El
abuelo es un cuento del escritor peruano Mario Vargas Llosa (1936 -2025), que fue publicado por primera vez
en el diario El Comercio de Lima, en 1956. Pasó luego a integrar la
colección de cuentos Los Jefes, del mismo autor (1959).
El
abuelo
Cada
vez que el viento desprendía una ramita o golpeaba los vidrios de la cocina que
estaba al fondo de la huerta, haciendo ruido, el viejecito saltaba con agilidad
de su asiento improvisado que era una enorme piedra y espiaba ansiosamente
entre el follaje. Pero el niño aún no aparecía. A través de las ventanas del
comedor, abiertas a la pérgola, veía en cambio las luces de la araña, encendida
hacía rato, y bajo ellas sombras medio deformes que se deslizaban de un lado a
otro con las cortinas, lentamente. El viejecito había sido corto de vista desde
joven, y también algo sordo, de modo que eran inútiles sus esfuerzos por
comprobar si la cena había comenzado, o si aquellas sombras movedizas las
causaban los árboles más altos.
Regresó
a su asiento y esperó. La noche anterior había llovido y la tierra y las flores
despedían un agradable olor a humedad. Pero los insectos abundaban, y los
esfuerzos desesperados de don Eulogio, que agitaba sus manos constantemente en
torno del rostro, no conseguían evitarlos: a su barbilla trémula, a su frente,
y hasta las cavidades de sus párpados, llegaban cada momento lancetas
invisibles a punzarle la carne. El entusiasmo y la excitación que mantuvieron
su cuerpo dispuesto y febril durante el día habían decaído y se sentía ahora
cansancio y algo de tristeza. Tenía frío, le molestaba la oscuridad del vasto
jardín y lo atormentaba la imagen, persistente momento atrás, de alguien, quizá
la cocinera o el mayordomo, sorprendiéndolo de pronto en su escondrijo. “¿Qué
hace usted en la huerta a estas horas, don Eulogio?”. Y vendrían su hijo y su
hija política, convencidos de que estaba loco. Sacudido por un temblor
nervioso, volvió la cabeza y adivinó entre los bloques de crisantemos, de
nardos y de rosales, el diminuto sendero que llegaba a la puerta trasera
esquivando el palomar. Se tranquilizó apenas, recordando haber comprobado tres
veces que la puerta estaba junta, con el pestillo corrido, y que en unos
segundos podía deslizarse hacia la calle sin ser visto.
“¿Si
hubiera venido ya?”, pensó, intranquilo. Porque hubo un instante, a los pocos
minutos de haber ingresado cautelosamente a su casa por la entrada casi
olvidada de la huerta, en que perdió la noción del tiempo y permaneció como
dormido. Solo reaccionó cuando el objeto que ahora acariciaba sin saberlo, se
desprendió de sus manos golpeándole el muslo. Pero era imposible. El niño no
podía haber cruzado la huerta aún, porque sus pasos lo habrían despertado, o el
pequeño, habría distinguido a su abuelo, encogido y durmiendo, justamente al
borde del sendero que debía conducirlo a la cocina.
Esta
reflexión lo animó. El viento soplaba con menos violencia, su cuerpo se
adaptaba al ambiente, había dejado de temblar. Tentando entre los bolsillos de
su saco, encontró pronto el cuerpo duro y cilíndrico del objeto que había
comprado esa tarde en el almacén de la esquina. El viejecito sonrió regocijado
en la penumbra, recordando el gesto de sorpresa de la vendedora. El había
permanecido muy serio, taconeando con elegancia, agitando levemente y en
círculo su largo bastón enchapado en metal, mientras la mujer pasaba frente a
sus ojos cirios y velas de sebo de diversos tamaños. “Esta”, dijo él, con un
ademán rápido que quería significar molestia por el quehacer desagradable que
cumplía. La vendedora insistió en envolverla, pero don Eulogio se negó,
abandonando la tienda con premura. El resto de la tarde estuvo en el Club,
encerrado en el pequeño salón del rocambor donde nunca había nadie. Sin
embargo, extremando las precauciones para evitar la solicitud de los mozos,
echó llave a la puerta. Luego, cómodamente hundido en el confortable de suave
color escarlata, abrió el maletín que traía consigo, y extrajo el precioso
paquete. La tenía envuelta en su hermosa bufanda de seda blanca, precisamente
la que llevaba puesta la tarde del hallazgo.
A
la hora más cenicienta del crepúsculo había tomado un taxi, indicando al chofer
que circulara despacio por las afueras de la ciudad, corría una deliciosa brisa
tibia, y la visión entre grisácea y roja del cielo sería más sorprendente y
bella en medio del campo. Mientras el automóvil corría con suavidad por el
asfalto, sus ojitos vivaces, única señal ágil en su rostro fláccido, lleno de
bolsas, iban deslizándose distraídamente sobre el borde del canal vecino a la
carretera, cuando de pronto, casi por intuición, le pareció distinguir un
extraño objeto.
“¡Deténgase!”
-dijo, pero el chofer no le oyó-. “¡Deténgase! ¡Pare!”.
Cuando
el auto se detuvo y en retroceso llegó al montículo de piedras, don Eulogio
comprobó que se trataba, efectivamente, de una calavera. Teniéndola entre las
manos olvidó la brisa y el paisaje, y estudió minuciosamente, con creciente
ansiedad, esa dura forma impenetrable despojada de carne y de piel, sin nariz,
sin ojos, sin lengua. Era un poco pequeña y se sintió inclinado a creer que era
de un niño. Estaba sucia, polvorienta, y el cráneo pelado tenía una abertura
del tamaño de una moneda, con los bordes astillados. El orificio de la nariz
era un perfecto triángulo, separado de la boca por un puente delgado y menos
amarillo que el mentón. Se entretuvo pasando un dedo por las cuencas vacías,
cubriendo el cráneo con la mano en forma de bonete o hundiendo su puño por la
cavidad baja, hasta tenerlo apoyado en el interior. Entonces, sacando un
nudillo por el triángulo, y otro por la boca a manera de una larga lengüeta,
imprimía a su mano movimientos sucesivos, y se divertía enormemente imaginando
que aquello estaba vivo…
Dos
días la tuvo oculta en el cajón de la cómoda abultando el maletín de cuero,
envuelta cuidadosamente, sin revelar a nadie su hallazgo. La tarde siguiente a
la del encuentro permaneció en su habitación, paseando nerviosamente entre los
muebles lujosos de sus antepasados. Casi no levantaba la cabeza: se diría que
examinaba con devoción profunda los complicados dibujos sangrientos y mágicos
del círculo central de la alfombra, pero ni siquiera los veía. Al comienzo
estuvo muy preocupado. Pensó que podían ocurrir imprevistas complicaciones de
familia, tal vez se reirían de él. Esta idea lo indignó y tuvo angustia y deseo
de llorar. A partir de ese instante, el proyecto se apartó solo un momento de
su mente: fue cuando de pie ante la ventana, vio el palomar oscuro, lleno de
agujeros, y recordó que en una época cercana aquella casita de madera con
innumerables puertas no estaba vacía y sin vida, sino habitada de animalitos
pardos y blancos que picoteaban con insistencia cruzando la madera de surcos y
que a veces revoloteaban sobre los árboles y las flores de la huerta. Pensó con
nostalgia en lo débiles y cariñosos que eran: confiadamente venían a posarse en
su mano, donde siempre les llevaba algunos granos, y cuando hacía presión
entornaban los ojos y los sacudía un débil y brevísimo temblor. Luego no pensó
más en ello. Cuando el mayordomo vino a anunciarle que estaba lista la cena, ya
lo tenía decidido. Esa noche durmió bien. A la mañana siguiente recordaba haber
soñado que una larga fila de grandes hormigas rojas invadía sorpresivamente el
palomar, causando desasosiego entre los animalitos, mientras él, en su ventana,
advertía la escena por un catalejo.
Había
imaginado que la limpieza de la calavera sería un acto sencillo y rápido, pero
se equivocó. El polvo, lo que había creído polvo y tal vez era excremento por
su aliento picante, se mantenía soldado en las paredes internas y brillaba como
metal en la parte posterior del cráneo. A medida que la seda blanca de la
bufanda se cubría de lamparones grises, sin que fuera visible que disminuía la
capa de suciedad, iba creciendo la excitación de don Eulogio. En un momento,
indignado, arrojó la calavera, pero antes de que esta dejara de rodar, se había
arrepentido y estaba fuera de su asiento, gateando por el suelo hasta
alcanzarla y levantarla con precaución. Supuso entonces que la limpieza sería
posible utilizando alguna sustancia grasienta. Por teléfono encargó a la cocina
una lata de aceite y esperó en la puerta al mozo, arrancándole con violencia la
lata de las manos, sin prestar atención a la mirada inquieta con que aquel
intentó recorrer la habitación por sobre su hombro. Lleno de zozobra empapó la
bufanda en aceite y, al comienzo con suavidad, luego acelerando el ritmo, raspó
hasta exasperarse. Comprobó entusiasmado que el remedio era eficaz: una tenue
lluvia de polvo cayó a sus pies durante unos minutos, mientras él ni siquiera
notaba que se humedecían sus dedos y el borde de sus puños. De pronto, puesto
de pie de un brinco, admiró la calavera que sostenía sobre su cabeza, limpia,
luciente, inmóvil, con unos puntitos como de sudor sobre la suave superficie de
los pómulos. La envolvió de nuevo, amorosamente. Cerró su maletín y salió
precipitado del Club. El automóvil que ocupó en la puerta lo dejó a la espalda
de su casa. Había anochecido. En la fría penumbra de la calle se detuvo un
momento, temeroso de que la puerta estuviera clausurada. Enervado, calmo,
estiró su brazo y dio un respingo de felicidad al notar que giraba la manija y
que aquella cedía con un corto chirrido.
En
ese momento escuchó voces en la pérgola. Estaba tan ensimismado, que incluso
había olvidado el motivo de ese trajín febril. Las voces, el movimiento fueron
tan imprevistos que su corazón parecía una bomba de oxígeno golpeándole el
pecho. Su primer impulso fue agacharse, pero lo hizo con torpeza y se resbaló
de la piedra, cayendo de bruces. Sintió un dolor agudo en la frente y en un
sabor desagradable de tierra mojada en la boca, pero no hizo ningún esfuerzo
por incorporarse y continuó allí, medio sepultado en las hierbas, respirando
fatigosamente, temblando. En la caída había tenido tiempo para elevar la mano
que aprisionaba la calavera de modo que esta se mantuvo en el aire, a escasos
centímetros del suelo siempre limpia.
La
pérgola estaba a cincuenta metros de su escondite, y don Eulogio oía las voces
como un delicado murmullo, sin distinguir lo que decían. Se incorporó trabajosamente.
Espiando, vio entonces en medio del arco de los grandes manzanos cuyas raíces
tocaban el zócalo del corredor, una forma clara y esbelta, y comprendió que era
su hijo. Junto a él había otra, más oscura y pequeña, reclinada con cierto
abandono. Era la mujer. Pestañeando, frotando sus ojos trató angustiosamente,
pero en vano de distinguir al niño. Entonces lo oyó reír: una risa cristalina
de niño, espontánea, purísima, que cruzaba el jardín como un animalillo. No
esperó más: extrajo la vela de su saco, juntó a tientas ramas, terrones y
piedrecitas y trabajó rápidamente hasta asegurar la vela sobre la piedra. Luego
con extrema delicadeza para evitar que la vela perdiera el equilibrio, colocó
encima la calavera. Presa de gran excitación, uniendo sus pestañas al macizo
cuerpo aceitado para verlo mejor, comprobó de nuevo que la medida era justa:
por el orificio del cráneo asomaba un puntito blanco como un nardo. No pudo
continuar observando. El padre había elevado la voz y, aunque las palabras eran
todavía incomprensibles, don Eulogio supo que se dirigía al niño. Hubo en ese
momento como un cambio de palabras entre las tres personas: la voz gruesa del
padre, cada vez más enérgica, el rumor melodioso de la mujer, los cortos gritos
destemplados del nieto. El ruido cesó de pronto. El silencio fue brevísimo: lo
interrumpió como una explosión este último. “Pero conste: hoy acaba el castigo.
Dijiste siete días y hoy se acaba. Mañana ya no voy”. Con las últimas palabras
escuchó pasos precipitados, pero casi de inmediato dejó de oírlos.
¿Venía
corriendo? Era el momento decisivo. Don Eulogio venció el ahogo que le
estrangulaba y concluyó su plan. El primer fósforo dio solo un fugaz hilito
azul. El segundo prendió bien. Quemándose las uñas, pero sin sentir dolor, lo
mantuvo junto a la calavera, aun segundos después de que la vela estuviera
encendida. Dudaba, porque lo que veía no era exactamente la imagen que supuso
cuando una llamarada sorpresiva creció entre sus manos con un brusco crujido,
como de muchas ramas secas quebradas a la vez, y entonces quedó la calavera
iluminada del todo, echando fuego por las cuencas, por el cráneo, por los
huesos de la nariz y de la boca. “Se ha prendido toda”, exclamó maravillado.
Había quedado inmóvil, repitiendo como un disco: “fue el aceite, fue el
aceite”, estupefacto y embrujado ante el espectáculo medio macabro, medio
mágico de la calavera en llamas.
Justamente
en ese instante escuchó el grito. Fue un grito salvaje, como un alarido de
animal herido, que se cortó de golpe. El niño estaba delante de él, en el
círculo iluminado por el fuego, con las manos retorcidas frente a su cuerpo y
los dedos crispados. Lívido, estremecido de terror, tenía los ojos y la boca
muy abiertos y estaba rígido y mudo y rígido, haciendo unos extraños ruidos con
la garganta, como roncando. “Me ha visto, me ha visto”, se decía don Eulogio,
con pánico. Pero al mirarlo supo de inmediato que no lo había visto, que su
nieto no podía ver otra cosa que aquel rostro de huesos que llameaba. Sus ojos
estaban inmovilizados, con un terror profundo y eterno retratado en ellos,
fijamente prendidos al fuego y a aquella forma que se carbonizaba. Don Eulogio
vio también que a pesar de tener los pies hundidos como garfios en la tierra,
su cuerpo estaba sacudido por convulsiones violentas. Todo había sido
simultáneo: la llamarada, el espantoso aullido, la visión de esa figura de
pantalón corto súbitamente poseída de espanto. Pensaba entusiasmado que los
hechos habían sido incluso más perfectos que su plan, cuando sintió muy cerca
voces y pasos que avanzaban y entonces, ya sin cuidarse del ruido, dio media
vuelta y a saltos, apartándose del sendero, destrozando con sus pisadas los
macizos de crisantemos y rosales que entreveía en su carrera a medida que lo
alcanzaban los reflejos de la llama, cruzó el espacio que lo separaba de la
puerta. La atravesó junto con el grito de la mujer, salvaje también pero menos
puro que el de su nieto. No se detuvo ni volvió la cabeza. En la calle, un
viento frío hendió su frente y sus escasos cabellos, pero no lo notó y siguió
caminando, despacio, rozando con el hombro el muro de la huerta sonriendo
satisfecho, respirando mejor, más tranquilo.

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