lunes, 8 de mayo de 2017

Telxínoe: Adolfo Bioy Casares (1914 - 1999)

Adolfo Bioy Casares nació en Buenos Aires el 15 de septiembre de 1914 en el seno de una familia acomodada. Escribió Ingresó y dejó las carreras de Derecho, Filosofía y Letras, tras la decepción que le significó el ámbito universitario. En 1932, Victoria Ocampo le presentó a Jorge Luis Borges quien en adelante se convertiría en su mejor amigo y con quien colaboró en la escritura varios relatos policiales con el seudónimo de Honorio Bustos Domecq.

En 1940, Bioy Casares se casó con Silvina Ocampo, hermana de Victoria, también escritora. Por ese entonces publicó la novela La Invención de Morel, su obra más famosa y un clásico de la literatura contemporánea. 

Bioy Casares fue propulsor del género fantástico y el rescate del relato por sobre lo descriptivo. Defensor del género policial por su interés en la trama en sí. 

Fue premiado en numerosas ocasiones, entre otros recibió el Premio de la SADE (1975) la Legión de Honor francesa (1981), fue nombrado ciudadano ilustre de la Ciudad de Buenos Aires (1986) y  el Premio Cervantes (1990).

Murió en Buenos Aires el 8 de marzo de 1999.



Oswalt Henry, Viajero

El viaje había resucitado agotador para el hombre (Oswalt Henry) y para la máquina. Por una falla del mecanismo o por un error del astronauta, entraron en una órbita indebida, de la que ya no podrían salir. Entonces el astronauta oyó que lo llamaban para el desayuno, se encontró en su casa, comprendió que la situación en la que se había visto era solamente un sueño angustioso. Reflexionó: Había soñado con su próximo viaje, para el que estaba preparándose. Tenía que librarse cuanto antes de esas imágenes que aún volvían a su mente y de la angustia en que lo habían sumido, porque si no le traerían mala suerte. Esa mañana, tal vez por la terrorífica experiencia del sueño, valoró como es debido el calor del hogar que le ofrecía su casa. Realmente le pareció que su casa era el hogar por antonomasia, el hogar original, o quizá la suma de cuanto tuvieron de hogareño las casas en que vivió a lo largo de su vida. Su vieja niñera le preguntó si algo le preocupaba y lo estrechó contra el regazo. En ese momento de supremo bienestar, Henry, el astronauta, entrevió una duda especulativa que muy pronto se convirtió en un desconcertante recuerdo; su vieja niñera, es claro, había muerto. "Si esto es así, pensó, "estoy soñando". Despertó asustado. Se vió en la capsula y comprendió que volaba en una órbita de la que ya no podría salir.


Un tigre y su domador

Soy hija de una prestidigitadora y de un acróbata. Nací, y viví siempre, en el circo. Estoy casada con un domador de fieras.
Tengo un don probablemente excepcional. Basta que alguien se acerque a mí, para que yo lea su pensamiento. Me resigno, sin embargo, a que mi actuación en el circo donde trabajo sea aún mas modesta que la de los payasos: ellos, al fin y al cabo, pretenden provocar la risa. Yo, por mi parte, con falda corta y muy largas medias blancas, al compás de la música, ejecuto pasos de baile ante la indiferencia del público, mientras a mi alrededor jinetes, equilibristas o domadores se juegan la vida.
De chica fui vanidosa. Para mí no había halago comparable al de ser admirada por mi don. Pronto, demasiado pronto, sospeché que por ese mismo don la gente me rehuía, como si me temiera. Me dije: "Si no lo olvidan quedaré sola". Oculté mi don; fue un secreto que no revelé a nadie, ni siquiera a Gustav, mi marido.
De un tiempo a esta parte Gustav trabaja con un solo tigre. Hace poco nos enteramos de que un viejo domador, famoso entre la gente del gremio por tratar a las fieras como si fueran humanos, se jubilaba y vendía un tigre. Gustav fue a verlo y, tras mucho regateo, lo compró.
La primera tarde en que Gustav ante el público trabajó con el tigre, yo bailaba en el centro de la pista. De pronto, sin proponérmelo, me puse a leer pensamientos. Cuando me acerqué a mi marido, toda lectura cesó; pero cuando me acerqué al tigre, cuál no sería mi sorpresa, leí fácilmente su pensamiento, que se dirigía a mi marido y ordenaba: "Dígame que salte", "Dígame que dé un zarpazo", "Dígame que ruja". Obedeció mi marido y el tigre saltó, dio un zarpazo y rugió con ferocidad.


El último piso
La comida sería a las nueve y media, pero me encarecieron que llegara un rato antes, para que me presentaran a los otros invitados.
Llegué apresuradamente, sobre la hora, y, ya en el ascensor, apreté el botón del último piso, donde me dijeron que vivían.
Llamé a la puerta. La abrieron y me hicieron pasar a una sala en la que no había nadie. Al rato entró una muchacha que parecía asombrada de mi presencia.
- ¿Lo conozco? -me preguntó
- No lo creo -dije-. ¿Aquí viven los señores Roemer?
- ¿Los Roemer? -preguntó la muchacha, riendo-. Los Roemer viven en el piso de abajo.
- No me arrepiento de mi error. Me permitió conocerla -aseguré.
- ¿No habrá sido deliberado? -inquirió la muchacha, muy divertida.
- Fue una simple casualidad -afirmé.
- Señor... -dijo. Ni siquiera sé cómo se llama.
- Bioy -le dije-. ¿Y usted?.
- Margarita. Señor Bioy, ya que de una manera u otra llegó a mi casa, no me dirá que no, si lo convido a tomar una copita.
- ¿Para brindar por mi error? Me parece muy bien.
Brindamos y conversamos. Pasamos un rato que no olvidaré.
Llegó así un momento en que miré el reloj y exclamé alarmado:
- Tengo que dejarla. Me esperan, para comer, los Roemer a las nueve y media.
- No seas malo -exclamó.
- No soy malo. !Que mas querría que no dejarte nunca!, pero me esperan para comer.
- Bueno, si preferís la comida no insisto. Has de tener mucha hambre.
- No tengo hambre -protesté- pero prometí que llegaría antes de las nueve y media. Los Roemer estarán esperándome.
- Perfectamente. Corra abajo. No lo retengo aunque le aclaro: no creo que vuelva a verme.
- Volveré -dije-. Le prometo que volveré.
Podría jurar que antes nos habíamos tuteado. Pensé que estaba enojada, pero no tenía tiempo de aclarar nada. La besé en la frente, solté mis manos de las suyas, y corrí abajo.
Llegué a las nueve y treinta al octavo piso. Comí con los Roemer y sus otros invitados. Hablamos de muchas cosas, pero no me pregunten de qué, porque yo sólo pensaba en Margarita. Cuando pude me despedí. Me acompañaron hasta el ascensor.
Cerré la puerta y me dispuse a oprimir el botón del noveno piso. No existía ese botón. El de mas arriba era el octavo.
Cuando oí que los Roemer cerraban la puerta de su departamento, salí del ascensor para subir por la escalera. Sólo había allí escalera para bajar. Oí que había gente hablando en el palier del sexto piso. Bajé por la escalera y les pregunté como podía subir al noveno piso.
- No hay noveno piso- me dijeron.

Empezaron a explicarme que en el octavo vivían los Roemer, que eran, seguramente, las personas a quienes yo quería ver... Murmuré no sé qué y sin escuchar lo que me decían me largué escaleras abajo.



ENLACES
http://www.literatura.org/Bioy/Bioy_Casares.html
http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/esp/bioy/abc.htm
http://www.bibliotecasvirtuales.com/biblioteca/Narrativa/BioyCasares/index.asp

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