Hoy quiero
presentar a una Doctora de Guardia, que suele escribir en la red social
Twitter, Anónima me hicieron (@Anonmehicieron), quien en distintos hilos nos narra
todas las vicisitudes que pasan, en los hospitales públicos, los profesionales de la salud, estos relatos
son estremecedores y nos muestran un mundo desconocido para mucho de nosotros.
Hace un tiempo que sigo sus relatos y hoy me permito compartirlo con ustedes, tomándome la licencia de convertir su "hilo" en un cuento.
No tengo más datos de su persona, salvo alguna repercusión en los medios de alguno de sus relatos.
#CosasQuePasanEnLaGuardia
#107. ALGO DISTINTO, DESDE MI AGOTAMIENTO.
Ocho de la mañana. Llego y, por primera vez
en mucho tiempo, lo único que quiero es irme a mi casa. Anoche me desperté
cuatro veces, dos empapada en transpiración y con taquicardia.
A los pocos minutos me olvidé de lo que soñé,
pero la angustia seguía ahí, estrujándome el pecho que todavía me aprieta. Me
explota la cabeza y siento que los ojos van a salir propulsados de sus órbitas.
Acerco la mano para apretarlos y estoy a unos milímetros cuando me acuerdo del
bicho maldito y la saco. Guardo mis cosas. Hoy del pase se ocupan dos
reemplazos que no conozco y a mí el jefe suplente copado –por ahora lo único
bueno de esta guardia– me manda a la UFU a la que no vino nadie de planta. Hay
siete en la fila. Están desde las tres, las cuatro, las seis. Miran el celular,
tosen, resoplan, se refriegan los brazos del frío. El último protesta por la
demora. La cuarta levanta las cejas y no sé si es hacia él o hacia mí. La
quinta pregunta por el baño. Se lo señalo y la prevengo, es medio mugre.
Pregunta si hay papel y le doy un paquete de
gasas. Me olvido de indicarle que no las tire al inodoro. No me preocupo
demasiado al respecto. El que sigue en la fila, avanza. Mire que vuelve, lo
freno. El que se fue a Sevilla… da un paso más. Quiero ladrarle. Justo vuelve la
chica. Permiso, le pide al hombre que se corra. Él hace que no la escucha y
mira el piso. Permiso, repite ella. Ese es mi lugar, agrega. Era, responde él.
Chasquea la boca y le brillan las pupilas. Tiene unos ojos azules tirando a
grises cargados de todo lo que está mal. La chica se baja el barbijo. Lo hace
rápido, lo baja y lo sube. En el medio tose, casi que escupe. Tose su bronca,
larga odio. Es una piña en la cara del de los ojos egoístas. ¿Sabe que el
tapabocas ese a menos de dos metros no sirve de nada?, le pregunta a él sin
preguntarle. Él se queda quieto, paralizado, aprieta los puños y temo que le
noqueé. Terrorista, le larga finalmente y gira hacia mí. ¿No va a hacer algo?
Llame a seguridad. Pienso si sacarla a ella, a él, a ambos. Miro la fila, se
agregaron dos más. Los de atrás del
hombre –que apenas avanzaron cuando él lo hizo–, retroceden sin que se los
pida. Hay nueve pacientes para ver ya y estoy yo sola porque la mitad de mis
compañeros se contagiaron y algunos hasta están peleando para no morirse. Vengo
haciendo guardia día por medio y lo único que quiero es dormir. No estoy para
peleítas. Mi cerebro se los escupe. Los patos vuelan y no piensan bajar y
alinearse. Mi cuerpo gira, les da la espalda y avanza hacia los consultorios.
Me ubico en el del petiso para sentir que me acompaña.
Saludo a las enfermeras y administrativos. Tienen veintitantos, treinta
y largos, cincuenta, cuarenta y cinco cumplidos hoy, un hijo, tres, ninguno,
una mujer embarazada, la cara roja de las antiparras, la nariz agujereada del
N95, ojeras, una sonrisa que todavía no se borró. Dicen hola, suerte, fuerza,
nada. Una toma café porque el que tenía que venir hoy cayó con dolor de
garganta y lo hisoparon, así que le pidieron que se quede. No fue un pedido.
Otra escribe mientras el tercero prepara los equipos y la cuarta ingresa
pacientes.
Agarro un kit. Me pongo el par de guantes de abajo, el camisolín, lo ato
en cuello y cintura (moño al costado). Sigo por las botas, sentada en la silla
que ni pregunto si limpiaron. Primera cofia. N95. Lo moldeo sobre mi nariz
encintada. Soplo y se infla. Segunda cofia, barbijo quirúrgico, antiparras,
máscara y segundo par de guantes. No tengo compañero que mire si está todo bien
puesto; le pido a la enfermera. Me acomoda la espalda del camisolín. Le regalo
una sonrisa que queda entre las fibras del barbijo y bajo la cabeza en señal de
gracias. La miro. Con el EPP es difícil reconocernos, pero su cofia no me
suena. ¿Tu nombre?, me animo y pregunto. No la conozco. Vino por la rubia grosa
que ayer pasó a terapia. Está pronada, me informa. Pronada es boca abajo, un
intento para lograr que respire algo mejor porque con el tubo solo no alcanza.
Pronada es muy mal. Es más chica que yo, sana. Pero a los jóvenes no les hace
nada este bicho. Los jóvenes quieren pasear, juntarse, salir a correr. Están
hartos de la cuarentena. Miro al techo, ruego y puteo para adentro.
Me meto al consultorio y empiezo a atender. Hombre. Cincuenta años. Solo
tiene dolor de garganta y no es contacto estrecho de un positivo ni sospechoso.
Exige que lo hisope igual. Lo mando a la casa y putea por eso y por la espera.
Se va gritando que si contagia a alguien va a ser mi culpa.
Chico de diecisiete. Tos y falta de aire. Empezó anteayer tras juntarse
en la plaza con amigos. Pensó que era el frío. Satura mucho peor de lo que se
lo ve. Está taquicárdico y respira algo rápido, aunque todavía no tanto. La
presión le da bien. En la espalda tiene
ruidos de los que preocupan. Lo guío al área de hisopado que ahora se hace solo
por la nariz. Contrae todos los músculos de la cara mientras el primer hisopo
avanza y tira la cabeza para atrás cuando toca la garganta. Le pido que se
quede quieto.
Ponete vos acá, protesta. Le cuento que ya estuve y abre grandes los
ojos. Perdón, pronuncia bajo. Siguiente fosa nasal. Se repite la secuencia,
solo que ahora le sostengo la cabeza. Ya está, le informo. Menos mal, casi me
rajo. Tampoco para tanto, me río. Para eso y más, dice y se zambulle en su
celular.
Me paro en la puerta, me paso alcohol por los guantes y me los refriego.
Me los saco con el camisolín, los enrollo juntos y los tiro. Otra vez alcohol
sobre el par de abajo. Refriego. Salen máscara y antiparras que dejo en la
palangana al costado para limpiar después. Alcohol, refregada de manos y se van
la cofia y el barbijo quirúrgico. Las botas me las dejo, lo mismo que el N95.
Alcohol y vuelan esos guantes. Llega el camillero disfrazado de astronauta y se
lleva al chico a hacerse la placa.
Yo limpio antiparras y máscara, entro y pido otro equipo. Hay pocos,
dice la enfermera que recién hoy conozco. La próxima, si no es muy sospechoso,
déjese el mismo. Quiero preguntarle si le gustaría que la atienda con un
camisolín usado. Pienso que no es su culpa
y me lo trago. Me visto de nuevo.
Llega el chico con la placa; está horrible. Me informan que adentro no
hay lugar. Necesita oxígeno y acá no tengo. Hablo con el jefe. Acaba de avisar
al SAME que no manden más ambulancias y está tratando de subir un par. Me pide
tiempo. Levanto los hombros y meto los labios para adentro por detrás del
barbijo. Cuento hasta cinco en silencio. Ubico al chico en uno de los sucuchos
de aislamiento que no tienen más que una silla. Le prometo que pronto lo vamos a
entrar y espero no mentir.
Vuelvo a atender. Hombre. Cincuenta y ocho. Tos, dolor de garganta,
pérdida del olfato y del gusto. No tuvo fiebre. Tiene obra social, pero dice
que no están atendiendo. Fuma desde los veinte y toma cada tanto. Tiene dos
bultos delante de las orejas que dicen que cada tanto es seguido. A eso se suma su panza
cervecera. Hizo asado con amigos y juntada con la familia, todo cinco días
atrás. Los síntomas empezaron hace dos. Igual salió a la plaza, pero con
barbijo, eso siempre, aclara y se señala su tapabocas de Racing. Lo reviso.
Satura lo esperable para sus antecedentes y en la auscultación no
escucha nada. Treinta y siete cinco de temperatura. Antes no era fiebre, pero
para Covid sí. Respira apenas algo más rápido de lo normal. ¿Tiene problemas de
corazón? No sabe, nunca se estudió. Lo hisopo y se la banca sin chistar. Lo
felicito y dice que es porque es de Racing. Hago que sí con la cabeza como si
entendiera. Lo dejo esperando la placa y voy a donde dejé al chico. Está
sumergido en el celular y ni me mira. Cuento su respiración desde la puerta:
sigue rápida. Falta menos, le sonrío y no puede verlo. Hace que sí con la
cabeza y tose. Me raja adentro y me hace acordar al Peti que volvió a la casa,
pero sigue con tos y se fatiga al prender la tele (no encuentra el control
remoto en el caos de su casa). Vas a estar bien, le digo y me lo prometo más a
mí que a él.
Me descambio. Pido otro kit y la enfermera refunfuña. Me visto y vuelvo
al consultorio. Cuarta paciente. Mujer de treinta y seis que estuvo en una cena
familiar con su hermano que dio positivo. Comieron cerca, charlaron, se rieron
y lo necesitaban. El hermano no tenía síntomas ahí. Fue hace tres días y ahora
está internado con neumonía. De los dos pulmones, remarca. Le pregunto por los
síntomas y niega todos. Estoy embarazada, dice al final. Está de poco y costó
mucho. Sus ojos ruegan.
Le explico que es muy pronto para hisoparla si no tiene síntomas, que si
da negativo no significa nada. La cito dentro de dos de las guardias que me
tocan y le prometo que ahí la hisopo. Agradece. No te juntes con nadie, le
pido. No. Fue solo esta vez, por lo de papá; le volvió el cáncer. Se me hace un
nudo en la panza y otro en la garganta. Sale. Llega el camillero con el
paciente anterior y la placa. Viene bastante bien para su cigarrillo. No me
convenzo y le pido una tomografía. Toca esperar a que le den turno. Lo dejo en
otro de los lugares de aislamiento. Quinta paciente, la que había ido al baño.
Veintitrés años, orejas rojas y ojos achinados. Perdió el olfato, el gusto,
tiene tos y diarrea. Empezó hace una semana con lo del olfato. Pensó que eran
sus mocos de siempre. Es alérgica. ¿A qué? A todo, contesta. El resto se sumó
hace dos días. Tenía mucho trabajo y no pudo venir antes. Hace home office. No
sé de dónde me lo agarré, solo voy al chino, pero lo tengo, seguro que lo
tengo. Pienso lo mismo, pero no se lo digo. La reviso. Da todo bien. La hisopo
y se) queja más que el chico. La gasto con eso y se ríe. La dejo esperando la
placa, salgo y me descambio. Vuelvo con la enfermera y le pido otro kit. No se
puede así, resopla. No vamos a llegar a la tarde.
Levanto a los hombros y me visto.
Pasa el de los ojos crueles. Tiene prepaga cara, pero el hospital le
queda más cerca. ¿No tiene auto para ir?, le pregunto. Sí, pero así no iba a
manejar. Además, pago mis impuestos. Cierro los ojos y cuento hasta cinco.
Arranco de nuevo. Tiene mocos. Mocos y gases. No tuvo diarrea, pero siente que
está por tenerla. No amerita hisopado y se lo explico. Insiste con que sí y con
los impuestos. Me parece bien que los pague, yo también, contesto. Todo porque
tengo prepaga, ¿no?, me increpa. No, para nada. No tiene criterio de hisopado,
señor. Si agrega otros síntomas veremos. Fiebre. Tuve fiebre, se acuerda de
repente. ¿Cuánto? Treinta y siete tres, pronuncia casi con orgullo. Eso no es
fiebre, sentencio. Pero la segunda vez tuve treinta y nueve y pico. Además…
hace una pausa… no huelo. Lo saca así, de la galera. Estoy segura de que
miente, pero decido ahorrarme la pelea. Lo reviso. Nada. Lo guío al cuartito
correspondiente y lo hisopo. ¿La brutalidad es por la bronca?, pregunta. Ni
contesto y le pido la placa. Salgo. Llega el camillero. Se lleva a la chica de
ojos rasgados y a él que va a un metro y algo alegando que es una terrorista.
Me asomo a ver cómo sigue el chico. Está igual. Voy adentro y el jefe me
informa que logró subir a uno al piso de clínica. Falta que limpien.
Vuelvo. No me cambio. No creo que lo amerite. Llamo al que sigue.
Hombre. Ochenta y tres años sin síntomas. Viene porque el encargado del
edificio tiene Covid. Dice portero, en realidad. Lo vio de lejos una sola vez y
con tapabocas. Igual quiere hisoparse por las dudas. Le explico que no hace
falta. Insiste que por favor, que es viejo, que no lo deje morirse. Es que si
lo hisopo se tiene que quedar acá por lo menos hasta el resultado, que tal vez
esté mañana, y acá sí que se puede agarrar cualquier cosa, trato de que
entienda. Pero no hace falta que me quede, vivo enfrente, puedo volver. No se
puede por el protocolo, respondo. ¿Y quién lo diseñó? Dejá, mejor ni me
contestes, alguien sin cerebro, seguro. Sale y se va quejándose de que nadie se
preocupa por los viejos.
Viene la coordinadora. No la había visto. Hay un paciente que está mal.
Lo hace pasar. Hombre, cincuenta y un años, transplantado renal. Tos y falta de
aire. No salió a ningún lado, pero su mujer vio a una amiga que se cuida y no
ve a nadie más. Fiebre no tuvo. Igual, difícil que la haga con la medicación
que toma que le baja las defensas para que no reaccionen contra el riñón
prestado. No fuma, no toma, sale a correr, pero en pandemia no. Su mujer lo
trajo en el auto. Ella no tiene síntomas. Lo está esperando.
Arranco el examen físico.
Satura peor que el chico, respira rápido y la presión da bastante baja. Tiene
taquicardia y su temperatura es normal. El pulmón le ruge al estetoscopio.
Llega el camillero con los otros dos. Le pido que lo lleve a rayos ya mismo y protesta que ni lo dejo tomar un
café. Le prometo regalarle un chocolate más tarde. Alfajor me gusta más, larga
mientras lo lleva.
Miro las placas. La de la chica me sorprende: es horrible para lo entera
que está. Le explico que probablemente la internen, que lo van a decidir los
clínicos. Se le escurren un par de lágrimas. No te preocupes, estás bien, es
solo por precaución, intento calmarla. Llora más fuerte. Estoy a punto de
abrazarla cuando recuerdo mi EPP contaminado. Vuelve a su sucucho, a su silla.
Pide un vaso de agua y la coordinadora se lo consigue.
Voy con el hombre, su placa dio bien. Quiere irse a su casa y que le
demos el resultado por teléfono. No se puede, contesto. Tiene que esperarlo acá
y si da positivo se va a derivar a un hotel que es a dónde van los casos leves.
¿Para qué si vivo solo?, gruñe. El protocolo es así, yo no lo decido, contesto
mientras me alejo. Una mierda, ladra. Yo acá no me pienso quedar. Avanza. La
coordinadora se interpone en su camino. Ella con su máscara y un tapabocas
contra los ojos gélidos. Llamo a la policía, le dice. Mire que llamo y lo van a
buscar a la casa. Él la recorre de arriba abajo con las pupilas que recién
ahora noto que están demasiado abiertas pese al sol. Manga de mal cogidas, nos
larga y vuelve a su sucucho.
El camillero llega con la placa del hombre del riñón prestado y escucha
justo. A las mujeres se las respeta, lo increpa. Portate bien o me voy a tener
que ocupar, agrega. Lo dobla en ancho de hombros y de brazos. El otro chasquea
la boca recién cuando lo tiene lejos.
Miro la placa. Tiene parches muy feos. Hisopo rápido al paciente y me
apuro adentro a buscarle lugar. Solo está el que iba a ser para el chico. Meto
al del riñón ahí; está peor. Le pongo oxígeno con una máscara de reservorio que
son las que se pueden (tuvo que llegar el corona para que haya).
Salgo y me descambio. Me lavo bien las manos y voy para el shock room.
Le cuento al emergentólogo de su existencia. Tengo área covid y no covid, no
puedo meterlo en ninguna. ¿Cuánto le falta a su hisopado?, pregunta. Va a estar
para la noche. Se lleva la mano a la frente con fuerza. Se mira la mano, sube
los ojos a su frente y se lava todo de forma enérgica. Buscamos al jefe. Ni él
sabe qué hacer. Pregunta por la placa. Se la muestro. Tiene que ser covid,
dice. Si no es y lo meto ahí, lo mato, se defiende el emergentólogo. Seguro que es,
insiste el jefe. Tiemblo. Salgo. Voy para la UFU. Pregunto por la tomografía
del de Racing. Tiene turno en una hora. Me asomo a ver al chico. Cuento su
respiración desde lejos, no estoy cambiada. Respira algo más rápido. Ya falta menos, intento
calmarlo o calmarme. No levanta la vista del celular.
Llega una ambulancia de las que no tenían que venir más. Trae una mujer
de cincuenta y cinco que dicen que respira mal y es positiva. Vienen del hotel
en que estaba aislada. La médica me informa que satura noventa y dos y no tiene
antecedentes. Espero que levante con oxígeno. Le pido si mi entras me visto la
pueden llevar a rayos. Pone mala cara, pero la llevan. Me pongo el EPP
completo. La enfermera ni se gasta en protestar y hasta verifica que esté bien
colocado. Hablo con el jefe. Dice que, si es positiva, que la suban directo. Me
pasa un número de cama. Vuelven. Miro la placa. Tiene una neumonía en la base
del pulmón izquierdo. Les pido si pueden subirla. A tanto no llegan. Me la
depositan en el consultorio y se van por donde vinieron. Llamamos al camillero.
No atiende. Le pongo el saturómetro a la mujer por las dudas. Marca ochenta y
nueve. Le dejo el termómetro puesto y voy a buscar al jefe. Consigue una silla
y le pide a uno de los suplentes de adentro que la suba. El hombre asiente y va
a cambiarse. Yo me olvido del termómetro.
¿Comiste?, me pregunta el jefe. Hago que no con la cabeza y le consulto
la hora. Tres de la tarde. El comedor ya cerró. Andá a comer algo, me dice. No
quiero dejar al chico solo. Andá. Yo mando a alguien, insiste. Le doy las
gracias y me descambio. Me lavo las manos que ya están que se enganchan. Ya no
canto mientras lo hago. Salgo a la
entrada de ambulancias y cruzo al kiosco que ya se quedó sin comida. Compró el
alfajor para el camillero, otro para mí y me siento en un rincón contra la
pared. Lo como rápido, cierro los ojos e intento dormir unos minutos. Pienso en
el chico, en la tomografía del borrachín, en la mujer que subimos, en el del
riñón prestado y en su mujer. Recorro mis bolsillos desesperada en busca de uno
de esos puchos que hace un tiempo que ya no tengo. Encuentro un chicle. Me lo
meto en la boca, lo masco fuerte y aprieto las muelas para que no se escape ni
una lágrima; sé que no voy a poder parar.
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