronto
sería de su propiedad. Y que yo dormiría en el canasto, junto a la gata.
No puse
música porque no tenía nada que festejar. Aquel era un día triste para mí. No
me pareció justo, y decidí que también él debía sufrir. Entonces, busqué una
espina y la puse entre signos de preguntas:
–¿Cuánto
hace que se murió tu mamá?
Juanjo abrió
grandes los ojos para disimular algo.
–Cuatro años
–contestó.
Pero mi
rabia no se conformó con eso:
–¿Y cómo
fue? –volví a preguntar.
Esta vez,
entrecerró los ojos.
Yo esperaba
oír cualquier respuesta, menos la que llegó desde su voz cortada.
–Fue..., fue
como un viento –dijo.
Agaché la
cabeza, y dejé salir el aire que tenía guardado. Juanjo estaba hablando del
viento, ¿sería el mismo que pasó por mi vida?
–¿Es un
viento que llega de repente y se mete en todos lados? –pregunté.
–Sí, es ese.
–¿Y también
susurra...?
–Mi viento
susurraba –dijo Juanjo–. Pero no entendí lo que decía.
–Yo tampoco
entendí.
Los dos
vientos se mezclaron en mi cabeza.
Pasó un
silencio.
–Un viento
tan fuerte que movió los edificios –dijo él–. Y eso que los edificios tienen
raíces...
Pasó una
respiración.
–A mí se me
ensuciaron los ojos –dije.
Pasaron dos.
–A mí
también.
–¿Tu papá
cerró las ventanas? –pregunté.
–Sí.
–Mi mamá
también.
–¿Por qué lo
habrán hecho? –Juanjo parecía asustado.
–Debe haber
sido para que algo quedara en su sitio. A veces, la vida se comporta como el
viento: desordena y arrasa. Algo susurra, pero no se le entiende. A su paso
todo peligra; hasta aquello que tiene raíces. Los edificios, por ejemplo. O las
costumbres cotidianas.
–Si querés
vamos a comer cocadas –le dije. Porque Juanjo y yo teníamos un viento en común.
Y quizás ya era tiempo de abrir las ventanas.
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viernes, 23 de febrero de 2018
miércoles, 21 de febrero de 2018
martes, 20 de febrero de 2018
lunes, 19 de febrero de 2018
Telxínoe: Liliana Bodoc II
Otro cuento corto de Liliana Bodoc, correspondiente al libro del mismo nombre editado en el año 2007:
La mejor luna
Pedro es amigo de Juan.
Juan es amigo de Melina. Melina es amiga de la luna.
Por eso, cuando la luna
empieza a perder su redondez, los ojos alargados de Melina hierven de lágrimas,
su tazón de leche se pone viejo en un rincón, y no hay caricias que la alegren.
Días después, cuando la
luna desaparece por completo, Melina sube a los techos y allí se queda,
esperando que la luna regrese al cielo como aparecen los barcos en el
horizonte.
Melina es la gata de Juan.
Juan es amigo de Pedro. Pedro es el dueño de la luna.
La luna de Pedro no es tan
grande ni tan redonda, tiene color de agua con azúcar y sonríe sin boca. Y es
así porque Pedro la pintó a su gusto en un enorme cuadro nocturno, mitad mar,
mitad cielo.
Pedro, el pintor de
cuadros, pasa noches enteras en su balcón. Y desde allí puede ver la tristeza
de Melina cuando no hay luna. Gata manchada de negro que anda sola por los
techos.
¿Les dije que Melina es la
gata de Juan? ¿Les dije que Juan se pone triste con la tristeza de Melina? Juan
se pone muy triste cuando Melina se pierde en el extraño mundo de los techos,
esperando el regreso de la luna. Y siempre está buscando la manera de ayudar a
su amiga. Por eso, apenas vio el nuevo cuadro que Pedro había pintado, Juan
tuvo una idea. Y aunque se trataba de una luna ni tan grande ni tan redonda,
color de agua con azúcar, podía alcanzar para convencer a Melina de que un
pedacito de mar y una luna quieta se habían mudado al departamento de enfrente.
Juan cruzó la calle, subió
siete pisos en ascensor y llamó a la puerta de su amigo. Pedro salió a
recibirlo con una mano verde y otra amarilla. Juan y Pedro hablaron durante
largo rato y, al fin, se pusieron de acuerdo. Iban a colgar el enorme cuadro en
el balcón del séptimo piso para que, desde los techos de enfrente, Melina
creyera que la luna estaba siempre en el cielo. Eso sí, tendrían que colgarlo
al inicio de la noche y descolgarlo al amanecer.
Pedro es un pintor muy
viejo. Juan es un niño muy niño. La luna del cuadro no es tan redonda ni tan
grande. Y Melina, la gata, no es tan sonsa como para creer que una luna pintada
es la luna verdadera.
Apenas vio el cuadro
colgado en el balcón de enfrente, Melina supo que esa no era la verdadera luna
del verdadero cielo. También supo que ese mar, aunque era muy lindo, no tenía
peces. Entonces, la gata inclinó la cabeza para pensar qué debía hacer.
¿Qué debo hacer?, pensó
Melina para un lado.
Qué debo hacer?, pensó
Melina para el otro.
"La luna está lejos y
Juan está cerca. Juan es capaz de reconocerme entre mil gatas manchadas de
negro. Para la luna, en cambio, yo debo ser una gata parecida a todas en un
techo parecido a todos. Y aunque la luna del pintor Pedro no es tan grande ni
tan redonda es la luna que me dio el amor"
Melina es amiga del Juan.
Juan es amigo de Pedro. Pedro es amigo de los colores.
Juan creyó que un cuadro
podía reemplazar al verdadero cielo. Porque para eso están los niños, para
soñar sin miedo.
Melina dejó de andar
triste en las noches sin luna, porque para eso tenía la luna del amor.
Y Pedro sigue pintando
cielos muy grandes, porque para eso están los colores: para acercar lo que está
lejos.
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viernes, 16 de febrero de 2018
miércoles, 14 de febrero de 2018
martes, 13 de febrero de 2018
lunes, 12 de febrero de 2018
Telxínoe: Liliana Bodoc (1958 - 2018)
Liliana Bodoc nació en Santa Fe el 21 de julio de 1958
y falleció en la ciudad de Mendoza el 6 de febrero de 2018, y la mayor parte de
su vida transcurrió en Mendoza. Bodoc estudió la Licenciatura en Letras en la
Universidad Nacional de Cuyo y ejerció como docente de Literatura Española y
Argentina en varios colegios de esa universidad. Su exitosa obra la Saga de los
Confines, es una trilogía épica y fantástica basada en la cultura
precolombina en la línea de autores como J.J.R. Tolkien y J.K. Rowling. El
primer libro de esa trilogía, "Los días del venado", se
convirtió rápidamente en best seller, y la misma suerte corrieron "Los
días de la sombra" y "Los días del fuego".
En 2004 y 2014 la
Fundación Konex le dio el Diploma al Mérito y en 2014 le otorgó el Premio Konex
de Platino. En mayo de 2016 recibió el título Honoris Causa de la Universidad
Nacional de Cuyo. En 2008, recibió el premio Barco de Vapor en la Argentina,
por su novela "El espejo africano". Se caracterizó por incursionar en la literatura infantil y juvenil, además de la trilogía escribió
otras catorce obras, entre ellas "Memorias
impuras", "Presagio de carnaval", "Sucedió en
colores" y "El espejo
africano". Sus libros fueron traducidos al alemán, francés,
holandés, japonés, polaco, inglés e italiano.
El siguiente cuento está extraído del libro Sucedió en Colores publicado en al año 2004.
Amarillo
Ye-Lou fue emperador de un vasto territorio ubicado al este del
mundo conocido. El suyo era un imperio dorado donde las porcelanas lucían tan
suaves y pálidas como las mujeres, las mujeres caminaban gráciles bajo el sol,
y el sol picaba como un grano de mostaza.
Este emperador, este Ye-Lou del que les hablo, tenía por
costumbre dormir la siesta.
Las siestas, no importa en qué lugar sucedan, huelen a
papeles envejecidos y zumban como abejas. Y bien..., Ye-Lou las olía, las
escuchaba, y se dormía de pronto en cualquier sitio donde estuviese. La mayoría
de las veces, el sueño lo atrapaba durante su almuerzo; de modo que el plato de
arroz con azafrán quedaba a medio terminar.
Apenas el emperador empezaba a cabecear, su esposa le sugería
que utilizara para su siesta la cama recubierta con escamas de oro. Su
consejero le aconsejaba la cama torneada en bronce, y su médico le recetaba la
cama tapizada con piel de leopardo. Pero Ye-Lou no escuchaba a nadie porque,
fuese donde fuese, Ye-Lou ya estaba durmiendo y roncando.
Cuando los sirvientes del palacio oían los ronquidos, se
apresuraban a cubrir con lienzos las ciento cincuenta y cinco jaulas donde
penaban y trinaban quinientos cincuenta y tres canarios. Las cubrían para que
todo fuese silencio durante la siesta del emperador.
Pero un día, las siestas del emperador dejaron de ser
dulces y plácidas, y se pusieron agrias y difíciles. Como si dijésemos que las
siestas de Ye-Lou pasaron de ser miel a ser limón.
Todo comenzó durante una calurosa siesta de verano, cuando
el durmiente emperador tuvo un horrible pesadilla. Horrible para un emperador
de tan vasto imperio que debía creerse, por necesidad, el más grande, venerable
y digno de amor de todo este mundo.
Su pesadilla comenzó con la aparición de un punto de luz
que fue creciendo, creciendo y creciendo hasta doblarlo en estatura. Después,
la luz le habló con voz gigantesca:
—Oye bien, emperador Ye-Lou. Hay en este mundo alguien más
venerable, más grandioso y más amado que tú. Y en día muy cercano, todos
mirarán su rostro mientras tú te arrastrarás derrotado bajo el peso de su
esplendor.
La primera vez, Ye-Lou no quiso darle demasiada
importancia a su pesadilla, y la alejó de su pensamiento con el mismo ademán de
espantar insectos. Sin embargo, la pesadilla regresó con mayor frecuencia.
Finalmente, todas las siestas del emperador se estropearon con la presencia de
aquella luz gigantesca que traía malas noticias:
—Oye bien, emperador Ye-Lou. Hay en este mundo alguien más
venerable, más grandioso, y más amado que tú. Y en día muy cercano, todos
mirarán su rostro mientras tú te arrastrarás derrotado bajo el peso de su
esplendor.
Casi desesperado, el emperador le preguntó a su esposa qué
podía hacer para terminar con aquel desagradable sueño. Ella estuvo un buen
rato revisando su Gran Libro de Remedios Caseros.
—Tienes que beber una yema de huevo batida con vino blanco
—le dijo su esposa—. Aquí dice claramente que bebiendo una yema batida con vino
blanco se evitan las pesadillas.
El emperador hizo lo que su esposa le aconsejaba. Pero,
para su desdicha, la pesadilla no desapareció. Por el contrario, la luz parecía
crecer con tan buen alimento.
Desesperado, el emperador consultó con su médico.
—Te lo diré claramente... —el médico acababa de hojear a
escondidas el Gran Libro de Remedios Caseros—. Quien desee espantar pesadillas
deberá frotar su frente, sus codos y sus pies con polvo de azufre.
El emperador cumplió puntualmente con las recomendaciones
del médico de palacio. Pero tampoco tuvo suerte... ¡El azufre solamente
consiguió que la luz hablara con voz mineral!
Entonces, verdaderamente desesperado, el emperador le
preguntó a su consejero.
El consejero movió la cabeza en señal de desaprobación, quería
dejar claro que el Gran Libro de Remedios Caseros le parecía pura
charlatanería. Luego carraspeó, y recitó su sabio consejo: para no sufrir
pesadillas durante las siestas bastaba con no dormir la siesta.
—El que no duerme no sueña, ¡oh, venerable!, ¡oh
emperador! —dijo el consejero—. Si tú no duermes la siesta, ¡oh, emperador!,
¡oh, venerable!, tus pesadillas terminarán.
Hay que decir y creer que Ye-Lou hizo lo imposible para
seguir aquel consejo que, al fin y al cabo, parecía el más sensato de todos los
que había recibido. A veces, sin embargo, ni lo imposible es suficiente. Cuando
la siesta llegaba al reino de Ye-Lou con su olor a papeles envejecidos y su
zumbar de abejas, el emperador se dormía por mucho que se esforzara en
evitarlo. Se dormía aunque, por su expreso mandato, las jaulas no fuesen
cubiertas y los quinientos cincuenta y tres canarios estuviesen trinando.
Y en cuanto Ye-Lou se dormía, un punto de luz aparecía
justo en el centro de la oscuridad del sueño. La luz crecía con asombrosa rapidez
hasta ocupar todo el espacio de la pesadilla, y entonces hablaba:
—Oye bien, emperador Ye-Lou, hay en este mundo alguien más
venerable, más grandioso y más amado que tú...
Las palabras se repetían idénticas.
—Y en día muy cercano todos mirarán su rostro...
Siesta tras siesta, las cosas se complicaban. Cada nuevo
despertar, dejaba al emperador sumido en un triste ánimo. Luego se pasaba el
resto del día y el resto de la noche deambulando por los pasillos del palacio,
murmurando cosas que nadie entendía, y preguntándose quién sería aquel que iba
a derrotarlo.
Porque el emperador estaba convencido de que la luz de su
pesadilla no hablaba en vano. Lo que esa mala luz le estaba advirtiendo era
algo que en verdad sucedería. Y según sus propias palabras, en día muy cercano.
¿Quién podría ser el que lo obligaría a arrastrarse?
Ye-Lou se tiraba de la cabellera, abría de par en par los ventanales y con los
brazos abiertos gritaba a toda garganta:
—¡Seas quien seas, no permitiré que me derrotes!—. El
grito del emperador atravesaba las inmesas plantaciones de cereales y frutos
que rodeaban el palacio, salía a la ciudad, se metía en los templos, sacudía
las chozas de paja de los campesinos, y desprendía las peras maduras de sus
ramas.
Las personas del reino lo oían y se lamentaban:
—¡Ay! —decían—. Nuestro pobre emperador ha enfermado. Ya
no hace otra cosa que hablar de un poderoso enemigo que sólo existe en sus
siestas.
Ye-Lou enflaquecía ante los ojos de todos. Y sin cesar,
repetía las palabras de la luz.
—Alguien más venerable, más grandioso y más amado...
La ira lograba que, a pesar de su fatiga, el emperador se
mantuviera en pie:
—Pero, ¡quién es! —gritaba—. ¿Quién es él? ¿Quién es...?
Muchas veces, después de esos arranques de furia, Ye-Lou
caía al suelo agotado. Permanecía así durantes largas horas, sin que nadie se
atreviera a acercarse.
Y así estaba el horrible día en que, de repente, alzó su
rostro desfigurado por los insomnios. Y con el color de la envidia.
—¡Muy bien! —El emperador acababa de tomar una espantosa
decisión— ¡No amanecerá el día de mi enemigo! ¡Mando la muerte para todos los
que pretenden ser grandes en mi reino!
Hasta aquel día fatal, Ye-Lou había compartido su vasto
imperio con señores de señoríos, y príncipes que regían provincias opulentas.
Ellos aceptaban a Ye-Lou como único emperador de todo el este. Y, en
retribución a su lealtad, Ye-Lou respetaba sus territorios. Se aliaba con ellos
en caso de necesidad, y compartía los frutos en tiempos de sequía. Pero una
pesadilla estaba a punto de terminar con tan buena vecindad.
El emperador estuvo la noche entera repasando el poder y
las riquezas de cada uno de los príncipes y los señores de su reino. Perdido en
el territorio de la locura, todos ellos le parecían enemigos. Cualquiera podía
ser, en su afiebrada cabeza, el que intentara cumplir el presagio de la
pesadilla.
—Alguien más venerable, más grandioso y más amado que
tú...
Ye-Lou tomó una pluma, un trozo de pergamino, y escribió una
larga lista de nombres.
—Alguno de estos ha de ser el que pretende derrotarme
—decía Ye-Lou, pasando los ojos por su lista de condenados a muerte.
A la mañana siguiente, sus emisarios partieron en las cuatro
direcciones a cumplir la peor orden que Ye-Lou había dado hasta entonces.
Y Ye-Lou se quedó esperando. Miraba hacia el norte y luego
al sur, ansioso por verlos regresar.
A mitad del otoño, los hombres que habían partido llevando
dardos de oro envenenados comenzaron a llegar. Uno tras otro, y al galope,
atravesaron los jardines cubiertos de hojas secas. Desmontaron e hicieron la
reverencia obligada.
—Emperador Ye-Lou, lo que ordenaste se ha cumplido.
Eso significaba que otro dardo había sido disparado con
buena puntería. Eso significaba que Ye-Lou tenía un enemigo menos a quien
temer.
Sin embargo, a pesar de tantos dardos y de tanto otoño, la
pesadilla continuó apareciendo en las siestas del emperador y repitió la misma
amenaza:
—Oye bien, emperador Ye-Lou, hay en este mundo alguien más
venerable, más grandioso y más amado que tú. Y en día cercano todos mirarán su
rostro mientras tú te arrastrarás derrotado bajo el peso de su esplendor.
Ye-Lou abrió de par en par uno de los ventanales más altos
del palacio, y gritó con la voz enronquecida de dolor:
—¡Seas quien seas, jamás me arrastraré ante ti!
El emperador alzó el puño en señal de amenaza. Pero,
frente a su rabia, los trigales continuaron meciéndose al viento como si nada
escuchasen. Fatigado, Ye-Lou dejaba caer su brazo y su voz:
—Pero, ¿quién eres? Sólo debo saber quién eres...
Para ese entonces, todos en su reino le temían. Ni su
dulce esposa, ni su médico, ni siquiera su consejero conseguían devolverle la
calma.
Ye-Lou ya no comía. Iba de un lado al otro murmurando
desgracias y odios. Y apenas si se acordaba de respirar.
El otoño llegaba a su fin... Todos los emisarios habían
regresado, todos los dardos de oro habían sido disparados con precisión. Ye-Lou
ya no tenía vecinos poderosos... Pero, ¡ay, desdichas de todas las desdichas!,
la pesadilla continuaba recitando su terrible presagio.
Pocas siestas después, Ye-Lou despertó con la cabeza
repleta de alaridos que le golpeaban dentro, y hacían que todo se nublara ante
sus ojos. Sudoroso y golpeando los dientes, ordenó que lo vistieran con su
mejor armadura y que le dieran las armas sagradas de sus antepasados.
—¡Tendré que ir a buscarlo yo mismo! —gritó frente sus
sirvientes y sus soldados.
El emperador salió del palacio. Miró hacia todos lados y avanzó
lentamente. Giró de improviso, como para sorprender a alguien que estuviera a
sus espaldas. Pero a sus espaldas sólo había soledad. Así caminó sin rumbo,
tajeando el aire con su espada. Quienes lo vieron pasar, supieron que el
venerable Ye-Lou había enloquecido para siempre.
Ye-Lou caminó y caminó. Atravesó los trigales dando gritos
amenazadores.
—¡Ponte frente a mí! —vociferaba para los campos—. Si en
verdad crees que puedes derrotarme, ¡preséntate y dame pelea!
Al cabo de varias horas, el calor comenzó a agobiarlo.
Dentro de su armadura metálica, el debilitado emperador perdía las escasas
fuerzas que le quedaban. Aun así, continuó andando a grandes pasos, blandiendo
la espada y provocando a su enemigo.
Ya había segado todo el trigal a filo de espada, porque
imaginaba que entre las mieses podía estar oculto el que venía a derrotarlo.
Como no encontró lo que buscaba, se dirigió al campo de mijo. De nuevo destrozó
las plantas nuevas, y de nuevo no consiguió nada.
Su enflaquecido cuerpo no podía continuar. La cabeza latía
de calor dentro del casco. Ya casi no podía ver, y su rodillas se doblaban bajo
el traje de metal.
Con la fuerza que le daba la locura, Ye-Lou llegó hasta el
campo de girasoles.
Dio unos pocos pasos vacilantes y cayó al suelo. Sin
embargo, con gran esfuerzo consiguió ponerse nuevamente de pie. Ante sus ojos
fatigados, los girasoles se hacían enormes y diminutos, se iban, ondulaban,
desaparecían...
Todavía Ye-Lou intentó continuar hasta que, al fin, cayó
de rodillas. Como pudo, se quitó el casco para respirar. Las lágrimas le
quemaban desde los ojos al cuello. El emperador quiso levantarse; pero sus
brazos, delgados como hebras de heno, no pudieron ayudarlo.
Ye-Lou arrastraba su soledad y su locura bajo el esplendoroso
sol del este. A su alrededor, los girasoles, indiferentes a su agonía, miraban
al mismo punto del cielo.
—Y en día cercano todos mirarán su rostro..., mientras tú
te arrastrarás bajo el peso de su esplendor.
El sol resplandeciente en el cielo. Los girasoles,
mirándolo. Ye-Lou llorando su locura contra la tierra.
En el lugar donde habitan los sueños, una pesadilla
sonreía.
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viernes, 9 de febrero de 2018
Ahora uno se explota a sí mismo y cree que está realizándose - Reportaje a Byung-Chul Han
El diario El País de España, ha presentado un reportaje al filósofo coreano Byung-Chul Han; “Ahora uno se explota a sí mismo y cree que está realizándose”; que nos pareció interesante compartir con ustedes.
Transcribimos el artículo:
“Ahora uno se explota a sí
mismo y cree que está realizándose”
El filósofo surcoreano
Byung-Chul Han, un destacado diseccionador de la sociedad del hiperconsumismo,
explica en Barcelona sus críticas al “infierno de lo igual”
Las Torres Gemelas,
edificios iguales entre sí y que se reflejan mutuamente, un sistema cerrado en
sí mismo, imponiendo lo igual y excluyendo lo distinto y que fueron objetivo de
un atentado que abrió una brecha en el sistema global de lo igual. O la gente
practicando binge watching (atracones de series), visualizando continuamente
solo aquello que le gusta: de nuevo, proliferando lo igual, nunca lo distinto o
el otro... Son dos de las potentes imágenes que utiliza el filósofo Byung-Chul
Han (Seúl, 1959), uno de los más reconocidos diseccionadores de los males que
aquejan a la sociedad hiperconsumista y neoliberal tras la caída del muro de
Berlín. Libros como La sociedad del cansancio, Psicopolítica o La expulsión de
lo distinto (en España, publicados por Herder) compendian su tupido discurso
intelectual, que desarrolla siempre en red: todo lo conecta, como hace con sus
manos muy abiertas, de dedos largos que se juntan mientras cimbrea una corta
coleta en la cabeza.
“En la orwelliana 1984 esa
sociedad era consciente de que estaba siendo dominada; hoy no tenemos ni esa
consciencia de dominación”, alertó ayer en el Centro de Cultura Contemporánea
de Barcelona (CCCB), donde el profesor formado y afincado en Alemania disertó
sobre la expulsión de la diferencia. Y dio pie a conocer su particular
cosmovisión, construida a partir de su tesis de que los individuos hoy se
autoexplotan y sienten pavor hacia el otro, el diferente. Viviendo, así, en “el
desierto, o el infierno, de lo igual”.
Autenticidad.
Para Han, la gente se vende como auténtica porque “todos quieren ser distintos
de los demás”, lo que fuerza a “producirse a uno mismo”. Y es imposible serlo
hoy auténticamente porque “en esa voluntad de ser distinto prosigue lo igual”.
Resultado: el sistema solo permite que se den “diferencias comercializables”.
Autoexplotación.
Se ha pasado, en opinión del filósofo, “del deber de hacer” una cosa al “poder
hacerla”. “Se vive con la angustia de no hacer siempre todo lo que se puede”, y
si no se triunfa, es culpa suya. “Ahora uno se explota a sí mismo figurándose
que se está realizando; es la pérfida lógica del neoliberalismo que culmina en
el síndrome del trabajador quemado”. Y la consecuencia, peor: “Ya no hay contra
quien dirigir la revolución, no hay otros de donde provenga la represión”. Es
“la alienación de uno mismo”, que en lo físico se traduce en anorexias o en
sobreingestas de comida o de productos de consumo u ocio.
“Big
data”. “Los macrodatos hacen superfluo el pensamiento porque
si todo es numerable, todo es igual... Estamos en pleno dataísmo: el hombre ya
no es soberano de sí mismo sino que es resultado de una operación algorítmica
que lo domina sin que lo perciba; lo vemos en China con la concesión de visados
según los datos que maneja el Estado o en la técnica del reconocimiento
facial”. ¿La revuelta pasaría por dejar de compartir datos o de estar en las
redes sociales? “No podemos negarnos a facilitarlos: una sierra también puede
cortar cabezas... Hay que ajustar el sistema: el ebook está hecho para que yo
lea, no para que me lea a mí a través de algoritmos... ¿O es que el algoritmo
hará ahora al hombre? En EE UU hemos visto la influencia de Facebook en las
elecciones... Necesitamos una carta digital que recupere la dignidad humana y
pensar en una renta básica para las profesiones que devorarán las nuevas
tecnologías”.
Comunicación.
“Sin la presencia del otro, la comunicación degenera en un intercambio de
información: las relaciones se reemplazan por las conexiones, y así solo se
enlaza con lo igual; la comunicación digital es solo vista, hemos perdido todos
los sentidos; estamos en una fase debilitada de la comunicación, como nunca: la
comunicación global y de los likes solo consiente a los que son más iguales a
uno; ¡lo igual no duele!”.
Jardín.
“Yo soy diferente; estoy envuelto de aparatos analógicos: tuve dos pianos de
400 kilos y durante tres años he cultivado un jardín secreto que me ha dado
contacto con la realidad: colores, olores, sensaciones... Me ha permitido
percatarme de la alteridad de la tierra: la tierra tenía peso, todo lo hacía
con las manos; lo digital no pesa, no huele, no opone resistencia, pasas un
dedo y ya está... Es la abolición de la realidad; mi próximo libro será ese:
Elogio de la tierra. El jardín secreto. La tierra es más que dígitos y números.
Narcisismo.
Sostiene Han que “ser observado hoy es un aspecto central de ser en el mundo”.
El problema reside en que “el narcisista es ciego a la hora de ver al otro” y
sin ese otro “uno no puede producir por sí mismo el sentimiento de autoestima”.
El narcisismo habría llegado también a la que debería ser una panacea, el arte:
“Ha degenerado en narcisismo, está al servicio del consumo, se pagan
injustificadas burradas por él, es ya víctima del sistema; si fuera ajeno al
mismo, sería una narrativa nueva, pero no lo es”.
Otros.
Es la clave de sus reflexiones más recientes. “Cuanto más iguales son las
personas, más aumenta la producción; esa es la lógica actual; el capital
necesita que todos seamos iguales, incluso los turistas; el neoliberalismo no
funcionaría si las personas fuéramos distintas”. Por ello propone “regresar al
animal original, que no consume ni comunica desaforadamente; no tengo
soluciones concretas, pero puede que al final el sistema implosione por sí
mismo... En cualquier caso, vivimos en una época de conformismo radical: la
universidad tiene clientes y solo crea trabajadores, no forma espiritualmente;
el mundo está al límite de su capacidad; quizá así llegue un cortocircuito y
recuperemos ese animal original”.
Refugiados.
Han es muy claro: con el actual sistema neoliberal “no se siente temor, miedo o
asco por los refugiados sino que son vistos como carga, con resentimiento o
envidia”; la prueba es que luego el mundo occidental va a veranear a sus
países.
Tiempo. Es
necesaria una revolución en el uso del tiempo, sostiene el filósofo, profesor
en Berlín. “La aceleración actual disminuye la capacidad de permanecer:
necesitamos un tiempo propio que el sistema productivo no nos deja; requerimos
de un tiempo de fiesta, que significa estar parados, sin nada productivo que
hacer, pero que no debe confundirse con un tiempo de recuperación para seguir
trabajando; el tiempo trabajado es tiempo perdido, no es tiempo para nosotros”.
Byung-Chul Han (Seúl,
Corea del Sur, 1959), estudió Filosofía en la Universidad de Friburgo y
Literatura alemana y Teología en la Universidad de Múnich. En 1994 se doctoró
por la primera de dichas universidades con una tesis sobre Martin Heidegger.
Tras su habilitación dio clases de filosofía en la universidad de Basilea,
desde 2010 fue profesor de filosofía y teoría de los medios en la Escuela
Superior de Diseño de Karlsruhe y desde 2012 es profesor de Filosofía y
Estudios culturales en la Universidad de las Artes de Berlín. Es autor de más
de una decena de títulos, entre otros: La sociedad del cansancio, La agonía del
Eros, La sociedad de la transparencia, En el enjambre, El aroma del tiempo - Un
ensayo filosófico sobre el arte de demorarse y Psicopolítica - Neoliberalismo y
nuevas técnicas de poder.
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