El siguiente es un cuento de Adolfo Bioy
Casares: “Margarita o el poder de la farmacopea” está incluido en Una muñeca
rusa, Tusquets, 2013
Margarita o el poder de la farmacopea
No recuerdo por qué mi hijo me reprochó en
cierta ocasión:
-A vos todo te sale bien.
El muchacho vivía en casa, con su mujer y
cuatro niños, el mayor de once años, la menor, Margarita, de dos. Porque las
palabras aquellas traslucían resentimiento, quedé preocupado. De vez en cuando
conversaba del asunto con mi nuera. Le decía:
–No me negarás que en todo triunfo hay algo
repelente.
–El triunfo es el resultado natural de un
trabajo bien hecho –contestaba.
–Siempre lleva mezclada alguna vanidad,
alguna vulgaridad.
–No el triunfo –me interrumpía– sino el deseo
de triunfar. Condenar el triunfo me parece un exceso de romanticismo,
conveniente sin duda para los chambones.
A pesar de su inteligencia, mi nuera no
lograba convencerme. En busca de culpas examiné retrospectivamente mi vida, que
ha transcurrido entre libros de química y en un laboratorio de productos
farmacéuticos. Mis triunfos, si los hubo, son quizá auténticos, pero no
espectaculares. En lo que podría llamarse mi carrera de honores, he llegado a
jefe de laboratorio. Tengo casa propia y un buen pasar. Es verdad que algunas
fórmulas mías originaron bálsamos, pomadas y tinturas que exhiben los anaqueles
de todas las farmacias de nuestro vasto país y que según afirman por ahí
alivian a no pocos enfermos. Yo me he permitido dudar, porque la relación entre
el específico y la enfermedad me parece bastante misteriosa. Sin embargo,
cuando entreví la fórmula de mi tónico Hierro Plus, tuve la ansiedad y la
certeza del triunfo y empecé a botaratear jactanciosamente, a decir que en
farmacopea y en medicina, óiganme bien, como lo atestiguan las páginas de
“Caras y Caretas”, la gente consumía infinidad de tónicos y reconstituyentes,
hasta que un día llegaron las vitaminas y barrieron con ellos, como si fueran
embelecos. El resultado está a la vista. Se desacreditaron las vitaminas, lo
que era inevitable, y en vano recurre el mundo hoy a la farmacia para mitigar
su debilidad y su cansancio.
Cuesta creerlo, pero mi nuera se preocupaba
por la inapetencia de su hija menor. En efecto, la pobre Margarita, de pelo
dorado y ojos azules, lánguida, pálida, juiciosa, parecía una estampa del siglo
XIX, la típica niña que según una tradición o superstición está destinada a
reunirse muy temprano con los ángeles.
Mi nunca negada habilidad de cocinero de
remedios, acuciada por el ansia de ver restablecida a la nieta, funcionó
rápidamente e inventé el tónico ya mencionado. Su eficacia es prodigiosa.
Cuatro cucharadas diarias bastaron para transformar, en pocas semanas, a
Margarita, que ahora reboza de buen color, ha crecido, se ha ensanchado y
manifiesta una voracidad satisfactoria, casi diría inquietante. Con
determinación y firmeza busca la comida y, si alguien se la niega, arremete con
enojo. Hoy por la mañana, a la hora del desayuno, en el comedor de diario, me
esperaba un espectáculo que no olvidaré así nomás. En el centro de la mesa
estaba sentada la niña, con una medialuna en cada mano. Creí notar en sus
mejillas de muñeca rubia una coloración demasiado roja. Estaba embadurnada de
dulce y de sangre. Los restos de la familia reposaban unos contra otros con las
cabezas juntas, en un rincón del cuarto. Mi hijo, todavía con vida, encontró
fuerzas para pronunciar sus últimas palabras.
–Margarita no tiene la culpa.
Las dijo en ese tono de reproche que
habitualmente empleaba conmigo.
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