lunes, 10 de febrero de 2020

Telxínoe: Roberto Fontanarosa V

Nuevamente un cuento corto de Roberto Fontanarrosa, extraído de “El Mundo ha vivido equivocado” (Ediciónes De La Flor 1982)

Pablo Tarso, nos hace una pequeña reseña en su página Café, las Letras y las Artes, de la que extraemos:

Y de compadritos

“Upildio Vega te nombro” así empieza “Upildio Vega”.  Un inicio que nos remite inmediatamente al comienzo de Facundo. Upildio Vega podría ser un gaucho, de quién el “Negro” nos va a contar su historia. Pero a pesar de que no será el caso, ese comienzo le da una entonación al cuento, un estilo de narración oral, al mismo tiempo que serio. “Upildio Vega te nombro” adelanta una historia que merece ser contada y escuchada.

La intertextualidad está presente. Es parte del juego de Fontanarrosa. Y es más bien a Borges  a quien remite más bien el relato. Upildio Vega parece más un compadrito, esos orilleros sobre los que tanto ha escrito el autor de Ficciones y El Aleph. Upildio Vega tiene “cierta fama de guapo”, con faca en la espalda (no facón) y trabajador de frigorífico. Y no solo eso. Es el mayor de los hermanos. Como aquellos dos de “La intrusa”. Y como a aquellos dos, los divide una mujer. Pero aquí la reacción es distinta. Los Vega no actúan como los Nilsen.

Entre ellos no se hablan. Hay códigos que se han roto. Y la pelea se posterga sólo por no herir los sentimientos de la madre, una madre omnipresente como en el tango. Pero el enfrentamiento se acerca cada vez más, en la medida que avanza el relato, hasta llegar al genial desenlace.

“Upildio Vega” es un cuento corto, breve, pero con la potencialidad de la efectividad del cuento bien construido. El final bufo, propio de Fontanarrosa,es el que rompe esa línea inter-textual marcada en el relato, y le da una vida propia a esta zona de Fontanarrosa, con su particular forma de escribir y re-escribir algunos tópicos de la historia y la literatura.


Ulpidio Vega, te nombro

Ulpidio Vega, te nombro. Y de la apagada sombra de tu nombre rescato tu paso tardo por el empedrado desprolijo de Saladillo y la cierta fama de guapo sin doblez que te persiguió sumisa, como la silenciosa y tenaz fidelidad de un perro.
Quien te vio alguna vez por el Bajo, no te olvida. De callada mesura, sombrío el porte, mezquinabas palabras como si fueran monedas caras. Negros los ojos, en la negrura misma que sobre la frente escasa te tiraba encima el ala apenas curva de tu sombrero gris, tan conocido.

Ulpidio Vega, te nombro. Y de tu nombre exhala un aliento a kerosén barato, a bizcochito, a queso de rallar y vino tinto.

Aroma de almacén, de cambalache, que tuvo tu pobre viejo laburante por calle San Martín, casi en Tablada. Aroma a jabón pinche, a mate amargo, el mismo aquél que te alcanzaba la mano cordial de doña Cata, tu pobre vieja, que se cansó de mirar por la ventana.

Ulpidio Vega, te nombro. Y se santiguan las cuatro esquinas bravas de Ayolas y Convención, las que salieron tantas veces escrachadas en letra de molde cuando algún fiambre aparecía tirado en esa encrucijada.

Rezan de apuro las jovatas de memoria larga al recordar tu estampa de figura fina, el caminar pesado, un gesto de disgusto en la cara aindiada y el cuerpo erguido por la faca que atrás, en la cintura, te entablillaba.

Por trabajar en el Swift te habían llamado «El Matarife de Saladillo».

¡Qué te iba a impresionar a vos la sangre, Ulpidio Vega! Si día a día degollabas animales y la cuchilla te era tan natural como un anillo, como un zarzo sencillo en el meñique.

Pero eran dos los Vega, Juan y Ulpidio. «El Vega chico» le decían al otro que también trabajó en el frigorífico.

Y por si fuera escaso el desmesurado coraje de Ulpidio en la pelea, el «Vega Chico» era también de púa veloz, y sin entrañas.

De negro los dos, siempre, aun de mañana.

Pero, como suele suceder en estas cosas, Ulpidio se metió con una mina que se levantó una noche de Carnaval en el Club Atlético Olegario Víctor Andrade. La mina era una reventada que hacía copas en el Panamerican Dancing, frente a Sunchales, y que ya le había borrado el estampadito floreado a las sábanas del Amenábar, de tanto frote. Pero una hembra que pasaba y dejaba el aire como embalsamado de perfume dulzón, y enardecido. Rosa se llamaba, y era justicia.
Ulpidio Vega, te nombro. Y no me equivoco. Como se equivocó esa noche fatal la mina aquella cuando por llamarte «Ulpidio», «Juan» te dijo.

¡Qué oscura mano de destino cabrón los puso frente a frente, Ulpidio Vega!
¡Vos y tu hermano, inseparables siempre, enfrentados por el cariño falaz de una perdida!

Tiempo estuvieron mordiéndose las ganas de agarrarse. De mirarse profundo, y sin palabras. De medirse con odio. Y de no hablarse. Todo el barrio sabía del bolonqui que rechinaba en los dientes de los Vega. Pero cuando más de una vez saltó la bronca, y la faca apareció brillando en ambas diestras, algo los amuraba al suelo y les clavaba la bronca a la vereda. Algo, que allá en la casa, desde chicos les acariciara la frente, les planchara los lompa y les dejara los botines bien brillosos cuando se iban de milonga a Central Córdoba. Algo. La vieja.

«Si no te mato» se lo dijo bien clarito Ulpidio a Juan «sólo es por ella». «Si no te enfrío» le contestaba Juan, que no era lerdo «es por la vieja».

Y así andaban los dos, encajetados, sin poder ni dormir, más que hechos bolsa. Y encima la reventada de la Rosa les metía la cizaña de su labia, de sus promesas vanas, de sus mañas.

Y no se pudo más. Aquella noche Ulpidio y Juan llegaron puntualmente hasta el campito. Era un potrero de pura tierra y matorrales que los mocosos usaban para jugar al fulbo. Pero esa noche había luna. Y no era juego.

Ulpidio peló una faca que tenía este largo. ¡Uy Dio, cómo brillaba la plata de la luna sobre el filo helado del acero!

Y Juan, Juan peló también tremenda púa que de verla nomás, te entraba miedo.
«¡Venite!»

«¡Vení vos!» se supo después que se dijeron. Y fue cuando llegó doña Cata hasta el campito, de pálido rostro, ojos sufridos, de manos apretadas y pañuelo negro. Nunca se supo quién le pasó el dato. Tal vez, fue esa mágica intuición de madre la que la llevó hasta allí en ese momento.

No se oyó de su boca, una palabra. Y tampoco en sus ojos lágrimas se vieron. Pero eso sí, sus manos agrietadas de lavar ropa ajena en el invierno, dibujaron en el aire asustado de la noche, un gesto: se agachó, se sacó una zapatilla y lo demás, frate mío, ni te cuento.

A Juancito lo fajó hasta en el cogote, le deformó la sabiola a chancletazos, y le sacudió tantos palos por el lomo que lo dejó mormoso al pobrecito. Contaban los vecinos que lo oyeron, que tirado en el suelo, Juan rogaba y a la vieja pedía perdón a gritos.

A Ulpidio, de las crenchas lo cazó la vieja aquella, y le arruinó la jeta a chancletazos porque le pegó media hora, de corrido.




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