lunes, 15 de mayo de 2017

Telxínoe: Adolfo Bioy Casares II

Nacido en una familia acomodada, Adolfo Bioy Casares, recibe una educación esmerada y se interesa, desde bien joven, por la literatura. Su familia cuenta con una gran biblioteca que le sirve para acercarse a la literatura argentina y a los clásicos de la literatura universal, incluso en sus lenguas originales, como el inglés y el francés.

Muchas de sus obras son llevadas al cine y sus novelas y cuentos se traducen en numerosas lenguas. Se le considera el maestro del cuento y de la literatura fantástica. La impecable construcción de sus relatos y la claridad de su lenguaje son los rasgos más característicos de su narrativa.



Retrato del héroe
Algunos al héroe lo llaman holgazán. Él se reserva, en efecto, para altas y temerarias empresas. Llegará a las islas felices y cortará las manzanas de oro, encontrará el Santo Graal y del brazo que emerge de las tranquilas aguas del lago arrebatará la espada del rey Arturo. A estos sueños los interrumpe el vuelo de una reina. El héroe sabe que tal aparición no le ofrece una gloriosa aventura, ni siquiera una mera aventura -desdeña la acepción francesa del término- pero tampoco ignora que los héroes no eluden entreveros que acaban en la victoria y en la muerte. Porque no se parece a nuestros héroes criollos, no sobrevive para contar la anécdota. ¿Quiénes la cuentan? Los sobrevivientes, los rivales que él venció. Naturalmente, le guardan inquina y se vengan llamándolo zángano.



Postrimerías
Cuando entró en el edificio, buscó las escaleras, para subir. Encontrarlas era difícil. Preguntaba por ellas, y algunos le contestaban: “No hay.” Otros le daban la espalda. Acababa siempre por encontrarlas y por subir otro piso. La circunstancia de que muchas veces las escaleras fueran endebles, arduas y estrechas, aumentaba su fe. En un piso había una ciudad, con plazas y calles bien trazadas. Nevaba, caía la noche. Algunas casas -eran todas de tamaño reducido- estaban iluminadas vivamen­te. Por las ventanas veía a hombres y mujeres de dos pies de estatura. No podía quedarse entre esos enanos. Descubrió una amplia escalinata de piedra, que lo llevó a otro piso. Éste era un antecomedor, donde mozos, con chaqueta blanca y modales pésimos, limpiaban juegos de té. Sin volverse, le dijeron que había más pisos y que podía subir. Llegó a una terraza con vastos parques crepusculares, hermosos, pero un poco tristes. Una mujer, con vestido de terciopelo rojo, lo miró espantada y huyó por el enorme paisaje, meciéndose la cabellera, gimiendo. Él entendió que cuantos vivían allí estaban locos. Pudo subir otro piso. En una arquitectura propia del interior de un buque, en la que abundaban maderas y hierros pintados de blanco, halló una escalera de caracol. Subió por ella a un altillo donde estaban los peroles que daban el agua caliente a los pisos de abajo. Dijo: “Sobre el fuego está el cielo” y, seguro de su destino, se agarró de un caño, para subir más. El caño se dobló; hubo un escape de vapor, que le rozó el brazo. Esto lo disuadió de seguir subiendo. Pensó: “En el cielo me quemaré.” Se preguntó a cuál de los horribles pisos inferiores debería descender. En todos él se había sentido fuera de lugar. Esto no probaba que no fuese la morada que le correspondía, porque justamente el infierno es un sitio donde uno se cree fuera de lugar.


El Amigo del Agua
El señor Algaroti vivía solo. Pasaba sus días entre pianos en venta, que por lo visto nadie compraba, en un local de la calle Bartolomé Mitre. A la una de la tarde y a las nueve de la noche, en una cocinita empotrada en la pared, preparaba el almuerzo y la cena que a su debido tiempo comía con desgano. A las once de la noche, en un cuarto sin ventanas, en el fondo del local, se acostaba en un catre en el que dormía, o no, hasta las siete. A esa hora desayunaba con mate amargo y poco después limpiaba el local, se bañaba, se rasuraba, levantaba la cortina metálica de la vidriera y sentado en un sillón, cuyo filoso respaldo dolorosamente se hendía en su columna vertebral, pasaba otro día a la espera de improbables clientes.

Acaso hubiera una ventaja en esa vida desocupada; acaso le diera tiempo al señor Algaroti para fijar la atención en cosas que para otros pasan inadvertidas. Por ejemplo, en los murmullos del agua que cae de la canilla al lavatorio. La idea de que el agua estuviera formulando palabras le parecía, desde luego, absurda. No por ello dejó de prestar atención y descubrió entonces que el agua le decía: “Gracias por escucharme”. Sin poder creer lo que estaba oyendo, aún oyó estas palabras: “Quiero decirle algo que le será útil”. A cada rato, apoyado en el lavatorio, abría la canilla. Aconsejado por el agua llevó, como por un sueño, una vida triunfal. Se cumplían sus deseos más descabellados, ganó dinero en cantidades enormes, fue un hombre mimado por la suerte. Una noche, en una fiesta, una muchacha locamente enamorada lo abrazó y cubrió de besos. El agua le previno: “Soy celosa. Tendrás que elegir entre esa mujer y yo”. Se casó con la muchacha. El agua no volvió a hablarle.

Por una serie de equivocadas decisiones, perdió todo lo que había ganado, se hundió en la miseria, la mujer lo abandonó. Aunque por aquel tiempo ya se había cansado de ella, el señor Algaroti estuvo muy abatido. Se acordó entonces de su amiga y protectora, el agua, y repetidas veces la escuchó en vano mientras caía de la canilla al lavatorio. Por fin llegó un día en que, esperanzado, creyó que el agua le hablaba. No se equivocó. Pudo oír que el agua le decía: “No te perdono lo que pasó con aquella mujer. Yo te previne que soy celosa. Esta es la última vez que te hablo”.

Como estaba arruinado, quiso vender el local de la calle Bartolomé Mitre. No lo consiguió. Retomó, pues, la vida de antes. Pasó los días esperando clientes que no llegaban, sentado entre pianos, en el sillón cuyo filoso respaldo se hendía en su columna vertebral. No niego que de vez en cuando se levantara para ir hasta el lavatorio y escuchar, inútilmente, el agua que soltaba la canilla abierta.



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