En Las babas del diablo, el escritor Julio Cortázar decía que "el fotógrafo opera siempre como una permutación de su manera personal de ver el mundo por otra que la cámara le impone insidiosa". Aquel cuento publicado en 1959, cobró forma luego de una anécdota protagonizada por el escritor argentino junto al chileno Sergio Larrain (1931-2012), una de las grandes figuras de la fotografía latinoamericana. Larrain, tomó un retrato de Cortázar en París, en las afueras de la Catedral de Notre Dame y luego, cuando la reveló, descubrió en un segundo plano, detrás del escritor, a una pareja haciendo el amor, lo que que da génesis al famoso cuento incluido en Las armas secretas.
La anécdota no sólo se encarna a la perfección el modo en que Larrain concebía su profesión -años después dirá sobre una toma hecha en Valparaíso "fue la primera fotografía mágica que vino hacia mí"- sino que es apenas una más en la rara y aventurera vida de este hombre que nació en 1931 en Santiago de Chile, el seno de una familia burguesa, que trabajó para la prestigiosa agencia Magnum, apadrinado por el francés Henri Cartier-Bresson, que viajó tres meses haciéndose pasar por mochilero para retratar la intimidad de la mafia siciliana, que publicó un libro junto a Pablo Neruda, que prendió fuego a la mayoría de sus fotos, en busca de escapar de la fama, y que finalmente abrazó el ascetismo y se recluyó en Tulahuén, un pueblo cordillerano de su país en busca del "satori", la iluminación en el budismo zen. Tan es así que pasó los últimos 30 años de su vida en un ostracismo voluntario y casi total, practicando yoga y meditación, dibujando y escribiendo reflexiones filosóficas que compiló en breves publicaciones.
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